“¡Es la última vez que te encargo que transmitas una información a nuestros alumnos!”. Con estas palabras me “sentenció” –medio en serio, medio en broma- un lúcido y mordaz doctor en Ciencias Químicas, compañero de trabajo y de fechorías en el Instituto malagueño en el que eché raíces hace veintidós cursos. ¿A qué se debió semejante reacción? Mi amigo científico certificó con su veredicto, “que no soy de fiar”, porque el alumnado que compartíamos no había asistido a una interesante conferencia sobre cuestiones físicas en el Rectorado de la Universidad de Málaga, que yo anunciara a bombo y platillo antes de impartir mi clase, por indicación suya, porque mis pupilos pensaban que no hablaba en serio, como es habitual. Los que así pensaban, incurrieron en una falacia, cometieron un error en la argumentación que se conoce técnicamente como falacia ad hominem. En estos argumentos deducimos que una afirmación es falsa si ésta ha sido proferida o escrita por A (una persona, un grupo o una entidad) y A (una persona, un grupo o una entidad) no es digna de consideración o no es fiable por determinados motivos. La falsedad no se deriva de lo dicho, sino de quién lo dice. En mi ejemplo, la cosa sería más o menos así: “Mañana no habrá una conferencia sobre física en el Rectorado de la Universidad de Málaga, porque la información nos la ha proporcionado Rafael Guardiola y este profesor de Filosofía no es de fiar, ya que es muy aficionado a gastar bromas.” Un caso particular de esta falacia, la llamada “falacia tu quoque” prolifera demasiado en los debates a los que nos tienen acostumbrados muchos políticos, aficionados a argumentar diciendo: “y tú más”, “y tú también”. Se devuelve la ofensa al acusador cuando la gente se queda sin argumentos de entidad. Así que ya saben, les recomiendo que pongan en cuarentena mis declaraciones, porque mi gusto por el humor me ha convertido en un sujeto poco recomendable, como le debe pasar al filósofo taoísta, lógico, matemático, pianista, mago y humorista norteamericano Raymond Smullyan, pese a su avanzada edad.
El viejo Aristóteles y los filósofos británicos John Locke y John Stuart Mill se hicieron especial eco de razonamientos engañosos como el anteriormente citado, y la tradición los incluyó en la categoría de falacias “no formales” y, más concretamente, en “falacias de pertinencia”. La más conocida por todo aquel que ha sido hijo, asalariado o súbdito de una dictadura se conoce como falacia ad baculum, y hace las delicias de los que argumentan con el bastón de mando o incluso a bastonazos. Se trata del argumento de autoridad de los que ostentan el poder y suelen legitimarlo con la fuerza, especialmente la “bruta”. Supongamos que A tiene cierto poder y dominio sobre B, y que A afirma algo o muestra su deseo de que suceda algo que B no está dispuesto, en principio, a admitir, aceptar o tolerar. Pero como A tiene el poder, B se verá obligado a admitirlo, aceptarlo o tolerarlo. Todos hemos escuchado alguna vez esta expresión tan democrática: “Y esto es así, o deberá hacerse así, porque lo digo yo”. Hay quien no oculta sus intenciones lógicas cuando dice a sus alumnos que el aprobado es más fácil obsequiando al profesorado con un jamón de pata negra.
Pero hay otras formas de ejercer la autoridad, sin necesidad de revisar los profundos análisis sobre ésta del eminente sociólogo Max Weber. La falacia ad verecundiam se produce como consecuencia de la solvencia cognitiva de una autoridad intelectual. Albert Einstein es el prototipo del sabio científico del siglo XX, una persona respetable –no como yo- en la mayor parte del mundo, a pesar de lo que se ha publicado sobre las sombras de su vida familiar. Por consiguiente, los que confiamos en los poderes de su intelecto estaríamos dispuestos a admitir como cierta una falsedad (por ejemplo, que dos más dos es igual a cinco, que una esposa debe obedecer ciegamente a su marido o que Stalin fue un famoso sexador de pollos georgiano) simplemente porque hubiese salido de la boca de Einstein. Les confieso que me producen un efecto parecido las noticias que nos anuncian resultados sorprendentes, aunque sea sobre las propiedades afrodisíacas del repollo, simplemente porque el estudio citado se ha llevado a cabo en una Universidad norteamericana. En el polo opuesto nos encontramos con la falacia ad ignorantiam. Ésta se produce cuando afirmamos que algo es verdadero o falso, simplemente porque desconocemos su verdad o falsedad de manera fehaciente, o porque no se ha probado que sea verdadero o falso. “Como no hay pruebas de que no soy el actual amante de Scarlett Johansson, y mis conocidos saben de mi admiración por esta sensual actriz, es cierto que estamos viviendo un tórrido romance”. Esta falacia protagoniza no pocos programas televisivos y revistas “del corazón” y es, sin duda, el argumento preferido de la líder de ventas de libros en España, Dña. Belén Esteban.
Las campañas electorales suelen poner de moda el poder de las falacias ad populum, aquellos argumentos que pretenden convencer al receptor apelando al mundo de los sentimientos (compasión, agradecimiento, odio, amor…). La razón se va de vacaciones con todos los gastos pagados y nos sumergimos en el complejo entramado de los afectos. “No te sientes al lado de aquel hombre con turbante porque seguro que es un terrorista suicida”, “aléjate de ese inmigrante con rasgos indígenas porque te va a robar en cuanto tenga ocasión”, “no dejes que ese melenudo se acerque a tu hijo, porque le incitará a consumir droga”, “no votes a C porque es afroamericano”, “vota a D, aunque haya sido condenado por tráfico de influencias, porque es muy buena persona y va a misa todos los domingos”, son ejemplos de argumentos falaces que nos tocan el corazón y, en ocasiones, delimitan “lo políticamente incorrecto”.
A la vista de lo dicho, ¿tenemos los humanos una perversa propensión hacia el engaño deliberado? Y siguiendo el hilo argumental de mis artículos anteriores: ¿tienen las falacias un valor adaptativo para nuestra especie? ¿Para qué nos sirve la verdad? No en vano, los Sofistas se ganaban la vida en el siglo V a de C. con sus argumentos falaces y persuasivos, algunos lingüistas del siglo pasado incluyeron la “prevaricación” dentro de la relación de “funciones del lenguaje”, y el famoso entrenador canino mexicano César Millán, el “encantador de perros” de la televisión, se atrevió a declarar a un periódico que “las personas son los únicos animales que eligen líderes mentirosos”.
Leer más en Homonosapiens| ¿La ambigüedad de los lenguajes naturales es una desventaja adaptativa? Desde un punto de vista lógico ¿Argumentando se entiende la gente?
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Estupendo final.
Me da que pensar… y pienso que es más que probable que las falacias tengan un valor adaptativo. Somos plastilina. Para lo bueno y para lo malo. Sí creo que de forma individual la falacia valga a muchos para adaptarse, sin embargo, si esto es así es porque no han sido capaces de adaptarse a través de otros métodos o con otros recursos, digamos, más éticos.
Si salimos del plano individual, sí que pienso que la verdad vale, y que vale mucho. Habiendo opinado que la falacia puede tener una función adaptativa en el plano individual, es lógico que la verdad no sea LA manera de adaptarse de todos los individuos. Sin embargo, quiero pensar, que la verdad sí que es la base de la supervivencia como especie. La verdad es transparencia, o al menos la intención de verdad es transparencia. Como respuesta a este mundo de falacias no nos queda otra. Porque, ¿qué pasaría si a la falacia se le respondiese con otra falacia y así continuamente? La ya compleja realidad se vería viciada, insegura, impredecible, desconfiable.
Vaya manada de humanos que estamos hechos. Solo me falta pensar, para no perder la esperanza, que César Millán se equivocaba en una palabra: «elegir». Y consolarme con que estos líderes maestros de la falacia no han sido elegidos por el pueblo, sino por Dios en agradecimiento por ir a misa todos los domingos.
Muchas gracias por tus palabras, Robert. Precísamente, como a los amantes del «logos» nos gusta pensar que la «verdad» es una clara motivación para el pensamiento racional, como una especie de causa final aristotélica, me parece interesante poder identificar los errores categoriales, distorsiones cognitivas y argumentaciones falaces, como obstáculos que dificultan un proceso comunicativo presidido por la sinceridad. El «principio de caridad» davidsoniano y el análisis lógico del lenguaje son buenas herramientas para ayudar a la mosca a salir del mosquitero, como diría Wittgenstein, y no cejar en la búsqueda de la verdad. No obstante, conviene no perder de vista el carácter histórico y práctico de la verdad, en la línea de Marx o el desenmascaramiento de las intenciones ocultas en clave de la psicología nietzscheana. Otra opción -que a mi no me gusta- pasa por convertinos en consumados sofistas. Un saludo.