Los dioses lo saben y ustedes pueden confiar en lo que les digo: no estoy definitivamente en contra de los reyes ni de las reinas, sólo les pido que hagan algo de utilidad para el pueblo en una determinada coyuntura social o histórica. El pueblo de que les hablo es la mayoría, aquí y ahora, de los ciudadanos de una población que, más allá de sus apremiantes circunstancias, son capaces de ponerse en el lugar de la humanidad y exigir que se tomen decisiones políticas dirigidas hacia lo mejor que sea posible en ese momento dado. (A continuación, me pongo dentro de ese “pueblo” maduro y autónomo que exige hoy día un cambio de rumbo). El rey del que les hablo es el nuestro, es decir, la cabeza regia de la monarquía parlamentaria que nos gobierna en la actualidad, en España, Felipe VI. Su padre, Juan Carlos I, dicen que hizo algo muy útil en una delicada encrucijada de la post-dictadura franquista, y por ello dicen que se ganó el respeto del pueblo. (Del resto de lo que hacía, no sabíamos demasiado). Bueno, pues algo así le pido, y mejor si es en más de una ocasión.
Por lo menos, sería una deferencia para con “su” pueblo, ya que tan graciosamente le ha permitido ser rey sin haberlo elegido, deprisa, antes de que se desmoronase su sentido en el mar de la corrupción generalizada que nos esquilma y nos martiriza a diario, aunque no siempre aparezca en los medios. Y ha tenido una ocasión de oro durante todo este largo impasse que dicen que hemos sufrido “sin gobierno”, mientras cada uno de los ciudadanos sabía, en cada momento, lo que debía hacer con su vida. Período de nuestra reciente historia negra en la que los políticos profesionales, junto con los que aspiraban a serlo, han estado demostrando día tras día, con tenacidad, por acción puramente estratégica e interesada, o por omisión de sus deberes públicos, una mayúscula incapacidad para la política (para ser buenos políticos, vaya). Basta recordar su falta de educación política que, en este caso, les ha impedido saber dialogar auténticamente y ponerse de acuerdo acerca de unos principios comunes mínimos o básicos. ¿No habría exigido la situación esperpéntica que hemos presenciado la intervención de un rey imparcial y justo, un moderador del juego con altura de miras?
Los ciudadanos griegos de la democracia clásica (la única verdadera, con todos sus defectos, que ha habido) valoraban sobremanera la intervención de un diallaktés, la figura de un mediador, que exhortara a unos y a otros para que cesaran la philonikía, el deseo de ganar siempre a toda costa, el gusto por el enfrentamiento y la rivalidad, provocado por el amor al dinero, la codicia y la arrogancia. Lo cuenta Aristóteles, en su Constitución de los atenienses, referido a Solón, que prohibió en una época de crisis terrible los préstamos que afectaban a la libertad de las personas y condonó las deudas públicas y privadas que llevaban irremediablemente a la pobreza y a la servidumbre, poniendo por delante el bien común y la salvación de la sociedad, apelando a la corresponsabilidad pública en los momentos difíciles. Pero, también entre nosotros, La Constitución política del 78 (cuasi sagrada, cuando interesa) lo puso muy claro, negro sobre blanco, y mientras esté vigente en los mismos términos… Recordemos cómo reza el Artículo 56, apartado 1: “El Rey es el Jefe del Estado, símbolo de su unidad y permanencia, arbitra y modera el funcionamiento regular de las instituciones…” (el subrayado es mío).
Los más críticos con este planteamiento dirán que el Rey no debe intervenir en las decisiones políticas, que su función básica es la de sancionar y refrendar los acuerdos del Parlamento y del Gobierno, o la de representar a nuestro país en el extranjero. En mi opinión, el Rey ha perdido una muy buena oportunidad para ser de utilidad a la democracia, no sólo formalmente, sino de una manera fundamental, durante este período sin “gobierno establecido”; que no de desgobierno, pues, como hemos dicho antes, la gente es lo suficientemente madura como para continuar con su vida y sus obligaciones de una manera responsable y autónoma. Pero esto mismo es lo que ha recalcado recientemente el Rey, en su mensaje navideño de 2016. Incluso, parecía sorprendido de la entereza de su pueblo en estos tiempos tan difíciles, y nos alababa y nos exhortaba a seguir así. Ninguna mención a quienes son los responsables directos de las decisiones políticas que han provocado desigualdad, la precariedad y la pobreza, que han endeudado al país hasta cotas nunca vistas, a aquellos que han secuestrado los beneficios del trabajo y los han trasladado a los paraísos fiscales internacionales, aquellos que han robado vilmente a todos españoles abusando de su cargo público o privado. Pensemos que, con todo lo que se ha “desviado” habría para compensar con creces todos los recortes que se nos han exigido desde Europa, para garantizar que los acreedores (los grandes acreedores sobre todo) puedan recuperar sus inversiones en deuda de los Estados. Pensemos qué gallo nos cantaría si el BCE diera créditos a los Estados, al bajo precio que se los ha otorgado a los Bancos; ninguno estaría endeudado, sino todo lo contrario, saneado y nadando en la abundancia de la inversión pública. Pensemos cuán diferente sería todo, si los responsables públicos se hubieran preocupado de salvar a las personas, como hizo el sabio y justo Solón, y no a los grandes intereses, por miedo a que todo el tinglado de injusticias (beneficiosas para unos pocos) se desmorone. No se ha caído a trozos todavía porque la gente es mucho más madura, pacífica y sensata que sus gobernantes. El primer término de la comparación lo ha dejado dicho el Rey en su discurso; que hablase del segundo se ha echado bastante en falta.
Porque el principal problema que nos acucia no es la crisis económica, la desigualdad y la falta de empleo, sino la impericia o falta de responsabilidad, cuando no la corrupción, de nuestros políticos dedicados toda su vida a la política, incapaces de otra política, indolentes, con nula capacidad creativa, todos ellos muy conservadores (pues aspiran a alcanzar el poder y a conservarlo todo lo que puedan, sean del signo que sean), con frecuencia buscavidas egoístas e insolidarios, que dicen lo que tienen que decir para conseguir lo que quieren conseguir, excelentes actores, ellos…, que son los que tendrían, al menos, que contribuir a resolver los problemas y no a crearlos o a acrecentarlos. No se trata de que el Rey se dirija a nadie en particular durante su discurso, para acusarlo de nada en concreto. Nos bastaría esa noche con que hablara, como siempre, de valores e ideales, pero entreverado su discurso de modos para avanzar hacia esos grandes valores e ideales, al menos unas sugerencias o directrices generales.
¡Que viva el Rey! Pero que haga algo, de verdad necesario, aquí y ahora. Si se dedica a cosas innecesarias o superfluas, sólo formalmente “muy importantes”, pero irreales dada nuestra actualidad presente, vivida y sufrida en nuestras propias carnes (lo cual es imposible vivirlo desde un palacio dorado o una torre de marfil), su función puede ir deviniendo prescindible a pasos agigantados.
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Imagen| Solón, Merry-Joseph Blondel (1781-1853)