“Venid acá, peces, vosotros, los de la margen derecha, que estáis en el río Douro, y vosotros, los de la margen izquierda, que estáis en el río Duero, venid acá todos y decidme cuál es la lengua en que habláis cuando ahí abajo cruzáis las acuáticas aduanas, y si también ahí tenéis pasaportes y sellos para entrar y salir”. Con estas palabras de José Saramago, reconocido partidario del iberismo o, para ser más exacto, del trans-iberismo, se abre Viaje a Portugal. Los animales no humanos no solo han servido en las fábulas, la literatura y la antropología como espejo con el que el hombre alcanza su humanidad y sus virtudes; también han servido para que observemos nuestra incansable ceguera y estupidez humana, demasiado humana.
La historia geopolítica de la humanidad es la historia de una serie de colores, líneas y fronteras con las que se divide el mapa del mundo. Parece que todavía estamos bien empeñados en que continúe siendo así, especialmente algunos grotescos personajes que parece que poseen los hilos de este teatro de marionetas que por momentos cobra aspecto de pesadilla sin dejar de ser nunca una tragedia. Me pregunto quiénes han sido y cómo deben ser los que les han conferido tales poderes. Desde luego, la naturaleza, imperecedero modelo de sabiduría a lo largo de la historia, no divide los espacios ni traza fronteras que separan y marginan.
Evidentemente preocupa el muro que proyecta levantar Trump entre Estados Unidos y México. Pero tan preocupante o más que ese injusto y lamentable muro son los muros imaginarios incrustados en los pensamientos del presidente de EE.UU. A pesar de que el pensamiento anda socialmente desprestigiado y de que según el refrán, “del dicho al hecho hay un trecho”, sin este no existiría lo que nos rodea, de manera que son los muros imaginarios de los pensamientos los que provocan no sin razón dolores de cabeza al mundo.
Como con los nacionalistas, tengo para mí que lo que opera en la mente de estos titiriteros es una lógica excluyente. Parece que les resulta imposible concebir la cosa más natural del mundo: que alguien piense de forma diferente a uno. Según la lógica excluyente de estos titiriteros, o estás conmigo o estás contra mí, o eres mi amigo o eres mi enemigo. Esta lógica torcida y tan cerrada sobre sí como mortífera conduce a lo que Amin Maalouf analizó de modo deslumbrante en Identidades asesinas.
No extraña, pues, que en espacios televisivos como Soy eskaldún, ¿y tú? se burlen y procuren ridiculizar a los españoles, sus costumbres, valores… Inmersos en esa lógica excluyente parece que no pueden afirmarse sino negando a los otros. ¿Se percatarán alguna vez de que el que piensa diferente no es “nuestro enemigo”? Al contrario, ese que piensa de forma diferente, rasgo por lo demás tan legítimo como imprescindible en una democracia pluralista (si se me permite el pleonasmo), puede ser nuestro benefactor, puesto que puede añadir perspectivas que no contemplábamos e incluso nos puede sacar de los nudos lógicos en los que andábamos enredados.
Es conveniente recordarlo en todo tiempo, pero parece que en nuestros días es casi un imperativo. Como señalara el desaparecido Tzvetan Todorov, “cada uno de nosotros es un extranjero en potencia”, pues nadie está exento de que el destino lo arrastre a (sobre)vivir en otros lugares. “Ser civilizado –escribía el búlgaro nacionalizado francés, pero en el fondo ciudadano del mundo– significa ser capaz de reconocer plenamente la humanidad de los otros, aunque tengan rostros y hábitos diferentes a los nuestros; saber ponerse en su lugar y mirarnos a nosotros mismos como desde fuera”.
Los antropólogos culturales nos han aportado un conocimiento imprescindible de la diversidad cultural de la humanidad, lo que ha incrementado la conciencia relativista y, consiguientemente, nos ha llevado a ampliar nuestra tolerancia hacia los otros. Por supuesto, siempre hay quienes parece que no se han enterado de ello. Ahora bien, el relativismo cultural supone aceptar la diversidad bajo el principio de la diferencia: cada cultura posee unas lentes, una historia, unos símbolos, unos valores. Y esta lógica es hasta cierto punto incompatible, al menos en el espacio público, con este mundo cada vez más globalizado.
Nadamos entre dos aguas desafiantes: a un lado la lógica excluyente, intolerante y asesina de titiriteros y nacionalistas; al otro lado, un relativismo extremo cuya tolerancia es puesta en tela de juicio por permitirlo todo, por carecer de límites. ¿Sabremos mantenernos a flote entre estas dos aguas? Sea como sea, nos jugamos algo esencial con este reconocimiento, ya que “por cómo percibimos y acogemos a los otros, a los diferentes, se puede medir nuestro grado de barbarie o de civilización”. A la luz de este espejo ni la vieja y revuelta Europa se salvaría. En el nuevo orden globalizado, que no cosmopolita, necesitamos cultura, sí, pero sobre todo civilización.
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¿Preocupados por el muro que proyecta levantar Trump? sólo esperemos que no sea como los que tenemos en nuestras fronteras con Marruecos. Con eso podríamos a día de hoy hasta conformarnos. Con el panorama que divisamos, lo verdaderamente preocupante es que eso nos preocupe.
Sin duda que las fronteras que no se ven son las más peligrosas, pero si ya desde pequeñitos nos envolvemos de una forma u otra en banderas y otras simbologías, difícilmente saldremos de esta tragedia. ¿Qué hace falta civilización? Sí, pero como dice Baricco “El miedo a ser derrotados y destruidos por hordas bárbaras es tan viejo como la historia de la civilización. Imágenes de desertización, de jardines saqueados por nómadas y de edificios en ruinas en los que pastan los rebaños son recurrentes en la literatura de la decadencia, desde la antigüedad hasta nuestros días”.
Gran artículo, pero demos un paso más y preguntémonos, ¿será éste otro ciclo en donde la barbarie arrase la pradera para que una nueva estación de florecimiento reflote una nueva civilización? Creo que nuestro tiempo merece darlo.
Y si lo damos, creo que para responder esa pregunta deberíamos plantearnos varias cuestiones como por ejemplo si nuestra situación actual, en donde nuestros ecosistemas en decadencia amenazan nuestra propia vida, es similar a otro ciclo de nuestra historia.
En segundo lugar, si nuestra actual y cada vez más alta capacidad tecnológica de destrucción conjuntamente con nuestra actual capacidad para alimentar a todo el planeta, proponen un signo diferenciador de nuestra época.
Y por encima de todo, planteémonos si nuestro actual sistema mercantilista puede ser potencialmente generador de humanidad, más allá de aquella “humanidad de segunda” que preste intereses al propio sistema.
Por tanto, compartamos, estudiemos, pensemos y posteriormente: ¡actuemos! Pues mucho me temo que la civilización no caerá del cielo.
Gracias, Adrián, por tu atención y tus observaciones. Espero continuar el diálogo.