Imagen | Rafael Guardiola
Se atribuye a Galeno de Pérgamo, sabio médico romano, un diagnóstico aparentemente desalentador a propósito de los lances amorosos: “Post coitum omne animal triste est”. El desequilibrio humoral sobreviene tras alcanzar su cima el placer y la liberación casi mágica de las tensiones y energías libidinosas por las que muchos porfiamos. A la tensión no le suceden los fastos de todos aquellos a los que la suerte sonríe, por ejemplo, en los sorteos del estado o en el caníbal juego del parchís, sino la temible tristeza. Dado que la ciencia nos recuerda, por ejemplo, que aquella es uno de los efectos colaterales de la liberación de prolactina en el organismo masculino, parece que vamos a tener que darle la razón al viejo Aristóteles, cuando declara que nuestra alma se debate incesantemente en una dialéctica insuperable entre la alegría y la tristeza. Y ya puestos, podríamos añadir, como me acaba de decir mi amigo Ismael –al verme emborronar estas páginas en una mesa de madera situada bajo un olivo, en las inmediaciones de mi domicilio- que esta relajada tristeza que sigue al coito es casi nuestro “lugar natural”, abusando de nuevo de Aristóteles, si hacemos una enumeración suficiente y ordenada de los escasos décimos que jugamos habitualmente, en pos del orgasmo, los adictos a la monogamia. La tristeza encarna nuestro presente continuo en busca del éxtasis perdido, salvo que seamos la reencarnación de Rasputín o hayamos sucumbido a la pulsión del poder y el goce de la dominación.
La tristeza tiene valor y el sexo está sobrevalorado. Es la tristeza el envés emocional de la alegría, una emoción universal presente también en otros animales, y se asocia a un estado negativo de nuestro ánimo. El abatimiento, la fatiga, el malestar y la falta de energía se apoderan de nosotros generando un cuadro poco deseable, ligado íntimamente al sufrimiento físico o psíquico, o a la severa conjunción de ambos. Pero la tristeza no sólo nos sacude cuando perdemos a un ser querido, o erosiona o altera nuestro talante de la mano del enfado y la culpa, o cuando invade nuestro horizonte vital ataviada con los ropajes de la depresión. También puede ser un poderoso motor, un revulsivo agridulce que excita nuestros “humores” tras una singular pausa, y contribuir con ello a nuestra adaptación. Enarbola la bandera del cambio y la introspección y, con ello, hace que nos sintamos vivos, abiertos al mundo –tal vez, un poco más compasivos y proclives al diálogo.
Además, ya saben que “quien no llora no mama”. Los llamativos síntomas de la tristeza son un claro ejemplo de las herramientas que emplea la razón instrumental e incluso las acciones estratégicas, pues son un excelente ardid para lograr nuestros fines, sean altruistas o egoístas. Esto es algo que aparece impreso en el código de barras de los manipuladores. Yo, por si acaso, suelo recordar en las reuniones sociales, que sigo siendo un lactante.
En consecuencia, pienso que la tristeza tiene valor, es decir, es uno de nuestros criterios de elección más queridos, orienta nuestras acciones y modelo nuestra personalidad con un cincel especial enraizado en nuestra bendita animalidad, debido a su carácter adaptativo.
En otro orden de cosas, reivindico aquí mi animalidad, el honor de ser un mono desnudo. Como afirma el etólogo británico Desmond Morris: “Hay ciento noventa y tres especies vivientes de simios y monos, -. Ciento noventa y dos de ellas están cubiertas de pelo. La excepción la constituye un mono desnudo que se ha puesto a sí mismo el nombre de Homo sapiens. Esta rara y floreciente especie pasa una gran parte de su tiempo estudiando sus más altas motivaciones y una cantidad de tiempo igual ignorando concienzudamente las fundamentales. Se muestra orgulloso de poseer el mayor cerebro de todos los primates, pero procura ocultar la circunstancia de que tiene también el mayor pene, y prefiere atribuir injustamente este honor al vigoroso gorila”. Palabras que me hacen recordar la pregunta que formuló mi mujer a un ilustrado albañil que estaba trabajando en mi casa -una de esas preguntas que uno suele hacer a las personas que apenas conoce: “oye, Manuel, ¿en quién te gustaría reencarnarte?”. Con gravedad respondió Manuel: “si me dieran a elegir, me gustaría reencarnarme en animal”, al tiempo que me sonreía, pues presumía que en mí encontraría cierta complicidad de mono desnudo. Y no se equivocaba: a mí me gustaría reencarnarme en una mantis religiosa hembra.
“Ceo que los animales, escribe Nietzsche, ven en el hombre un ser igual a ellos que ha perdido de forma extraordinariamente peligrosa el sano intelecto animal, es decir, que ven en él al animal irracional, al animal que ríe, al animal que llora, al animal infeliz”. Y es que el gran obstáculo que encuentran muchas personas para acercarse a la felicidad soñada es el enorme universo de necesidades inútiles que nos hemos creado y el ingente elenco de complicaciones sentimentales que enredan la vida de seductores como yo. Perdónenme, pero pienso que hay que ser un poco más animal. Y conviene recordar que nuestros más preciados productos culturales, nuestras queridas formas de pensar, sentir y actuar no son sino la modificación de nuestra naturaleza en aras de un noble fin: la supervivencia.
«En el mundo actual, se está invirtiendo cinco veces más en medicamentos para la virilidad masculina y silicona para mujeres, que en la cura del Alzheimer. De aquí a algunos años, tendremos viejas de tetas grandes y viejos con pene duro, pero ninguno de ellos se acordará para qué sirven«. Gracias al ciberespacio, pude recoger en su día los frutos agridulces de esta reflexión de Drauzio Varella, oncólogo brasileño y Nobel de Medicina, y me trajo a la memoria, a su vez, el lema de una pancarta que exhibía una joven española, hace tiempo, en una fotografía de prensa, con motivo de una concentración sobre las virtudes de la enseñanza pública, como lamento del mundo sin esperanza que los adultos hemos legado como herencia a nuestros jóvenes: “Si lo llego a saber me opero las tetas en lugar de hacer un máster”. De nuevo, la tristeza y la seducción erótica como puntos cardinales.
“Conocer es recordar”, defendía Platón con vehemencia, ese fornido ateniense que, según Filón y las malas lenguas, pudo morir carcomido por los piojos en la zona genital, como una auténtica venganza de la physis hacia un filósofo enamorado de las matemáticas La memoria, un extraordinario logro evolutivo que, como nos recuerda Aristóteles en su Metafísica, compartimos con algunos animales, ha alcanzado en nuestra especie la categoría de “museo” (aunque sea quimérico), de locus sagrado de lo mental y la subjetividad. Sin memoria, el aprendizaje sería una pasión inútil, no podríamos sobrevivir dentro de la vorágine cambiante de acontecimientos que apuntalan nuestras vivencias, y fracasaríamos a la hora de construir nuestra identidad personal y el mundo de los afectos. Pero la memoria es también un dulce motivo de placer, y no sólo porque gracias a ella podemos reconocer el uso erótico de las glándulas mamarias –operadas o no, por culpa de un máster- o los penes erectos gracias a Viagra, Levitra o a la madre Naturaleza.
Les animo desde aquí a cuidar del mapa de su tesoro, el tesoro de su memoria. Gracias a la cartografía de los filósofos ilustres sabemos que Platón murió, simplemente, acosado por la desbordante vitalidad de los piojos.
Leer más en HomoNoSapiens |Mierdennials: Conversación con el colectivo “Hasta el tiesto”