Imagen | Iñaki Bellver
Platón de Atenas confiesa en su República, haber llegado al convencimiento de que el ser humano posee cuerpo y alma, y que el alma, una sustancia simple e inmaterial encerrada en la prisión corporal, se divide, a su vez, en tres partes diferenciadas (racional, irascible y concupiscible), como consecuencia del análisis de ciertos conflictos internos de orden psicológico que podemos experimentar. Así, por ejemplo, cuando decidimos no beber de un agua que sabemos envenenada, aun estando sedientos tras una larga travesía de ayuno por el desierto, se produce un conflicto mental entre nuestro deseo o apetito de saciar la sed (propios del alma concupiscible), que nos impulsa a beber, y la razón, que nos desaconseja dicho acto. Es el alma irascible, el ejercicio firme de la voluntad, de nuestra fortaleza de ánimo, capitaneada por el corazón, quien nos ayuda a vencer el deseo irracional y vela por nuestra supervivencia. Un caso similar nos encontramos en una situación, descrita por el filósofo de anchas espaldas, que podría formar parte de un relato o de una obra teatral o cinematográfica del género de terror: alguien siente un deseo irrefrenable de contemplar una pila de cadáveres, como los que acostumbra a dejar sembrados en el campo de batalla la estupidez humana. Nuestro vouyeur del siglo V a C. se disgusta, indigna o encoleriza consigo mismo por la pérfida y morbosa naturaleza de su deseo, según Platón, porque es contrario a los dictados de la razón. Nuevamente es la valentía del alma irascible la que permite lograr que apartemos la mirada políticamente incorrecta del alma concupiscible que –como se dice en el Timeo-quedó atada como una bestia salvaje en el bajo vientre y se encuentra separada de la primera, por el muro del diafragma. Freud sabía, como Platón, que nuestras decisiones son el fruto del libre juego de la razón, la voluntad y el deseo.
La novela Frankenstein de Mary Shelley es una de las manifestaciones paradigmáticas del género de terror en contextos narrativos y uno de los mejores espejos para calibrar el lugar que corresponde a la razón, la voluntad y el deseo en nuestra humana condición en un momento histórico determinado. De ahí su presencia inevitable en el estudio que sobre la filosofía del terror publicara en 1990 el pensador norteamericano contemporáneo Noël Carroll[1], haciendo uso de un estilo filosófico que pretende conjugar el análisis conceptual y las conjeturas empíricas y un enfoque de corte funcionalista. En cualquier caso, Aristóteles, el discípulo más brillante de Platón, defiende en su Poética una tesis muy simple: el arte provoca emociones. Carroll recoge el testigo del Estagirita y no se arredra, precisamente, a la hora de habérselas con las “paradojas del corazón” o, lo que es lo mismo, con los conflictos entre la razón y el deseo que intenta resolver la platónica alma irascible, con el fin de identificar los mecanismos causales que desencadenan los sentimientos. Por otra parte, para concretar más, el terror artístico suscita en el lector o el espectador dos emociones fundamentales: miedo y asco, palabras que se repiten una y otra vez a lo largo del texto. Si no, que se lo pregunten a los que se ponen en la piel del doctor Viktor Frankenstein, al escuchar la amenaza del monstruo: “estaré a tu lado en tu noche de bodas”. Sentir miedo y asco parece ser el precio inevitable que hay que pagar para satisfacer esa curiosidad humana, demasiado humana, con la que convivimos cordialmente. ¿Estamos dispuestos a soportar esta carga a cambio del placer que pudiera regalarnos la experiencia estética?¿Por qué el género de terror resulta ser tan convincente?
Al igual que la trama de la tragedia provoca, según Aristóteles, el efecto emocional de la “catarsis” o purificación, fruto de la compasión y el temor, la estructura de la trama argumental de Frankenstein genera un afecto singular en el público, un sentimiento de terror artístico, no equiparable ni al misterio ni al suspense. Según Carroll, en los productos del género de terror –género que cristalizó, precisamente, en la época en la que Mary Shelley publicó su libro y que persistió en novelas y obras teatrales del siglo XIX, y en la literatura, los cómics y el cine del siglo XX- las respuestas emocionales del público ante la presencia del monstruo, se desarrollan paralelamente a las que surgen en los personajes de ficción no monstruosos. Tanto los personajes como los lectores o espectadores sienten asco y miedo, están sincronizados gracias a un efecto de espejo característico. ¿Nos pasa lo mismo con otros géneros? ¿Nos ponemos celosos cuando leemos Otelo? ¿Sentimos la imperiosa necesidad de taladrarnos los ojos, como Edipo? Por otra parte, el receptor del género de terror sabe muy bien que su afición le puede reportar un estado físico anormal, una “agitación” agridulce que se traduce en un estómago revuelto, sensación de hormigueo, temblores, un sentido de alerta o de presentimiento obsesivos. Tal vez se debería proporcionar al lector o al espectador un prospecto con los efectos secundarios del terror-arte, dado que vivimos en un “Estado clínico”, como nos recuerdan Fernando Savater y Antonio Escohotado, entre otros. La agitación terrorífica es un estado complejo suscitado por una masa informe de deseos, creencias, pensamientos y apreciaciones. Y el estado psicológico del receptor, es decir, su asco y su miedo, se diferencia del que corresponde a los personajes no monstruosos que se espantan, en el nivel de las creencias. Ni usted ni yo creemos que existan los monstruos como Frankenstein. Pero sí convergen los estados psicológicos de receptores y personajes a la hora de «evaluar emotivamente” las situaciones y, sobre todo, las propiedades de los monstruos. La prueba de ello es que el mismo tipo de monstruo puede aparecer tanto en un cuento de terror (por ejemplo, como un peludo “hombre-lobo), como en un cuento de hadas (véase el monstruo de La Bella y la Bestia, plenamente integrado en la Naturaleza). En el cuento de hadas, la monstruosidad de la Bestia queda edulcorada a medida que Bella se enamora y el miedo del receptor queda reducido a su mínima expresión, a diferencia de lo que sucede en Frankenstein, relato en que vemos crecer tanto el miedo como el asco en actores y receptores, conforme se desarrolla la trama.
Frankenstein es un monstruo culto, que admira la música, la belleza, la bondad y la generosidad, y que se estrena como lector nada más y nada menos que con El paraíso perdido de Milton, Las vidas paralelas de Plutarco, y Las desventuras del joven Werther de Goethe. La ingratitud de su “creador”, insensible a los afectos más nobles del monstruo y a su deseo de practicar una vida conyugal sana al lado de una repulsiva compañera, se traducirá finalmente en la destrucción que la ira y la venganza llegan aparejadas. Pues, por muy simpático que nos resulte, Frankenstein es un monstruo sobrenatural en toda regla, una muestra de la crueldad que puede encontrar cobijo en las fuerzas que van más allá del orden natural. Los personajes no monstruosos de las obras de terror que se encuentran con los monstruos ven en estos una presencia repugnante e inusual. Son criaturas extraordinarias y nauseabundas que deambulan por el mundo ordinario. Por este motivo aparecen como violaciones de la naturaleza, como “algo anormal”: el laboratorio del Dr. Frankenstein no puede dejar de ser un “taller de creaciones inmundas”. A diferencia de estos últimos, los monstruos de los cuentos de hadas o de los mitos son también seres extraordinarios, pero son “algo normal”, dado que su mundo no es el de la naturaleza, sino un mundo también extraordinario. Los monstruos son, por tanto, y en términos lógicos, una condición necesaria pero no suficiente para el género de terror.
En resumen, parafraseando a Carroll[2], “estoy eventualmente arte-aterrorizado por el monstruo de Frankenstein, si y sólo si:
- estoy en algún estado anormal de agitación sentida físicamente (estremecimiento, temblor, chillido, etc.) que
- ha sido causado por el pensamiento (por ejemplo, por pensar que Frankenstein existe) y por los pensamientos evaluativos de que Frankenstein tiene la propiedad de ser físicamente y, tal vez moral y socialmente, amenazador en las formas descritas en la ficción, y que Frankenstein también tiene la propiedad de ser impuro,
- donde tales pensamientos van normalmente acompañados por el deseo de evitar el contacto con seres como él.”
Sea como fuere, son los componentes evaluativos –su peligrosidad, el hecho de suponer una amenaza, y la repugnancia que se deriva de su impureza- la marca distintiva del terror-arte.
Ciertamente, como nos recuerda Platón, nuestro corazón se ve impelido a habérselas con circunstancias y decisiones paradójicas. Una de las paradojas, la de la ficción, tiene que ver con nuestro miedo injustificado a relatos como el de la novela Frankenstein: ¿cómo podemos tener miedo de seres y sucesos que, sabemos, no existen? La otra gran paradoja, la del terror, se deriva del interés y hasta el placer por lo que resulta desagradable y angustioso: ¿por qué motivo mostramos interés por el devenir del monstruo de Frankenstein, a pesar de lo desagradable que es estar aterrorizado? Les confieso que esta segunda paradoja me resulta muy familiar cuando contemplo escenas cinematográficas en las que se recrea una paliza descomunal en la que la víctima es golpeada con saña y riesgo de muerte, pues hace años, en el transcurso de una clase, padecí el ataque desmedido de un alumno a otro, inconsciente e inmovilizado en el suelo. Aun así, la curiosidad nos puede, nos cautiva, nos seduce con sus góticos encantos.
La respuesta no está en el viento, sino en el mecanismo biológico de la adaptación. Me gusta pensar, con Carroll, que la afición por el género de terror no obedece tanto a tendencias sádicas o morbosas, sino al placer que se pueda derivar de la anticipación de nuestras reacciones emocionales para asegurar la supervivencia. Las ficciones de terror nos ayudan, por tanto, a controlar las emociones, de acuerdo con un singular programa estoico: al leer novelas como Frankenstein, nos endurecemos ante lo que pudiera pasarnos en el futuro, nos probamos a nosotros mismos y disfrutamos al pensar que la superación de la prueba del terror y del asco nos haga más fuertes.
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[1] Carroll, Nöel, Filosofía del terror o paradojas del corazón, Madrid, Antonio Machado Libros, 2005. La filosofía del terror protagoniza también dos escritos notables: el libro de H.P. Lovecraft titulado Supernatural Horror in Literature (Nueva York, Dover Publications, 1973), y el de Stephen King, DanseMacabre (Nueva York, Berkley Books, 1987). El terror se ha convertido en un elemento fundamental de todas las manifestaciones artísticas contemporáneas, pertenezcan o no a la cultura popular, en especial a partir de los años 70 del siglo pasado, por lo que difícilmente puede pasar desapercibido ante los ojos de los amantes de la sabiduría.
[2] Carroll Nöel (op.cit.), pp. 69-70.