Imagen | Fotograma de la película «Recuerda», correspondiente a
los decorados diseñados por Salvador Dalí.
Es posible que el mayor trauma que sufriera en mi infancia haya sido el no haber padecido, ni siquiera por unas pocas pero consoladoras horas, la que entonces consideraba la enfermedad más estupenda del mundo: la amnesia. No quiero dármelas de Guillermo Brown (quien, por otro lado, utilizó este truco más de una vez), pero me hubiera sido de lo más útil en alguna de las ocasiones en que, acongojado debido a alguna tropelía claramente imputable a mi persona, adivinaba la inminente actuación del brazo justiciero de mi padre. Y es que ser amnésico no podía ser más emocionante: ignorar cualquier circunstancia sobre la identidad propia pero sin embargo, seguir reteniendo en la cabeza todos los conocimientos adquiridos durante la vida olvidada (por ejemplo, dejar bien claro, por la forma de acertar un diagnóstico ante una suma de síntomas, que uno tenía que ser médico). Asimismo, rodeado de oscuridad, el amnésico se encuentra de continuo al borde de la luz, solo que esta se empeña en deslumbrarlo con un único fogonazo: unas líneas negras sobre el fondo blanco de la bata de la chica a la que está besando o el dolor físico que de pronto le provoca el examen de una cicatriz cuyo origen no recuerda. Por último, lo más sugestivo es que el amnésico sueña —por lo común cosas absurdas, y todos sabemos que, en el fondo, los sueños de la gente «normal» son de lo más lógicos— y siempre habrá un especialista (a ser posible, una guapísima analista que se pone gafas en los momentos en que hay que parecer más inteligente) que entresaque prodigiosas claves sobre la identidad perdida de ese confuso magma de signos que nadie más entiende.
Por supuesto, debo todo esto al descubrimiento temprano de la película Recuerda (1945), de Alfred Hitchcock, cuyo primer visionado además estuvo impregnado del misterio de haberla comenzado a ver cuando ya estaba bien empezada (precisamente, en esa escena señalada en que el protagonista sufre un shock al ver las líneas negras sobre blanco). Durante muchos años, mi amor por Recuerda aumentó por el hecho de descubrir que se trataba de una de las películas menos valorada incluso por los incondicionales de su autor (por ejemplo, el mismo Truffaut), cuando yo la tengo por una de las cimas de su filmografía, en compañía, por supuesto, de Vértigo (1958), film con el que tiene bastantes cosas en común, comenzando por el mismo sustrato onírico y la misma descripción del amor como un absoluto que destruye o salva al hombre (con frecuencia, ambas cosas a la vez).
En buena medida, ese menosprecio se ha debido a su condición de parvularia glorificación del psicoanálisis. Esto no es inexacto. Si hay un país del mundo donde las doctrinas de Freud han hecho furor, se sabe bien que fue en los Estados Unidos. En los años 40 Hollywood facturó un apreciable número de thrillers, incluso de westerns y películas de otros géneros, construidos sobre traumas insolubles de la infancia, complejos edípicos de aúpa y toda clase de conflictos no resueltos que se empeñaban en escaparse por las rendijas del inconsciente. Puedo citar varios y de diferentes géneros, del western (Su única salida, 1947) al relato criminal (La escalera de caracol, 1945) pasando por el melodrama (Cartas a mi amada, 1945, curiosamente también producido por David O. Selznick, el alma mater del film de Hitchcock).
Recuerda no oculta su condición, y ya en los títulos de créditos se encarga de incluir un rótulo explicativo acerca de la magia terapéutica del psicoanálisis, que convierte al analista en el gran detective de la mente, capaz de bucear en sus viscosas profundidades hasta sacar a la luz el trauma oportuno cuyo desvelamiento, se supone, acabará con la tortura del paciente. La trama nos sitúa en un sanatorio mental situado en el campo, Green Manors, donde se espera a Jonathan Edwardes, el brillante doctor que ha de sustituir al anterior director. El hombre que llega tiene menos edad de lo que se esperaba y enseguida, en vez de atender a sus obligaciones, galantea a la doctora Constance Petersen, la más joven y prometedora psicoanalista de la institución. El amor surge entre ellos al tiempo que él comienza a dar signos de estar bajo una extraña presión mental, hasta que se descubre que no es Edwardes, sino un paciente amnésico que lo acompañaba en sus vacaciones y que lo ha suplantado después de su desaparición, tras la cual, como es natural, se sospecha que se esconde un crimen. La doctora Petersen es la única que cree en la inocencia del sospechoso —su razonamiento es de libro: ella no podría enamorarse de un hombre malo—, y lo ayuda a escapar, emprendiendo una carrera contra el reloj para intentar recordar quién es y qué complejo de culpa se oculta en su mente torturada, la clave, sin duda, de haber borrado su identidad para asumir la del médico, a quien debió ver morir, asumiendo falsamente la responsabilidad). Y claro, serán los sueños del joven de identidad olvidada los que darán la clave de lo que pasó.
Precisamente, si Recuerda es famosa en la filmografía de Hitchcock se debe a que la secuencia del sueño se basó en diseños del pintor surrealista Salvador Dalí, por entonces una auténtica celebridad en Estados Unidos, donde se había instalado, huyendo de varias guerras. Aunque hoy la reduzco a sus justos términos, en su día esta secuencia me maravilló, tanto por algunos de sus hallazgos visuales (las cortinas pobladas por enormes ojos, la rueda de carro deformada, el hombre sin rostro) como por el modo en que el veterano psiquiatra que fue el maestro de la protagonista, el doctor Brulov va traduciendo todos y cada uno de los elementos que componen el sueño del protagonista. Finalmente, todo conduce a la estación invernal —he ahí las líneas negras sobre blanco: los surcos de los esquíes sobre la nieve— donde Edwardes debió de encontrar la muerte, delante de su paciente. Allí será donde la doctora Petersen decide que su amado debe enfrentarse a la catarsis definitiva: repetir el mismo descenso que realizó con el desaparecido, porque sin duda el shock permitirá la afloración de sus recuerdos desde el fondo donde los sepultó aquel día, al culpabilizarse de la muerte accidental.
Ahora bien: ¿en serio Alfred Hitchcock pretendía convencer a los espectadores de las maravillas del psicoanálisis? Este niño que en su día contempló esta fábula freudiana como un espectáculo de magia hoy no tiene duda de que el llamado mago del suspense lo que hizo fue utilizar ese componente obsesivamente onírico que posee esta disciplina para elaborar una ensoñación romántica hasta el más puro arrebato. Por supuesto, la disfrazó bajo ese formato de thriller de intriga que él, desde muchos años atrás, había advertido que servía para que el público, creyendo estar asistiendo a un nuevo cuento de misterio, aceptara su recurrente predilección por la obsesión humana. ¿Y acaso el amor no es la más persistente y enigmática de todas esas obsesiones?
En este sentido, todos y cada uno de los elementos narrativos y formales, argumentales y visuales de Recuerda no tienen otro objeto que potenciar esa exaltación romántica, único modo, además, de que la ingenuidad de la historia, incluso sus numerosos puntos débiles, no solo no importen sino que sean otro componente sustancial. Así, la iluminación expresionista, con su sugestivo uso de las sombras, o la genial composición musical del húngaro Miklós Rozsá (posiblemente, su obra maestra), con su envolvente uso de ese instrumento, tan apropiado para crear sones evanescentes, que es el teremín.
Recuerda posee la textura de un cuento de hadas, de tal modo que ese sanatorio donde se inicia la historia (y donde concluirá, siguiendo una envolvente estructura circular que concluye con un plano final inolvidable, que dejo a la curiosidad del lector que no lo conozca), Green Manors, antes que un lugar donde se curan las perturbaciones mentales diríase un castillo habitado tanto por hadas como por caballeros, por ogros tanto como por sayones, y donde solo hay espacio para las mentes exaltadas, tanto de pacientes como de médicos. Y el sentimiento más exaltado de todos, para Hitchcock, es la pasión amorosa que altera la percepción de la realidad, o que la sensibiliza extraordinariamente. Justo lo que le sucede a esa joven doctora, definida por uno de sus compañeros como la reina de la gelidez (por su su aparente ausencia de emociones y su consagración a la ciencia), y que solo estaba esperando la llegada del hombre que hiciera aflorar toda su sensualidad, solo adormecida, de ese pozo del inconsciente donde se encuentran nuestros deseos ocultos.
Esta exaltación del romanticismo contiene la mejor expresión visual, en cine, de un flechazo: es el intercambio de planos (potenciado por la música de Rózsa, claro) que se produce entre los dos protagonistas en el momento en que se ven por primera vez, y que deja bien claro que, desde ese momento, todo cuanto les rodea carece de importancia salvo ellos mismos. Y es que, al final, la convicción dramática de la historia descansa, en buena medida, sobre la comunicación absoluta que se produce entre el espectador y la pareja protagonista. En este sentido, una Ingrid Bergman nunca más bella (¡cómo me enamoró con esas gafas!) realiza la que creo la interpretación de su vida, consiguiendo transmitir por casi cada poro de su cuerpo la profunda implicación personal que pone en el caso: la mujer fría del inicio de la historia (frialdad que encubre una evidente vulnerabilidad) da paso a una joven volcánica, dispuesta a plantar batalla a toda la humanidad si hiciera falta para probar la inocencia de su amado, pero sin perder nunca esa minuciosidad analítica que la lleva a pasar, sin solución de continuidad, del beso más apasionado a la letanía más obsesiva («¡Recuerda… recuerda…!», exclama implacable mientras él parece embargado del más profundo dolor, y que en España dio título al film, modificando, por una vez de modo acertado, el original).
En cuanto a Gregory Peck, sin duda su interpretación es insegura e irregular —Hitchcock, como era usual en él, prestó menos atención al actor que a la actriz—, a ratos, por qué no, endeble. Sin embargo, no hay que olvidar que estaba en el segundo año de su carrera y que hasta los más grandes actores fueron inexpertos alguna vez. Y por encima de todo, su físico de entonces (alto, nervioso, enteco, incluso demasiado joven: muy distinto al actor sereno y maduro que recordamos ante todo) encaja maravillosamente con el aspecto atormentado, indefenso, romántico en el sentido anglosajón del término, que precisaba el personaje.
Ese gigantón con aires de niño desvalido que no sabe quién es y esa muchacha que lamenta haber sido hasta entonces demasiado madura no podrán sino caer arrastrados desde el primer momento por una pasión entre cuyos alicientes, claro, estriba la posibilidad de que, después de todo, él sí sea un perturbado, un asesino. Pocas veces una película de esa época de Hollywood en que la censura fruncía el ceño ante cualquier exceso sensual ha transmitido, de forma tan imborrable, una atracción puramente sexual entre dos seres que, nada más conocerse, se duelen de no haberse conocido antes. El tortuoso Hitchcock, de Vértigo a Marnie la ladrona pasando por Encadenados, siempre gozó de estas historias de amor absoluto con trasfondo sadomasoquista. Y dentro de esta fabulación freudiana, ¿qué mejor metáfora de la entrega sexual —solo unas décadas después, habría sido sustituida por un abrazo febril de cuerpos desnudos— que ese famoso plano de las cuatro puertas consecutivas que se van abriendo en un espacio irreal, después de su primer beso de amor?
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Creo que la amnesia brinda a cualquier persona y su entorno la posibilidad de enfrentarse al sueño de la razón y a sus monstruos; una nueva dimensión del ser, un ser que es lo que era pero sin saberlo, sin recordarlo. Inocencia lógica o locura incomprendida.