Imagen | Julia Martínez Cano
Que la Tierra es plana es una obviedad de las que da vergüenza refutar. Solo hace falta mirar alrededor para comprobar que la tierra se extiende en línea recta hasta el infinito (estáis invitados a ir a La Mancha en cualquier momento para constatar la verdad de esta afirmación). Hace unos 2300 años, sin embargo, en el Egipto helenizado, Eratóstenes leyó en un papiro de la biblioteca de Alejandría una curiosidad: el día del solsticio de verano, en Siena (actual Asuán), la luz incidía de tal forma que no proyectaba sombra, mientras que él vio que sí lo hacía en Alejandría. A partir de esta observación, Eratóstenes logró medir la circunferencia de la Tierra con una precisión de entre el 75 y el 99 % (variación debida a que no sabemos con exactitud a qué medida actual equivale el ‘estadio’ del que se valió el griego). Para todos sus coetáneos, la Tierra era plana porque así se presentaba ante nuestra vista. Para Eratóstenes, a partir de una observación más atenta y de una forma de proceder científica (aunque los datos que manejara fueran imprecisos y los errores, abundantes), nuestro planeta dejó de ser plano para convertirse en una esfera capaz de ser medida. Es decir, en algo más parecido a la verdad.
Multitud de situaciones nos sitúan ante la disyuntiva de dejarnos guiar por nuestros sentidos o profundizar y cuestionar lo que sabemos. Una de esas situaciones es el constante debate sobre la educación. La concepción liberal de la educación dice que cualquier niño (quizá admitientdo admitiendo la salvedad de aquellas personas con problemas de aprendizaje), con esfuerzo y constancia, podía aprobar los exámenes, independientemente de sus circunstancias. La ciencia, sin embargo, nos dice algo diferente: hay estudios que muestran que la situación socioeconómica afecta a la capacidad de aprendizaje, entre otras cosas, porque influye en nuestro desarrollo físico. Niños criados en ambientes de situación de pobreza producen más cortisol (la hormona liberada como respuesta al estrés), y este aumento afecta negativamente, entre otras cosas, a su capacidad de concentración y de autocontrol. Además, la respuesta de estos niños a una situación de estrés puntual como un examen es distinta a la de aquellos con niveles óptimos de esta hormona, influyendo en las capacidades matemática y lectora (aquí). No es de extrañar, pues, que solo el 2% del alumnado de etnia gitana alcance a matricularse en la universidad (aquí).
Hay otras verdades de Perogrullo que son difíciles de contradecir: que en la España del 2017 los heterosexuales y las personas pertenecientes al colectivo LGBTQ han alcanzado la igualdad. Se ha alcanzado la igualdad formal de derechos, ¿qué más hay que conseguir? Los datos nos dicen que España es el país del mundo con mayor índice de aceptación de la homosexualidad[1], con un 88 % de aceptación y 11% de personas que la consideran inaceptable (aquí). Dicho así queda bonito, ¿verdad? Pero, expuesto en otras cifras, la cosa cambia: en torno a cinco millones de españoles considera la homosexualidad inaceptable. Cinco millones. Si se organizaran electoralmente supondrían una fuerza equivalente a Podemos o el PSOE en número de votantes. Frente a esto, la población LGBTQ es, tan siquiera, incuantificable: la cifra consuetudinaria es del 10% (aquí), pero las cifras varían según estudios, que van desde el 4% de media (aquí) hasta la más optimista cifra del 14%, documentada en 2016 entre la población española en la franja de edad 14-29 años (aquí). Las diferencias entre franjas de edad, géneros y países son tan amplias[2] que es poco menos que imposible establecer una muestra significativa que nos permita estudiar sus problemas. Pero se puede intentar. En un reportaje del Huffington Post sobre los problemas de los hombres gays se lee lo siguiente:
“Dependiendo del estudio, los homosexuales tienen entre dos y diez veces más probabilidades de suicidarse que los hetero. Tenemos el doble de posibilidades de sufrir un episodio depresivo grave. Además, parece que los traumas se concentran en los hombres. En un estudio de hombres homosexuales recién llegados a Nueva York, tres cuartos de ellos sufrían ansiedad o depresión, abusaban de las drogas o del alcohol o mantenían relaciones sexuales de riesgo, o una combinación de las tres. Pese a toda la charla sobre «la familia que elegimos«, los hombres gays tienen menos amigos íntimos que los hetero o que las lesbianas. En un estudio realizado entre enfermeros de clínicas de VIH, un participante contó a los investigadores: «No es cuestión de que no sepan cómo salvar su vida. Es cuestión de que sepan si merece la pena salvar su vida» […] En los Países Bajos, donde el matrimonio gay es legal desde 2001, los homosexuales siguen teniendo tres veces más posibilidades de sufrir un trastorno del estado de ánimo que los heterosexuales, y diez veces más de tener una «conducta suicida». En Suecia, donde se celebran uniones civiles desde 1995 y matrimonios desde 2009, los hombres casados con otros hombres presentan una tasa de suicidios tres veces superior a la de hombres casados con mujeres”
Ese mismo artículo habla del “estrés de minorías” para explicar, en parte, los problemas de salud. Y es que pertenecer a una minoría socialmente discriminada afecta a los niveles de cortisol (sí, como la pobreza) y a tu desarrollo fisiológico. Estar constantemente vigilando tu comportamiento.
Además, frente a otras minorías, la población LGBTQ tiene otro hándicap más: su comunidad. Aquellas personas en situación minoritaria por razón de raza o religión encuentran el apoyo de su ambiente familiar más cercano, que, previsiblemente, formará parte de la misma minoría. Aun no siendo una minoría, las mujeres, otro colectivo que sufre las consecuencias negativas de la organización social vigente, tiene la posibilidad de crear estas mismas redes de apoyo. Una persona LGBTQ, no (de nuevo, salvo excepciones puntuales): lo más probable es que haya nacido en una familia de padres heterosexuales, y que en su entorno (incluyendo referentes culturales, especialmente visuales) la homosexualidad/bisexualidad y la transexualidad sea algo totalmente invisible o, como mucho, ejemplificados mediante tokens o en casos de queerbaiting . Hace poco un amigo me hablaba de un caso extremo: una mujer transexual (esto es, cuyo cuerpo desarrolló genitales masculinos pero cuya identidad de género es femenina) nacida en el seno de una familia gitana que la expulsó a la edad de 12 años.
Vivimos en una etapa extraña. Las fallas políticas que cartografiaban nuestra sociedad están siendo desdibujadas y siendo superpuestas por otras, de modo que el tradicional eje izquierda-derecha debe ahora compartir espacio con los partidarios de la globalización frente a los que piden una renacionalización de la política. Es en momentos como estos cuando iniciativas como la de una política basada en la evidencia (¿eso qué es?) son más necesarias que nunca. Pero para ello debemos convertirnos en ciudadanos que se guían no por la inercia de convenciones ideológicas, sino por las evidencias. Como Eratóstenes.
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[1] Y hablo de homosexualidad porque así se refleja en las encuestas, que parecen ignorar las diferencias entre homosexualidad masculina, femenina, bisexualidad, transexualidad, etc.
[2] Estas diferencias pudieran dar lugar (o al menos justificación) a la idea de que la homosexualidad/bisexualidad se debe a la cultura o a la educación que a la biología. Sin embargo, para los que creemos que su origen es genético o, al menos , biológico, nos sitúa frente al problema de saber si, como el ser zurdo (http://news.bbc.co.uk/2/hi/science/nature/3485967.stm ) se ha mantenido en un porcentaje relativamente estable a lo largo de la historia.