¿Una tarea de héroes?

¿Una tarea de héroes?

Imagen| Rafa Guardiola, «Horizonte»

«No deberíamos haber nacido, pero ya que hemos nacido no deberíamos morir» afirmó el filósofo y escritor jesuita Baltasar Gracián en pleno siglo XVII, en un arrebato de pesimismo barroco o de grosero realismo, según se mire. Ya que hemos nacido, nos solemos acostumbrar a lo que llamamos vivir y no pocas veces nos sentimos inmortales, sobre todo, cuando disfrutamos de las mieles de la juventud y del “esplendor sobre la hierba” del verso de William Wordsworth convertido en leitmotiv en la memorable película de Elia Kazan. Unamuno estaba obsesionado con que alguien le pudiese robar su yo y, por ende, con lograr la inmortalidad en las obras que pudiéramos dejar en nuestro paso por este cristiano valle de lágrimas, con independencia de los anhelos trascendentes. Y los existencialistas del primer tercio del siglo pasado se empeñaron en bautizarnos como “seres para la muerte” y en poner de moda el color negro en las ropas que aderezaban sus graves rostros. Pero lo que muchos no saben es que estos mismos filósofos, aparentemente cenizos y aguafiestas a más no poder, se empeñaron en recordarnos una y otra vez nuestros límites, con la clara intención de reivindicar la radicalidad de nuestra vida, nuestra vitalidad, casi en sentido nietzscheano. Se trata de extraer el máximo jugo a nuestra existencia finita, evitar la perturbación y preparar las mejores condiciones para las generaciones futuras. Por otra parte, no debemos temer a la muerte, subraya Epicuro de Samos en el siglo IV a C, pues no somos más que un conjunto de átomos materiales que se descomponen tras el último aliento, y no está mal disfrutar de la libertad, nuestro principal tesoro, en palabras de Sartre, aunque no confiemos en el consuelo religioso de la resurrección, la reencarnación o cualquier otro tipo de supervivencia ultraterrena.

El transhumanismo contemporáneo es otro cantar. La ingeniería genética y el desarrollo tecnológico auspiciado por las neurociencias nos anuncian a bombo y platillo la victoria definitiva y a corto plazo ante el sufrimiento, el deterioro connatural al envejecimiento y la mismísima muerte, haciendo inviable una nueva salida del Príncipe Siddharta con fines pedagógicos. ¿Hay un lugar para la religión sin el horizonte de la muerte? Y si me apuran, podría ocurrir que muchos de los que nos dedicamos a la filosofía nos quedáramos sin trabajo, paralizados sine die, al ser despojados de las profundidades del dilema de Hamlet. Y, al margen de estas cuestiones gremiales, ¿a usted le gustaría ser inmortal? Yo me lo estoy pensando muy seriamente, sobre todo, después de releer, una vez más, el hipnótico relato El inmortal de Jorge Luis Borges. “Ser inmortal es baladí –dice el protagonista-; menos el hombre, todas las criaturas lo son, pues ignoran la muerte; lo divino, lo terrible, lo incomprensible, es saberse inmortal”.

Ser inmortal no es un deseo universal. Leo en la red recientemente, las declaraciones de una ilustre chechena, Koko Istambulova, quien previsiblemente cumplirá 129 años dentro de un mes.”Mi vida ha sido miserable, he sido infeliz toda mi vida, cada día de mis 128 años, no recuerdo días felices… Y cuando me preguntan qué hice para vivir tanto, siempre respondo lo mismo: no hice nada, no tengo ni idea de cómo he vivido tanto. Yo dije, lo considero un castigo de Dios«, es el resumen amargo y desalentador de una existencia dilatada en el tiempo. Una existencia tejida con los mimbres de las penurias vividas en el imperio de los zares, con las consecuencias del advenimiento de la revolución de 1917, de la destrucción transcrita en el rostro de dos guerras mundiales o la represión en la era de Stalin o en la historia reciente de la Federación Rusa, y la huella indeleble de la muerte de los hijos. Aun así, Koko Istambulova sigue porfiando por cumplir años, quiere seguir viviendo su “castigo divino”. Algo que señaló el norte de la existencia de seres extraordinarios que he tenido el placer de conocer, como mi antiguo alumno malagueño, Eduardo Pérez Godoy, fallecido a los 31 años, que convivió desde la infancia con la enfermedad y los rigores de la cirugía, y fue fiel reflejo del poder creador de la vida, del imperio apasionado de la inteligencia, de la sonrisa irónica y poderosa que derrocha valentía y cariño. ¡Qué fácil es deshacerse en elogios al hablar de Eduardo! Sus dedos nerviosos se deslizaron con una agilidad asombrosa por el tablero de ajedrez de la vida, enhebrando ríos de curiosidad y afecto, saboreando el néctar agridulce de la existencia con la luz de la razón y el calor de la amistad más sincera. Siempre que me acuerdo de Eduardo pienso que nuestra vida es, tal vez, una tarea de héroes.

Para vivir, tenemos inevitablemente que elegir, que tomar decisiones, pues la libertad en sentido positivo es la capacidad para adoptarlas, con independencia de padecer o no coacciones (salvo en el caso de que algo nos prive de nuestra conciencia, de que “nos roben el yo” unamuniano). No podemos dejar de elegir, estamos “condenados” a ello, queramos o no. Y eso que los psicólogos dicen que las personas que carecen de un entrenamiento adecuado, no son conscientes de que están constantemente tomando decisiones. Sea como fuere, el genial filósofo, novelista, dramaturgo, ensayista y periodista Albert Camus nos sugiere en El mito de Sísifo que “no hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio”, y que “la gente se suicida rara vez por reflexión; lo que desencadena la crisis es casi siempre incontrolable”. Rara vez es una “decisión consciente” y, pese a todo, se trata de un singular ejercicio de esa libertad a la que nos condena la existencia. Me emociono al escribir estas palabras, porque no puedo ni quiero evitar el doloroso recuerdo del suicidio de un alumno de Bachillerato mallorquín, Pau C.F., del que fui tutor además de profesor de Filosofía. Tras su muerte pocas cosas quedaban por explicar en mis clases. Se trataba de repasar nuestras señas de identidad, de someter a una severa revisión nuestros sistemas de creencias, de tomar aire, respirar profundamente, y abrazar nerviosamente los tesoros de los sentidos, el laberinto de los afectos y el sentido de nuestras acciones individuales y colectivas. No me dio tiempo a abrazar a todos mis alumnos en aquella concurrida iglesia donde se celebró el funeral, y me dediqué a esta tarea, de un modo u otro, hasta que finalizó el curso. En el silencio sobrecogedor de la primera clase sin Pau recordé en público su último gesto. Pau me sonrió con los ojos, con unos ojos de amplias pestañas, muy abiertos y llenos de vida, al verme salir de los Juzgados de Palma. Pau acababa de abandonar el Instituto, había cruzado la calle Vía Alemania con su mochila cargada de libros y, quizá con una carga más pesada, y se había encontrado con los ojos del hombre más feliz del mundo: yo acababa de casarme.

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Rafael Guardiola Iranzo

Licenciado en Filosofía por la Universidad Autónoma de Madrid, ha tratado de conciliar, desde entonces, sus dos hemisferios cerebrales, de acuerdo con sus intereses: de un lado, la Lógica, y de otro, la Estética y la reflexión sobre las artes. Profesor de Filosofía desde 1985, en Centros de Bachillerato y Secundaria de Madrid, Palma de Mallorca y Málaga, es el actual Presidente de la Asociación Andaluza de Filosofía, y tiene a gala ser miembro de la Sociedad Española de Filosofía Analítica y coordinar la Plataforma Malagueña en Defensa de la Filosofía. Ha organizado las siete ediciones de la Olimpiada Filosófica de Andalucía en colaboración con Antonio Sánchez Millán y la Final de la VI Olimpiada Filosófica de España en la ciudad de Málaga, una clara muestra, a su juicio, del papel social de la Filosofía y una valiosa cantera de pensadores críticos. Empeñado en que la Filosofía esté en el tejido de la vida cotidiana, colabora habitualmente en la sección de Opinión de “El Mirador de Churriana”, Diario Local del Distrito nº8 de Málaga, ciudad en la que trabaja desde 1994. Es, asimismo, coautor del libro Los Otros. Taller de Filosofía en torno al diálogo platónico Eutifrón (2019) y de traducciones de libros que están en sintonía con sus debilidades especulativas: Cornford, F.M. (1987). Principium sapientiae. Los orígenes del pensamiento filosófico griego. Madrid: Visor; Goodman, N. (1995). De la mente y otras materias. Madrid: Visor; Podro, M. (2001). Los historiadores del arte críticos. Madrid: Antonio Machado Libros; y Fried, M. (2004). Arte y objetualidad. Madrid: Antonio Machado Libros. Ha publicado artículos y reseñas en revistas como Revista de Occidente, Theoria, La balsa de la Medusa, Alfa, Sociedad, Café Montaigne y Filosofía para Niños, y participado en Proyectos de innovación Educativa y Grupos de Trabajo, auspiciados por la Junta de Andalucía. Su mayor mérito: haber recibido ya, por parte del Ayuntamiento de Málaga, un homenaje a su trayectoria como docente, sin haberse jubilado ni haber muerto.

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