Imagen | Julia Martínez Cano
Lánguido afinador de pianos en una pequeña aldea que baña el Támesis (o afinador de almas dos aldeas más abajo, cerca ya de Windsor), nunca fui –me digo a veces– intrépido explorador de África en aquellos tiempos oscuros en los que explorar África era aventurarte por tu propio lado oscuro. Por lo tanto –me digo– nunca he sabido lo que es un amanecer en Tabora, gran emporio en la vieja ruta comercial de esclavos, o una larga marcha en pleno corazón de la selva –en medio de una vegetación tan pujante que casi te tapona la tráquea–, o un azote de arena a la vista ya del cadáver decrépito de Tombuctú. Nunca he remontado las aguas del Nilo en busca de las fuentes del Nilo, ni he tratado con salvajes que nada sabían de Cristo, ni he visto de lejos las cumbres del Kilimanjaro cuando ningún otro hombre blanco sabía que aquello era el Kilimanjaro. No me he cruzado con Bula Matari en el curso bajo del Congo, ni con Burton cerca del lago Tanganika, ni he saludado a nadie que languideciera medio moribundo en el poblado de Ujiji. No he gritado a porteadores que nunca me han porteado nada. No he matado leones, no he disparado a rinocerontes. Las ramas secas de un baobab nunca me han dicho adiós a lo lejos.
En consecuencia, no sé lo que es regresar a Europa y que al poco de llegar allí todo empiece a resultarte insípido, que las calles asfaltadas te despierten la nostalgia de las rutas polvorientas, y los ordenados rosales de algún parque urbano la del turbio borboteo vegetal en que hierve toda la jungla. No sé lo que significa sentir de nuevo la llamada oscura, quizás en medio de un té (“¿me disculpan un momento, por favor?”), y saber que ya es hora de volver, que no cabe otra cosa que fijar cuanto antes los términos de la expedición, hacer acopio de hombres y materiales, y salir, ¡salir de nuevo camino de África! No, no sé lo que es ese áspero recibimiento de los mosquitos cerca de Mombasa, el barro de las largas caminatas por gargantas impracticables, la desesperación de no saber cómo seguir adelante en medio de un aguacero. No sé lo que es cambiar a última hora de ruta y seguir por esta senda que nadie conoce, acampar junto al lago Naivasha y pasar toda la noche oyendo crujir las ramas. No sé lo que es levantarse temprano a la mañana siguiente, sentir presencias extrañas entre los árboles extraños, saber que el frágil acuerdo alcanzado con los nativos se ha roto ya para siempre. Ni tampoco que te claven una lanza por la espalda justo cuando te has quedado algo rezagado (aún se ve el sombrero de Kumomali, a punto de perderse detrás de aquella curva), ni desear en esos momentos haber sido cualquier otra cosa, afinador de pianos, manso pastor de almas, qué sé yo, allá lejos, me digo, en la metrópoli, cualquier cosa antes que ese explorador solitario que ahora se desangra, me desangro, en lo más hondo de la selva oscura.
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