Imagen| Rebeca Madrid González-Mohino
Deposité la mirada en el viejo espejo que yacía en la esquina de la habitación. En él se podía ver a una joven de apenas diecisiete años. Sus verdes ojos lucían hinchados, sus ojeras habían tomado un tono violáceo repugnante y su cabello impedía ver gran parte de su redonda cara. Vestía un largo vestido azulado que ocultaba su gruesa figura.
Sentí náuseas.
Sus muslos presionaban las costuras de su vestido haciendo que le costase respirar.
Me dirigí lo más deprisa que pude al baño, allí dejé que la sangre de mis muñecas se mezclase con la cristalina agua que salía del grifo. Sabía que había perdido otro trozo de mí.
Salí para sentir cómo la brisa de la mañana me despertaba. Comencé a andar sin rumbo alguno… Un acogedor parque hizo que esbozase una breve sonrisa. Me senté en uno de los pequeños bancos y dejé volar la imaginación, a un lugar donde mis heridas no fuesen visibles al mundo.
-“Perdona, ¿puedo sentarme?”.
Una voz grave me despertó de mis pensamientos, provocándome un repentino respingo.
Levanté tímidamente la vista para encontrarme con unos ojos almendrados, acompañados de una hermosa sonrisa.
Asentí como pude y noté cómo su cuerpo se acercaba al mío.
Mientras yo trataba de recuperar el aliento, mi acompañante disfrutaba de un libro que había sacado del bolsillo de su chaqueta hacía unos minutos.
No pude contener la curiosidad y miré de reojo aquel mundo que tenía en sus manos. Me sorprendí gratamente cuando las palabras de la tapa del libro llegaron hasta mis ojos: La sombra del viento
-“¡Es mi libro favorito!”, dije, sin pensarlo.
-“¡Vaya, guapa y con buen gusto!”, dijo, sin quitar los ojos del libro.
Me levanté de aquel banco y eché a correr mientras notaba cómo las lágrimas inundaban mis mejillas.
De repente, alguien me detuvo y me abrazó con fuerza.
-“¿Se puede saber qué te pasa?”. El chico del parque me miraba con expresión interrogante esperando mi respuesta.
Me limité a agachar la cabeza.
-“¿Qué te pasa?”, volvió a preguntar.
-“Yo no soy guapa”, dije con apenas un hilo de voz y enseguida noté cómo su mano se fundía con la mía.
-“Ven, acompáñame”, dijo.
Comenzamos a perdernos por las calles de la oscura Barcelona hasta llegar a una bonita plaza.
-“¿Qué es para ti la belleza?”, preguntó repentinamente.
Contemplé la gran fuente que se hallaba frente a mí.
-“Supongo que es algo que a todos nos atrae, por eso yo no…”
-“¡Estás muy equivocada!”, exclamó.
-“La belleza está por todos los lados. ¿Ves aquella niña de allí? Tiene tanto por vivir, tanto por soñar,… ¡Es hermoso! ¿Ves aquella paloma? Tan blanca como la nieve, tan libre como el propio aire, … ¡Es hermoso! ¿Sabes qué es lo más bonito de la belleza? Que todos encontramos algo bello en ella, algo que nos hace bellos a nosotros mismos. ¿Ves a aquel vagabundo? ¿Ves cómo sonríe por unas míseras monedas? !Eso es hermoso! Mira aquellos músicos, cómo hacen aún más bella esta plaza. Mírate a ti, cómo contemplas este cuadro en el que estamos inmersos. ¡Es realmente hermoso! Las personas se pasan gran parte de su vida creyendo que deben amoldarse a los cánones que la sociedad nos impone. Pero, ¿hay algo más bello que traspasarlos? ¿Por qué piensas que se nos hace tan atractiva la idea de viajar? Porque en cada rincón del planeta hay cosas tan magníficas por descubrir que es imposible no desearlo. Como dijo Platón una vez: “Si hay algo por lo que vale la pena vivir, es por contemplar la belleza”. Por eso, nunca digas que no eres bella ya que, para alguien, mirarte puede ser lo más bonito que le haya ocurrido jamás”.
Lo abracé fuertemente, porque al fin comprendí qué era aquello llamado belleza. Estaba también en mí misma. También aquella mañana, antes de llegar al parque.
Autora| Carmen M. Calderón, 17 años
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