Un par de comentarios especulativos sobre el masculino genérico desde la Propuesta de acuerdo sobre el lenguaje inclusivo, de A. Grijelmo

Un par de comentarios especulativos sobre el masculino genérico desde la Propuesta de acuerdo sobre el lenguaje inclusivo, de A. Grijelmo

Imagen|Alek Briel 

Para cualquier amante del idioma español, y sobre todo de sus palabras y su gramática, los libros y artículos de Álex Grijelmo han adquirido la categoría de imprescindibles, básicos de biblioteca. Y, aunque sigamos extrañando los afilados “dardos” de Lázaro Carreter, podemos respirar tranquilos sabiendo que Grijelmo continuará con sus periódicas entregas en la prensa y obsequiándonos con ejemplares tan memorables como La seducción de las palabras o La gramática descomplicada. Así también, su última entrega: Propuesta de acuerdo sobre el lenguaje inclusivo.

            Atento observador y estudioso de la lengua viva, Grijelmo no eludió la polémica cuando esta se presentaba y se enfrascó en el acalorado debate acerca de la presunta inclusividad o no de nuestro idioma. Huelga recordar, no obstante, que el tema no es nuevo −ya había sido abordado hacía décadas− y que ha sido solo desde hace unos cuantos años, con el feminismo situado en la agenda mediática, que esta cuestión ha vuelto a la discusión, si bien ahora con una dimensión manifiestamente pública.

No es mi objetivo, en este espacio, resumir este interesante y documentado libro de Grijelmo. El título permite, en buena medida, adivinar la postura y la propuesta del autor, a saber: buscar un espacio de consenso entre las posiciones más conservadoras (por lo común, defendidas desde las “academias”) y las más radicales (presentes, en la mayoría de los casos, en las “guías” para un uso no sexista de la lengua). Dos lecturas previas a este libro, conviene dejar constancia de las deudas, ya me habían ayudado a despejar parte del camino en esta querelle. Por un lado, El género y la lengua, dePedro Álvarez de Miranda, destacado académico de la RAE (y, por cierto, conocido también por su amor a las palabras; véase, verbigracia, su Más que palabras) y, por otro, la respuesta (en parte) de María Martín, feminista y activista, en Ni por favor, ni por favora. Desahogadas sus respectivas posturas, debo confesar que, en términos generales, me resultó más convincente la propuesta de Martín. Es más, creo que el conflicto sobre el que asentaban sus argumentos y medidas, es decir, sobre cuál era el verdadero principio que rige el funcionamiento de la lengua, el de la “economía” (o mínimo esfuerzo) en un caso (p. 9) y el de la “no ambigüedad” en el otro (p. 60), no son excluyentes y, en consecuencia, no es forzoso tener que tomar partido por uno de ellos. Efectivamente, dependiendo de los usos y los contextos, puede prevalecer uno u otro aspecto.

Pero tampoco es mi propósito aquí comentar sendos textos, por mucha enjundia que entrañen, sino la más reciente publicación de Grijelmo. Y, además, como se indica en el título, tengo la intención de abordar, de manera especulativa, un par de cuestiones, de las muchas que aborda este libro.

Vayamos con la primera. Grijelmo dedica prácticamente el primer capítulo del libro a desmontar una idea, a su juicio errónea, acerca del presunto machismo de la lengua española, producto, según sostienen sus adalides, del patriarcado. Grijelmo, en este punto, procede por vía doble. Por un lado, y amparándose en los estudios de lingüística sobre el indoeuropeo (esa proto-lengua de la que se derivó, entre otros muchos idiomas, el latín y luego el español), nos recuerda cómo este estableció primeramente dos géneros para distinguir entre seres animados e inanimados y, solo después, y para identificar de entre los animados a las hembras de los machos, se vio obligado a especificar un género femenino para diferenciarlo del genérico animado. La discordia vendría luego al tener, a su vez, que reconocer un masculino en contraposición a ese nuevo femenino explicitado, utilizando de nuevo el genérico animado para ello. O dicho con un ejemplo que servirá para ilustrar la reconstrucción de lo acontecido: que de la palabra “trabajador” salió “trabajadora”, pero no “trabajadoro” (sino “trabajador”). De modo que, y expresado con la ironía que caracteriza a Grijelmo, a diferencia de lo que se sostiene en la Biblia, podríamos afirmar que el género femenino no habría salido de una “costilla” masculina, sino de una genérica.

El segundo argumento que utiliza Grijelmo para tratar de invalidar el presunto machismo de la lengua tiene lugar a raíz de un análisis comparativo con otros idiomas. La estrategia es sencilla: si se defiende que el español es por defecto excluyente y que esto es consecuencia del patriarcado que fluye por su gramática, entonces los idiomas en donde no existieran los géneros o, incluso, en donde el genérico fuera en femenino, tendrían que florecer en sociedades más igualitarias e inclusivas. Pues bien, resulta que tampoco. Ni los países de habla inglesa, donde los sustantivos y adjetivos carecen de género, aunque no así los pronombres personales ni los posesivos; ni lenguas como con el turco, prácticamente sin género; ni el afaro en Etiopía, con un femenino genérico, por poner algunos ejemplos, han demostrado ser sociedades menos machistas que la nuestra.

Lo anterior, deduce Grijelmo, nos permite advertir que nos hallamos frente una falacia, es decir, dos hechos yuxtapuestos no implican una relación de causalidad entre uno y otro: que el indoeuropeo se construyera en una sociedad patriarcal, no permite deducir que el masculino genérico sea consecuencia de ello. De modo que, según él, no hay evidencia alguna de que el masculino genérico sea una imposición de los hombres sobre las mujeres y, por tanto, «no debe considerarse machista, ni masculinista, ni androcéntrico» (p. 232) por sí mismo; lo que todo caso podría serlo es el contexto y el uso por parte de las y los hablantes.

Se la agradece, y mucho, a Grijelmo (y también a los y las especialistas que se han dedicado a reconstruir el indoeuropeo y aclarar estas cuestiones: F. Rodríguez Adrados, M. A. Calero, J. F. Ledo-Lemos) situar el debate sobre las bases científicas de la lingüística. Pero hay una observación que, tal vez, nos permitiera especular (estamos hablando de algo sucedido hace cinco milenios) en otro sentido. El primer pasaje, que en cuestión me gustaría comentar, es el siguiente:

Parece probable que en algún momento sí sintieran sus individuos [del Neolítico] la necesidad de nombrar a personas y animales del sexo femenino, una vez consolidadas las primitivas sociedades ganaderas y agrícolas. La influencia del factor reproductivo de los animales y su relevancia para el ser humano queda patente […] Es probable que el genérico que abarcaba a hombres y a mujeres (y luego también solamente a hombres) se especializara como fruto no de una dominación masculina, sino, por el contrario, de la importancia que todos los hablantes dieron a la condición femenina. No en el sentido que ahora emplearíamos, desde luego, pero sí con una visión práctica y descriptiva de la vida (pp. 21-2, cursivas mías).

Hay varias preguntas, especulativas todas ellas, que me inspiran este pasaje: ¿Fue la necesidad de destacar y distinguir a un conjunto concreto de seres animados −mujeres y hembras−, por su particular relevancia para la reproducción, lo que justificó la necesidad de inventar el género femenino? ¿La “importancia” que ameritó resaltar precisamente estas capacidades y no otras (por ejemplo, creativas o intelectuales), fue de todos (masculino genérico: todos y todas) o solo de todos (masculino específico: todos los hombres)? ¿Hay alguna relación entre esa visión “práctica y descriptiva” de las hembras con el mandato de género que el patriarcado asigna a las mujeres? En suma, ¿late un incipiente androcentrismo en la motivación de visibilizar, entre los seres animados, a las hembras?

            El apoyo para sustentar la pertinencia o no de estas preguntas ha sido extraído precisamente de uno de los ejemplos aportados por el propio Grijelmo. En algún punto, él mismo repara en el hecho de que, a la hora de establecer semejante distinción, no pareció interesar en rigor la diversa genitalidad que presentaban los seres animados; no había, por así decir, un genuino interés taxonómico-anatómico; lo que parece que de verdad importaba, sin embargo, era discriminar el sexo de aquellos animales imprescindibles para el sustento vital, es decir, el de los animales domésticos. Así se explicaría, según Grijelmo, el especial cuidado a la hora de identificar el sexo de estos animales ayudándonos de nombres heterónimos (distintos en función de su sexo): toro y vaca, caballo y yegua, gallo y gallina, etc.; o de nombres flexionados (en el artículo y/o el sustantivo): los perros y las perras, los cerdos y las cerdas, etc., pero también, la peculiar despreocupación por el sexo de los animales salvajes a los que, no por caso, solemos asignarles nombres epicenos (con un solo género para ambos sexos): las jirafas, las ballenas, los mosquitos, etc. Una mirada al reino vegetal, y dejando por un momento de lado el texto de Grijelmo, podría revelar aspectos igualmente interesantes. En Un dinosaurio en un pajar, Stephen J. Gould ha evidenciado con su acostumbrada mordacidad cómo, para el caso de la botánica, las veinticuatro clases que Linneo llegó a reconocer en la que es considerada la primera propuesta de taxonomía sexual −recuérdese: en función del número y la disposición de los órganos masculinos (estambres) y femeninos (pistilos) en las flores− no era sino un reflejo, a pesar de su aparente neutralidad, de la moral social conservadora y sexista del s. XVIII (pp. 435 y ss). Así las cosas, y sin pretender equiparar sendos eventos, cabría formularse unas cuantas preguntas: ¿Qué importa más en la anterior distinción (la de los animales de Grijelmo), el sexo o su valor doméstico? ¿Es fruto del azar que las mujeres, como las hembras de los animales domésticos, tuvieran nombres específicos o marcas de género? A propósito de esto último, ¿a qué se debe que, en la actualidad, determinados gremios profesionales sean siempre referidos en femenino: las enfermeras, las limpiadoras, las niñeras…? ¿Por qué no decimos las médicas, las juezas (o las jueces), etc.? ¿Puede atribuirse a la casualidad que los “cuidados” −como lo reproductivo, lo doméstico, etc.− vayan siempre en femenino?

            Richard Wrangham, por aquello de continuar en el terreno de la especulación, ha propuesto una interesantísima y holística hipótesis para completar la tesis antropológica, célebre por lo demás (aunque no por ello menos discutida), de que la caza nos hizo humanos. En su libro En llamas, Wrangham sostiene que el cazador solo era posible si tenía a su disposición una cocinera. No podemos demorarnos en la compleja reconstrucción de su argumentación (pp. 141 y ss.), pero lo interesante, para este particular, es que sin fuego y sin cocina es inviable −nutricionalmente hablando− la mera caza y que fue, en razón de ello, que se produjo la división sexual del trabajo: los hombres podían salir a cazar porque las mujeres −además de gestar, lactar y cuidar− se quedaban a recolectar y cocinar. Una vez más, aunque el término resulte anacrónico, la mujer es importante por su papel indispensable en la producción y reproducción de lo doméstico. Con lo anterior presente, ¿es tan neutral la aparición de género femenino en el indoeuropeo?

            Prosigamos con el segundo comentario especulativo que me gustaría esbozar. En el anterior pasaje citado, Grijelmo hacía una observación de carácter temporal que también merecería ser leída con atención. Recordemos: “la importancia que todos los hablantes dieron a la condición femenina. No en el sentido que ahora emplearíamos, desde luego, pero sí con una visión práctica y descriptiva de la vida” (cursivas mías). Como ya se ha insinuado merced a una serie de preguntas, podría suceder que detrás de esa “visión práctica y descriptiva de la vida” se guareciera sibilinamente el patriarcado. Pero vayamos con la observación, a modo de reserva, que he destacado ahora en la cita. Esta, qué duda cabe, se prestaría fácilmente a diversas interpretaciones: ¿Está sugiriendo Grijelmo que nuestra idea de la condición femenina ha cambiado? Si es el caso, como parece, ¿desde qué concepción y hacia cuál otra? Asumamos por un momento que Grijelmo estuviera señalando que hemos avanzado hacia sociedades más igualitarias, más feministas, ¿podría suscitar este cambio una contrapartida en el lenguaje de un tenor similar? Por ejemplo, ¿con el uso de duplicativos −dejemos para otro texto las triplicaciones “no binarias”− que especificaran explicita, y no tácitamente, el género femenino? ¿Y con la aparición de un neologismo genérico distinto al masculino específico?

            Aunque Grijelmo se muestra partidario de un uso “moderado” del lenguaje inclusivo, −como también Martín; de ahí el subtítulo de su libro: Cómo hablar con lenguaje inclusivo sin que se note (demasiado)−, es decir y para entendernos, de no tener que llegar a extremos tales como para vernos en la tesitura de decir: “el perro y la perra son el mejor amigo y amiga del hombre y la mujer”; este sin embargo señala que «no se debe confundir “ausencia del género femenino” en el significante con “invisibilidad de las mujeres” en el significado» (p. 66). Es decir, según Grijelmo, la convención gramatical y el contexto permitirían asimismo un uso legítimo −no machista− del masculino genérico. Aunque entiendo el argumento de Grijelmo, comprendo igualmente que haya muchas mujeres que puedan sentirse insatisfechas con él[1]. Como declara Martín en las primeras páginas de su libro: «Sé perfectamente que el masculino es el género gramatical designado por la lengua española como no marcado y que emplearlo es correcto. Aunque es machista. Así que cuando se emplea, me siento molesta» (p. 19). ¿Debería el lenguaje reflejar esta inconformidad, si un uso generalizado en contra de la norma actual se empezara a propagar? Ni Grijelmo, ni creo incluso que Álvarez de Miranda, se opondrían a reconocer, llegado el caso, un uso asentado por los y las hablantes, verdaderos soberanos y soberanas de la lengua. Ahora bien, y mientras se normalizan o no estos nuevos usos, ¿se aceptarían, a falta de un sintagma más afortunado, las “acciones afirmativas” en la lengua (por ej. los desdoblamientos inclusivos, la corrección de usos sexistas, etc.), tal y como se emprenden en política? Pues bien, es en este punto donde vuelven a asomar las discrepancias entre los autores y autoras, y no tanto por las previsibles dificultades para aplicarlas en la pragmática del lenguaje cotidiano (como ha demostrado, y diría que con acierto, Grijelmo, pp. 34 y ss), sino por las diferentes concepciones que se manejan sobre el lenguaje. Todo depende del poder que se le reconozca a este: ¿el lenguaje refleja los cambios sociales y culturales o también puede producirlos? Si solo los refleja, la estrategia pasaría inexorablemente por cambiar previamente la realidad, pero ¿y si también contribuyera a modificarlos? Sea como sea, Grijelmo estaría más cercano a la primera postura (pp. 52-3) y Martín, a la segunda (p. 12). Lo importante, en cualquier caso, es que incluso Grijelmo admitiría que esas “acciones afirmativas” en el lenguaje público −político, administrativo, periodístico, etc.− servirían «legítimamente hoy como un símbolo de que se comparte esa lucha por la desigualdad» (p. 115). Ahora bien, mientras que, para él, en una hipotética realidad feminista de facto estas “intervenciones” dejarían de tener sentido y serían abandonadas, para Martín, estas lo mantendrían por entero, aunque probablemente no con el mismo significado político.

Y con esto me gustaría concluir este texto. Pese a las diferencias, tal vez merezca la pena buscar acuerdos cuando la causa lo merece, aunque no siempre se compartan ni los argumentos ni los medios en su integridad. De ahí el título del libro de Grijelmo: Propuesta de acuerdo. Así y todo, se trata de mera propuesta (razonada, aunque propuesta al cabo), pues serán los y las hablantes −y no les ministres de l’éducation− quienes tengan la última palabra.   

Bibliografía:

Álvarez de Miranda, P., El género y la lengua, Turner, Madrid, 2018.

Gould, J. S., Un dinosaurio en un pajar, Crítica, Barcelona, 1997.

Grijelmo, A., Propuesta de acuerdo sobre el lenguaje inclusivo, Taurus, México, 2021.

Martín, M., Ni por favor, ni por favora. Cómo hablar con lenguaje inclusivo sin que se note (demasiado), Catarata, Madrid, 2019.

Wrangham, R., En llamas. Cómo la cocina nos hizo humanos, Capitán Swing, Madrid, 2019.


[1] Este texto empezó a gestarse, valga la retroactividad de la observación, hace unos años cuando invitado a ser parte de la asamblea del Instituto de Liderazgo Simone de Beauvoir experimenté cómo las y los componentes éramos interpelados desde un −inaudito para mí− femenino genérico (o no marcado). A la perplejidad inicial (¿por qué no se nos incluía?), le siguió de inmediato una aceptación estratégica de su uso y, al poco, una familiaridad similar a la de cualquier otro nuevo hábito adquirido.

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About Author

Fabio Vélez

Es licenciado en Filosofía por la Universidad Autónoma de Madrid y doctor en Teoría de la Literatura y Literatura Comparada por la misma universidad y la Università di Urbino. Pertenece al Sistema Nacional de Investigadores Mexicano (nivel 1). Actualmente, es profesor de Estética en la Facultad de Arquitectura de la UNAM. Entre sus publicaciones destacan La palabra y la espada. A vueltas con Hobbes, Antes de Babel. Una historia retórica del traducción, Desfiguraciones. Ensayos sobre Paul de Man.

Comments

  1. L.Manteiga Pousa
    L.Manteiga Pousa 26 junio, 2023, 16:44

    Hay bastantes cosas que no entiendo. Términos como doctor, juez, actor…me parecen neutros, deberían valer tanto para hombres como para mujeres. Tampoco entiendo muy bien porqué la terminación en o se considera masculina y la terminación en a femenina y la en e neutra. Siendo así, por ejemplo, el término poeta ya sería femenino, el masculino sería poeto, y no es el caso. O las términadas en a como pediatra, policía, fútbolista…¿también hay que masculinizarlas terminandolas en o? Y hay otras que ya de por si son neutras, como presidente, deberían valer para todos, y sin embargo se empeñan en feminizarla. Son sólo algunos de los casos que hay de incoherencias, de las muchas que hay, en torno a todo esto del llamado lenguaje inclusivo.

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  2. L.Manteiga Pousa
    L.Manteiga Pousa 27 junio, 2023, 23:38

    Bueno, la terminación en e podría ser considerada neutra, o polivalente, pero últimamente la acepción que se le da es otra. Recordemos lo de todos, todas y todes. Pero es muy contradictorio. Porque por ejemplo presidente o teniente o terrateniente no tienen esa acepción que ahora se les da. Deberían ser validas para todo porque si no es así tendíamos que decir presidenta y presidento, tenienta y teniento, terratenienta y terrateniento. Estamos yendo cara un gran absurdo con este tema. Y hay muchísimos más ejemplos.

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  3. L.Manteiga Pousa
    L.Manteiga Pousa 27 junio, 2023, 23:58

    Bueno, la terminación en e podría ser considerada neutral, o polivalente, pero esta no es la acepción que se le está dando últimamente. Recordemos lo de todos, todas y todes. Por ejemplo términos como presidente, teniente y terrateniente deberían poder valer para todo, porque no tienen esta última acepción, porque son neutrales. Porque si no tendríamos que decir presidenta y presidento, tenienta y teniento, terratenienta y terrateniento. Y esta no es más que una de las muchas incoherencias que hay con este tema. Estamos yendo hacia el absurdo en este sentido.

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