Zorba el griego

Zorba el griego

Imagen | Alek Briel

Felizmente derrotado, a los pocos párrafos de iniciar Zorba el griego dejé el lápiz a un lado, pues me recorrió como un chispazo la certidumbre de que en casi cada idea, descripción o diálogo me deslumbraría el hechizo ético y estético de lo sublime.

Zorba el griego se desarrolla entre el viento y el mar y tiene como visible misión reflejar con sus aventuras el puro gozo de vivir. Consiguientemente, Zorba el griego es una novela de la amistad y la alegría. El narrador protagonista, del que no se nos revela el nombre, es un personaje intelectual y de temperamento introvertido que está sumido en una honda búsqueda interior, pues cree que a través de ese árido escarbar que es el análisis espiritual por conceptos y palabras hallará la luz. Pero, gracias al ejemplo del vivir de Zorba, que es de una sencillez intuitiva, fresca y gozosa, se irá dando cuenta de que en realidad la vida se le está escapando como arena entre los dedos: se piensa mucho, pero se vive poco. Esta suerte de Hermann Hesse griego, que se encuentra inmerso en la composición de una obra titulada Buda, tiene el propósito de partir a Creta para liderar una mina de lignito comportamiento extrañamente volitivo en un intelectual acendrado—, pues acaso así logre minar su pesado pensamiento y transmutarlo en acción vivificadora. En la cafetería portuaria de El Pireo que antecede a su viaje, mientras se empapa de las conversaciones de los marineros y se exalta con las variaciones mágicas del paisaje, se produce su encuentro providencial con Zorba, que con un amistoso desparpajo le pide acompañarle en la travesía y formar parte de su próximo destino. Este encuentro y sincronía será la mecha que encienda las luces de la fiesta.

¿Y quién es Zorba, ese hombre bonachón de alma abrupta y cándida? Tiene más de sesenta años, ha probado mujer pero no gusta del matrimonio, ha estado en la guerra, donde fue asesino y redentor, es un amigo inigualable y un saleroso compañero de fiestas, nada ama más, como monje budista de mar, que el desapego de todo y la libertad, camina al compás del azar de los días y acepta como destino cualquier camino que se presente ante sus ojos; le encanta la comida copiosa, el rojo vino, las hogueras crepitantes alumbradas por las estrellas de la costa, cuando el crepúsculo cede a la noche victoriosa, y le embelesa el perfume a salado mar que al sueño precede y su suave deriva gozosa; no piensa antes de hablar, porque su palabra nace, como sus acciones, de su palpitante pulsión vital; es intuitivo, fogoso en el diálogo, muchas veces basto, pero es, como se deduce claramente por esta descripción, una persona muy querida por todos, pues ¿quién puede ignorar desde el corazón esa alegría de niño alocado y esa sabiduría de viejo lobo marino que se refleja en su andar brusco y resuelto y en su noble rostro curtido?

Desde que Don Quijote y Sancho forjaran el arquetipo, los dúos contrarios y complementarios que se lanzan juntamente a la aventura no han cesado de sucederse en la literatura: uno de ellos tiene su núcleo vital en la mente, en una obsesión apasionada y ulteriormente fantástica (Don Quijote); el otro está motivado por un corazón sencillo, que propende a la sensatez intuitiva y a la carcajada limpia (Sancho); los dos, siempre, son buenas y cariñosas personas. Y así ocurre en la amistad que disfrutan el protagonista y Zorba. Aquel se pasma de que Zorba, que no ha abierto un libro nunca y ha llevado una vida errante y dispersa, de un golpe sea capaz de resolver con maña todo tipo de situaciones prácticas y de poner luz y risa a enredos espirituales que a su amigo intelectual suelen enfrascarle en largas meditaciones que no le hacen arribar a puerto alguno; pero, por otro lado, cabe y es justo preguntarse ¿aprende Zorba también del narrador protagonista, del intelectual que disecciona y analiza para aprehender la realidad? Por supuesto, pues en ese trasvase íntimo y dulce que es la amistad una de las premisas naturales e instantáneas es la correspondencia vital: los dos se nutren de la misma fuente que ambos han creado. En los deliciosos diálogos entre Zorba y su amigo se vislumbran concepciones y actitudes nietzscheanas y taoístas, comportando una filosofía de vida que va de la afirmadora alegría a la atenta serenidad. He aquí tres ejemplos (el último goza del eco del If de Kipling):

No hablé. Contestar «¡Sí!» a la necesidad, convertir lo inevitable en voluntad propia; ésa es, quizá, la única vía humana para la salvación. Lo sabía y por eso no hablé. (p.328)

—¡Nuevo camino! —gritó—, nuevos planes, he dejado de acordarme de las cosas pasadas, he dejado de pedir las futuras; qué pasa ahora, en este momento, eso es lo que me interesa. Digo: «¿Qué haces ahora, Zorba?». Duermo. Pues duerme bien. «¿Qué haces ahora, Zorba?». Trabajo. ¡Pues trabaja bien! ¿Qué haces ahora, Zorba? Abrazo a una mujer. ¡Pues abrázala bien, Zorba, olvídalo todo, ninguna otra cosa existe en el mundo, sólo ella  y tú, ¡iza las velas! (p. 330)

Hacía frío, el mar bramaba, Venus, coqueta, apareció por el oriente, toda danza y jugueteo. Yo iba siguiendo la orilla del mar, retozaba con las olas que rompían como si quisieran mojarme, las esquivaba, era feliz, decía: «Ésta es la verdadera felicidad; no tener ninguna ambición y trabajar como un mulo, como si estuvieras lleno de ambiciones; vivir lejos de los hombres y amarlos y no tener necesidad de ellos. Que sea Navidad, y comer y vivir bien, y luego escapar solo a todas las trampas, tener sobre ti las estrellas, a tu izquierda la tierra, a tu derecha el mar, y darte cuenta de pronto de que, en tu corazón, la vida ha realizado su última proeza y se ha convertido en un cuento». (p. 156)

La felicidad desbordante que se respira en cada página de esta novela está íntimamente ligada a la forma en que se cuenta la historia. Hay una continua inocencia en la palabra y en la dichosa danza de las frases. Es un relato directo, sin complicados andamiajes ni altivos arabescos, de una fluidez poética que está en consonancia con el mar, las aves, el alba, dios en cada piedra que en Creta se revela. Cada palabra posee una fuerza inmanente y por tanto la metáfora y halago de que cada palabra está viva, es esencial y no sobra es inmediatamente apreciable para el lector en cuanto se sumerge en sus páginas, quien a través de la prosa de Kazantzakis volverá a descubrir el asombro de la literatura cuando vuelve a su origen, cuando se desviste de complejidades estructurales y laberintos innecesarios y es al fin de nuevo relato oral y poesía que se lanza a narrar confiadamente las experiencias más humanas. Ya en el inicio podemos percibir esta inocente fuerza; asombra ver cómo los verbos, rosa de la oración, eclosionan nítidos:

Lo vi por primera vez en el Pireo. Había ido al puerto a tomar el barco rumbo a Creta. Era casi el alba. Llovía. Soplaba un fuerte siroco y las salpicaduras del mar llegaban hasta el pequeño café. Con las puertas de cristal cerradas, el aire olía a hedor humano y a salvia. Afuera hacía frío y las ventanas se habían empañado. Cinco o seis marineros trasnochados, con sus camisetas marrones de lana de cabra, tomaban café e infusiones de salvia y miraban el mar a través de los enturbiados cristales. (p.15)

Publicada originalmente en griego en 1946, y transmutada al cine en 1964 por Michael Cacoyannis, en español no contábamos de esta novela sino con una muy pretérita traducción a partir del francés, hasta que en 2015 fue rescatada por la editorial Acantilado y traducida magistralmente por la eximia traductora de Tolstói, Selma Ancira, que en esta novela ha sopesado con sumas delicadeza e inteligencia cada mínima sílaba y cada preciso significado y ha creado en español una maravillosa eufonía en cada párrafo. Ella misma ha sido consciente de la importancia de un leal y digno trasvase y de la dificultad que esta novela en concreto le suponía para ello: «La traducción de Zorba el griego marca un hito en mi vida. Era todo un reto, un verdadero desafío conseguir que el lector en español lograra adentrarse en el mundo de Kazantzakis y disfrutarlo con toda la fuerza, la profundidad y la gracia que tiene el original». Agradecidamente, los lectores fieles lo sabemos: al igual que en física existen ecuaciones tan límpidas y perfectas como la célebre de Einstein, también en la labor editorial las hay, y esta conjunción entre la prístina edición de Acantilado, la propia novela de Kazantzakis, nacida del corazón más hondo y noble del ser humano, y la traducción de Selma Ancira es una de las más hermosas ecuaciones literarias que nos podían haber sido deparadas a los lectores en español en los últimos años.

No sé si Zorba el griego es la mejor novela que he leído —ahí está Guerra y paz, ahí está Proust—, pero desde luego es una de las novelas que mejor he leído, con más abierto placer y regocijo. En esta época de pandemia y de global melancolía, yo regalaría sin dudarlo esta fiesta alegre de palabras y de sabia y exultante vida.

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Joaquín Albarracín de la Rosa

Emerson escribió una vez: "Hemos venido a un mundo que es un poema viviente". Esta es la actitud -la pasión- con la que observo y transfiguro el mundo que me rodea. La poesía es la vía que utilizo para pensar cantando.

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