Monográfico Revolución y Utopía: El fin de la utopía digital

Monográfico Revolución y Utopía: El fin de la utopía digital

Imagen | Mapa de «Internet» en 1973. Fuente: David Newbury

Dicen que antes era posible concentrarse. Que se podía realizar una tarea sin que fuera interrumpida a los pocos segundos de su inicio. Que eran capaces de prestar atención a una sola cosa, intensa e incansablemente. Eso era antes, claro. Antes de que la vida estuviera contenida en un rectángulo luminoso, cambiante, juguetón. Una ventana al mundo entero, un aleph. ¿Quién se puede resistir a su hechicera promesa de nuevos descubrimientos, ideas, objetos? ¿A admirar y ser admirado con fruición y deleite? ¿A su mezcla de púlpito, academia, prostíbulo y gran bazar?

Lo intuís, todos los intuís, pero debo explicaros algo sobre su oscuro origen, su complicada arquitectura. Nació para un uso militar; ello explica que carezca de un centro que pueda ser destruido. Al comienzo, el nuevo-mundo-tras-la-pantalla era burdo, ininteligible; un arcano solo descifrable para los alquimistas de lo inmaterial. Pero uno de ellos, Berners-Lee, creó caminos de baldosas amarillas que permitían su tránsito, y los llamó World Wide Web: la Red. Se negó a recibir dinero a cambio de su mágica obra, porque, como el resto de los integrantes de su orden, creía que su labor debía servir para mejorar la Humanidad.

Muchos creyeron lo mismo. A pesar de que muy pronto otros empezaron a lucrarse con la WWW, la idea primigenia seguía intacta: la Humanidad iba a mejorarse a sí misma gracias a las posibilidades de Internet. ¿Qué mal podía albergar un mundo totalmente nuevo, no manchado por los pecados del viejo mundo físico, no estructurado para ganar dinero? Tantas posibilidades por delante…

Creyeron que su mundo sería bueno porque los hombres en él se comportarían con curiosidad, creatividad y bonhomía. Si les preguntabas, te decían que todas las personas tenían no solo cabida, sino derecho a estar en él. Por definición, era universal. Prendados del sueño de una Humanidad sin defectos, los alquimistas y arquitectos de Internet creyeron que todas las máculas del hombre desaparecerían en el tránsito entre el viejo mundo físico y la nueva realidad digital. No explicaron cómo, porque ni ellos lo sabían. Era un acto de fe en su propio sortilegio, sostenida en el convencimiento de que todos y cada uno de los hombres querían una Humanidad mejor. Y que nadie que no compartiera este dogma se iba a internar por los caminos de baldosas amarillas. Habían inaugurado una realidad que funcionaba con otras reglas.

Pronto, sin embargo, aparecieron los primeros síntomas del desastre. Primero fueron extraños virus, conjurados sin necesidad alguna, simplemente con el propósito de dañar este mundo nuevo inutilizando sus anclajes con el viejo (las llamadas computadoras u ordenadores). Luego comenzaron a utilizarse las cuevas y recovecos de la nueva realidad (la llamada Dark Net, la aún más misteriosa Deep Web) para actividades que alarmaban a las autoridades del viejo mundo físico. Pero poco podían hacer: estos ladrones digitales escapaban a sus leyes, fronteras y formas de coacción. Eran, no obstante, pocos los que tenían el conocimiento y los instrumentos para burlarles. La alarma se quedó en sordina.

Sin embargo, todo iba a cambiar. Con el albor de un nuevo milenio, la compañera de la utopía digital, la revolución digital, se extendió entre grandes segmentos de la población del Primer Mundo (porque, oh sí, por si lo habíais olvidado, todavía existían diferencias, ricos y pobres, en el viejo mundo físico). Poco a poco las pantallas de ordenadores de sobremesa, portátiles, tabletas y smartphones invadieron las casas, al tiempo que sus habitantes aprendían su manejo. Simultáneamente (¿quién es capaz de establecer la causalidad?) en la Red aparecían las que se iban a convertir en la piedra angular de la nueva sociedad digital: las redes sociales. Facebook, Youtube, Spotify, Twitter, Instagram… El mundo físico se creyó conectado al duplicarse en el mundo digital. Las masas lo habían hecho suyo.

¿Llegó con ellas el nuevo civismo que se presuponía que iba a instaurar el auge de Internet? Lo cierto es que la mayor parte de los «usuarios» comenzó a utilizar la red de forma espuria, para disfrutar de contenido cultural sin pagar por él. Había renacido la piratería, adjetivada, informática. Vanos fueron los esfuerzos de los pequeños gobiernos por perseguir y erradicar esta práctica. Por cada web que prohibían aparecían, como cabezas de Hydra, muchas más. Los límites del viejo y «físico» Estado de Derecho no se aplicaban en Internet. También se instauró la práctica de acceder a información sin pagar por ella. Parecía lógico: durante siglos se creyó que la mejor forma de crear buenos ciudadanos era la vía de la cultura y de la libre información acerca de su entorno. Sin embargo, nadie calculó que la cultura y la información, integradas como estaban en el sistema capitalista en el mundo físico, dependerían también del dinero en el mundo digital. No llegó una respuesta a tiempo por parte de los usuarios digitales para sostener financieramente el sistema, por lo que perdieron su control.

Y he aquí que apareció el capitalismo y su forma más visible, la publicidad, para hacerse cargo. La tecnología, pues, se subordinó a la publicidad, y los grandes monumentos de la Red modificaron su estructura para servirla. Aparecieron algoritmos dedicamos a averiguar de qué forma los usuarios podían pasar más tiempo «en línea». La respuesta: ofrecedles contenidos que refuercen aquello en lo que ya creen; reducid la amenazante vastedad a la comodidad de lo sabido, y serán vuestros. El gran mar de Internet se convirtió en una burbuja diminuta. Y desde esa burbuja se puede obtener cualquiera de los productos que la publicidad nos ofrece de forma rápida y sencilla, sin importar el espacio que nos separe de la misma. Ah, pero el espacio todavía es importante en el mundo físico, ordenado según fronteras y Estados capaces de recaudar impuestos dentro de esas fronteras. No pueden hacerlo en el nuevo mundo digital, donde las fronteras no existen.

Este mundo sin fronteras, y también sin leyes, acabó convirtiéndose en una amenaza para el viejo sistema de organización política del mundo físico, la democracia liberal. Aquellos que en un primer momento, con la inocencia enternecedora de los pioneros, creyeron que Internet daría cabida a una revolución en la organización política que eliminara toda representación para establecer una «democracia directa», olvidaron que nada le gusta más a un hombre que que le den la razón. Pocos son los que soportan el disenso con verdadera tolerancia y elegancia, y desde luego no los que habitan Twitter. Reducidos, además, a habitantes de una burbuja (cuyas transparentes paredes son en realidad espejos de Narciso), son vulnerables ante las mentiras (llamadas postverdades) de un nuevo populismo, de izquierdas o de derechas (¿aún se aplica ese viejo clivaje?) que quiere destruir la democracia liberal y su sistema de derechos y deberes.

Nada de esto consigue debilitar el discurso de la excepcionalidad de Internet. Aquellos que alzan su voz para exigir que se cree una legalidad en la Red, una gobernanza digital, se ven atacados por los que defienden que Internet debe estar a salvo de cualquier gobierno que lo corrompa (¡mirad a China!, exclaman). Deben admitir las sombras del invento, oh sí, pero para ellos las luces brillan más: aún confían en la voluntad de los hombres para hacer un buen uso de la Red, y por ello desdeñan cualquier ley que cohíba esta libertad. Son los irredentos utopistas digitales; acabarán llevando a Internet a la ruina.


Este artículo forma parte del Monográfico sobre Revolución y Utopía que HomoNoSapiens organiza con motivo de la V Olimpiada filosófica de Andalucía, convocada por la Asociación Andaluza de Filosofía, y la V Olimpiada Filosófica de España

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About Author

José Corrales Díaz-Pavón

José Corrales Díaz-Pavón es coordinador editorial de HomoNoSapiens. Filólogo Hispánico, cree, con Eco, que la lectura es una inmortalidad hacia atrás, y ,con Kafka, que un libro debe ser el hacha que rompa el mar helado dentro de nosotros.

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