Soledad femenina y paranoia urbana en Polanski
Imagen | Cartel promocional de La semilla del diablo, Paramount Pictures Corporation
Dos mujeres jóvenes se enfrentan a la soledad dentro del escenario donde el ser humano contemporáneo sabe que es más fácil sentirse solo: ese organismo gigantesco, poblado de muchas otras soledades, que llamamos ciudad. La primera, condicionada por traumas sexuales de cuyo origen nunca sabremos nada, acabará atrapada en su propio ensimismamiento y, condenada a la locura, matará a aquellos que intenten violar esa opción por la soledad. La segunda, sorprendida en ese momento de vulnerabilidad femenina que es la espera del primer hijo, poco a poco empieza a pensar que una terrible amenaza pende sobre esa criatura: su propio marido ha prometido al niño, a cambio de promesas de progreso en su carrera profesional como actor, a una secta satánica.
El cinéfilo habrá reconocido en esos dos argumentos sendas películas —Repulsión y La semilla del diablo— de un por entonces muy joven director polaco, obsesivamente errante desde el inicio de su carrera (una película es inglesa, la otra estadounidense, pero en cincuenta años no ha parado de vagar de un país a otro en busca de un lugar donde filmar), llamado Roman Polanski. Ambas proponen dos miradas sobre un mismo tema: la soledad femenina, en ambos casos bajo el símbolo de la paranoia urbana. Londres y Nueva York. Dos muchachas, las dos rubias, las dos intensamente desamparadas. Una joven que nada quiere saber de los hombres. Una recién casada que no tarda en desconfiar del hombre con quien comparte su vida. Dos apartamentos donde se enclaustran con sus temores, si bien con una diferencia: para la primera, Carol, es el único espacio donde se siente segura; para la segunda, Rosemary, esa casa que ha decorado con mimo para que sea el hogar de sus sueños acaba convirtiéndose en el símbolo del peligro, por cuanto no tarda en darse cuenta de que, precisamente, es el lugar donde menos protegida puede sentirse. Un mismo tratamiento de la imagen que, a partir de la descripción minuciosa y realista de un escenario, paradójicamente consigue impregnarlas de una textura fantástica, irreal.
Nueva paradoja: la primera de las dos odiseas urbanas, la de Carol, carece de cualquier elemento fantastique, pero acaba poblándose de imágenes profundamente imposibles, precisamente porque para ella resultan muy reales. La segunda, la de Rosemary, termina proponiendo una historia de puro género terrorífico (la joven cree que la secta quiere a su hijo para sacrificarlo a Satán —lo que ignora es que ha sido elegida por la secta para que Satán engendre en ella a su vástago—), pero lo hace con tal sentido del realismo que, durante gran parte de la película, diríase que todo es producto de la exacerbada sensibilidad de una joven en el fondo aterrorizada por lo vulnerable que es la maternidad.
Repulsión (1965) es el segundo largometraje de la carrera de Polanski y el primero que rodó fuera de su Polonia natal. Su historia es muy sencilla: la caída definitiva en la locura (asesina) de una muchacha cuya realidad nace y muere en ella misma, y que se precipita cuando la hermana con la que vive (son dos emigrantes belgas en Londres) la abandona durante una semana para irse de vacaciones con su amante. El temor al sexo condiciona las reacciones de Carol: un temor del que (por fortuna) nunca se ofrece una razón concreta, pero que le provoca una fuerte repulsión por los hombres y el deseo que despierta en ellos. A la vez, sin embargo, las imágenes sexuales la persiguen: un obrero que le ha lanzado un lascivo piropo en la calle se le irá apareciendo (en alucinaciones o en sueños) con el propósito de violarla. La irrealidad acaba envolviéndola: con el genial concurso del director de fotografía Gilbert Taylor, Polanski ofrece toda una serie de imágenes inolvidables que dan vida a ese turbulento y obsesivo universo en el que Carol se va recluyendo, de las cuales sin duda la más fascinante la componen esas manos que surgen de las paredes del pasillo de su casa y que se empeñan en buscarla, en tocarla.
La semilla del diablo (1968) fue el debut de Polanski en Hollywood. Se trató de un encargo, puesto que le ofrecieron dirigir la adaptación de una novela aún por publicar, pero de la que se esperaba (como así sucedió) que se convirtiera en un best-seller: El bebé de Rosemary, de Ira Levin. Por cierto, que siempre se ha criticado el modo en que la distribución española destrozó el misterio del film al revelar la verdad desde su mismo rebautizo; a mí, sin embargo, me parece un título especialmente sugestivo, por su belleza polisémica (por otra parte, en su día tal vez fastidiara a los espectadores del estreno, pero dudo que nadie que la vea por primera vez ignore su contenido). Pese a tratarse de un encargo, Polanski supo darle su toque personal, entroncándolo con Repulsión y, en general, con la vocación de turbiedad moral que recorre todo su cine, antes y después: hay que reconocer que el productor que lo eligió, Robert Evans, era un hombre que sabía quién era el cineasta más adecuado para el proyecto.
Si en Repulsión la protagonista acaba huyendo de la vida exterior (ese Londres por donde pasea como una sonámbula) para recluirse en la seguridad de un espacio interior (matará precisamente a los intrusos que se empeñan en profanarlo), en La semilla del diablo sucede al revés: desde el primer momento, parece evidente que ahí es donde se agazapa la amenaza. No en vano, la película posee una de las aperturas más geniales de la historia del cine: bajo los sones de la inquietante «nana diabólica» del compositor Krzysztof Komeda, un movimiento de cámara se pasea con elegancia por encima de los edificios que circundan el emblemático Central Park neoyorquino hasta llegar al edificio donde transcurrirá la historia, el Bramford, para observar mediante un encuadre cenital cómo una pareja penetra en su interior (la enorme entrada, no por nada, diríase una enorme boca, como la que, en los tímpanos de las iglesias medievales, supone el ingreso al infierno, muchas veces bajo la forma de las fauces de un horrible monstruo).
Para dar vida a Carol, Polanski eligió a una joven actriz francesa, Catherine Deneuve, que acababa de saltar a la fama mediante un papel que parecía encasillarla en personajes dulces y angelicales, el musical Los paraguas de Cherburgo (1964). El reto superó a la intérprete, antes inexpresiva que introspectiva, pero es verdad que el director consigue extraer un malsano contraste entre el atractivo erótico que despierta la bella actriz y la asexualidad que desprende su mirada eternamente distante. Para encarnar a Rosemary, la elegida fue una actriz por aquel entonces también inexperta, Mia Farrow, y una vez más Polanski demostró saber aprovechar al máximo las limitaciones de una intérprete. La inseguridad que sin duda sentía y la propia fragilidad que transmitía su físico aportan al personaje lo que este necesitaba. Sin la menor duda, la actriz consigue la interpretación de su vida, que nunca jamás llegaría a igualar.
De las dos películas, la mejor es la primera, Repulsión, pues en ella se equilibran mejor intenciones y resultados: la más intensa, la más turbadoramente abstracta, al par que insoportablemente física. El crescendo emocional de las imágenes, a la medida de la progresivamente irreversible perturbación de su protagonista, sigue impresionando por mucho que el cine nos haya familiarizado con este tipo de argumentos. En cambio, La semilla del diablo, aun siendo indudablemente una película sólida, adolece de diversos defectos que reducen mucho su densidad. El mayor de todos, para mí, radica justo en lo que más suele alabarse de ella: la forma en que quiere jugar con la posibilidad de que la conspiración satánica sea producto de la vulnerable imaginación de su protagonista. Con una historia tan explícita, eso no es posible (en especial, para el espectador que ya conoce su final), y además en el intento el metraje se dilata más de la cuenta, provocando un grave bache de interés en su parte central.
En todo caso, esa ambigüedad requería a otro actor en el fundamental personaje del marido. La elección de John Cassavetes no puede ser más desastrosa: artificioso y gesticulante, dando continuamente la sensación de que preferiría estar en otro sitio, Cassavetes subraya todo el tiempo, del modo más insoportable, la turbiedad de su personaje. Sin duda, habría ganado mucho de haber fructificado la primera elección, Robert Redford, cuyo físico agradable (permítanme: su apostura anodina) y su suavidad interpretativa sí habrían dotado a Guy de una presencia más neutra y, por tanto, más inquietante. En cambio, el acierto es completo con el genial reparto de actores mayores que dan vida a los miembros del culto satánico: uno de los elementos más perturbadores del film es su incómoda asociación entre ser viejo y ser repulsivo. Por ejemplo, la parlanchina familiaridad con que la veterana Ruth Gordon trata a su joven vecina despierta una instántanea antipatía en el espectador.
No se puede concluir un comentario sobre estas dos películas sin hacer referencia al otro título de la filmografía de Polanski con el que comparten una coherente relación, hasta tal punto de que, a veces, se llama al conjunto la «trilogía de la reclusión». Se trata de El quimérico inquilino (1975), adaptación de la novela de Topor, asimismo centrada en un personaje que se deja devorar poco a poco por la soledad y la paranoia. En este caso, no es una mujer (lo encarna el mismo Polanski, en una interpretación genial y arriesgadísima), pero poco a poco se va sugestionando, precisamente, con la anterior moradora de la casa a la que se ha mudado (que se suicidó tirándose por la ventana y estrellándose contra el patio), cayendo por ello en un travestismo espiritual. El quimérico inquilino culmina esa presunta trilogía ofreciendo el mejor de los tres trabajos (¿quizá por ello el menos conocido?), un terrible descenso a los infiernos cotidianos que acechan a aquellos seres que no consiguen alejar el fantasma de la soledad en el peor lugar del mundo para sentirse solos, esa colmena inhumana llamada ciudad.
Leer más en HomoNoSapiens |La Revolución Rusa vista por Hollywood