Imagen| Diógenes de Sinope, Fernando Ivorra
Ante situaciones de grave riesgo, en las que corre peligro la vida colectiva o incluso la vida individual, surge con frecuencia una pregunta inquietante: ¿qué debemos hacer?, ¿debemos renunciar a nuestras libertades, sociales o políticas, por mor de la seguridad, o más bien al contrario, debemos mantenernos firmes en la defensa de nuestras libertades, aunque ello nos suponga riesgo e inseguridad? Tal como se nos plantea la pregunta, constituye un dilema. ¿Qué es un dilema? Por este se entiende normalmente la oposición entre dos posturas, de tal modo que una de las dos es verdadera y la otra necesariamente falsa. En lógica, la definición es más estricta. El dilema es un razonamiento que parte de un enunciado disyuntivo, en el que ambos miembros llevan a la misma conclusión. La pregunta que nos hacíamos unas líneas antes se puede reformular así: ¿qué debo escoger: la libertad o la seguridad? Si opto por la libertad, al no haber controles, se producirá el caos. Si opto por la seguridad, al no poder controlar las decisiones que tomen las autoridades, también se producirá el caos. Luego, escoja una u otra, siempre se producirá el caos. Está claro que para que este dilema funcione correctamente habrá que entender libertad sin seguridad y seguridad sin libertad.
La superación de este dilema pasa por el análisis de los conceptos de libertad y seguridad. A través de ellos vamos a mostrar que el dilema entre libertad o seguridad es un falso dilema, que se basa en una concepción incorrecta de ambos conceptos.
1. Concepto de libertad
El origen del concepto de libertad es sociopolítico, surge en ese espacio indiferenciado en la Antigüedad, que abarca tanto a la esfera social como a la esfera política. El hombre libre griego (ἐλεύϑερος) es el hombre que no es esclavo. Lo mismo sucede con el hombre libre latino (liber). Llegado a su madurez, se integra plenamente en la sociedad a la que pertenece asumiendo sus responsabilidades, entre ellas la obligación de participar en la guerra. En ese momento, como muestra de su plena integración social, recibe la toga virilis o toga libera.
A partir de su origen el concepto de libertad se amplía hacia muy diversos campos, empezando por el mismo pensamiento: la libertad de pensar. A su vez, esta libertad de pensar se expresa en el actuar y en el sentir humano. Habrá tantas clases de libertad como formas humanas de actuación y expresiones humanas de sentimiento. Si nos referimos a las primeras, podemos hablar de libertad personal, social, política y económica. Si nos referimos a las segundas, nos encontramos con la libertad religiosa y la libertad estética. En todas estas manifestaciones de la libertad, el elemento que las une es el rechazo de la coacción o la imposición, ya venga de otros, de la sociedad, del Estado, del sistema económico, de las creencias religiosas o del mundo del arte. Este sería el aspecto crítico, el de libertad-de. Tras él se dibuja el aspecto positivo o constructivo: el de libertad-para. Toda libertad exige responsabilidad. Si somos libres, estamos obligados a formarnos como personas, a colaborar con la sociedad, a participar en las instituciones del Estado, a impulsar el desarrollo económico, a razonar las doctrinas religiosas y a juzgar las ideas estéticas.
Estos dos aspectos constituyen el concepto de libertad. En filosofía han dado origen a dos maneras de entenderla: la libertad como indiferencia y la libertad como autodeterminación. La primera afirma que la libertad consiste en no estar determinado por el objeto de la elección; o dicho de otra manera, en no tener más razones para elegir una cosa u otra. Llevada al extremo origina la siguiente paradoja, conocida como el asno de Buridán. Su formulación es la siguiente: ‘si un asno tuviera delante dos fajos de paja, completamente iguales y a la misma distancia, no podría elegir entre uno y otro, puesto que no tendría una mayor preferencia sobre uno de los dos; y en consecuencia, se moriría de hambre’. Esta paradoja trata de destacar la insuficiencia del primer concepto de libertad, pero no anula su importancia. Para elegir entre una cosa u otra, hay que tener previamente la capacidad de elegir. Sin esa capacidad no hay libertad posible. A esto se llama libre albedrío (liberum arbitrium).
Ha habido muchas discusiones sobre la importancia del libre albedrío. A él se refiere Aristóteles, aunque sin usar esa expresión, cuando dice en la Ética a Nicómaco: “en efecto, por elegir lo que es bueno o malo tenemos cierto carácter, pero no por opinar… y no son los mismos los que tienen la reputación de elegir y opinar mejor, sino que algunos la tienen de opinar bastante bien, pero, a causa de un vicio, no elegir lo que es debido”. Más tarde, Agustín de Hipona lo define como la capacidad de elegir entre el bien y el mal. Podemos elegir el bien y sería lo correcto, o podemos elegir el mal y nos equivocaríamos. Expresado con otras palabras, la libertad nos permite hacer un buen uso o un mal uso de ella; y aún así seguimos siendo libres. Posteriormente, en el Renacimiento, Erasmo de Rotterdam adoptará una postura semejante en su polémica con Martín Lutero. Lo cierto es que con frecuencia esa capacidad de elegir nos plantea muchos problemas: no quisiéramos tener que elegir, nos gustaría que la decisión ya nos viniese dada. Sin embargo, como dijo Sartre, estamos condenados a ser libres. Otras veces no sabemos qué decisión tomar y reaparece con toda su fuerza la paradoja del asno de Buridán: no vemos con claridad qué opción es la mejor.
El segundo concepto de libertad, la libertad como autodeterminación, añade algo más al libre albedrío. No basta con poder elegir, hay que encontrar razones para que una de las opciones posibles sea preferible a las demás. Para Aristóteles las acciones voluntarias, que son aquellas en las que estamos libres de coacción y no media la ignorancia, buscan un fin, que es el bien. Ese fin no se puede elegir si previamente no hay deliberación, pues “la elección va acompañada de razón y reflexión”. Hay un elemento cognoscitivo en la elección, que más tarde, en la Edad Media, Tomás de Aquino desarrollará. Para este tiene que haber algo que mueva a la voluntad, y ese algo es el conocimiento del bien aportado por el entendimiento. No podemos elegir adecuadamente, si previamente no lo conocemos. Esta postura intelectualista continúa en la Edad Moderna con Descartes, para el que la libertad tiene un carácter primario; es un presupuesto de la duda: sin ella estaríamos totalmente determinados por nuestras creencias. Pero la libertad no consiste en un mero no estar determinado, en un simple elegir sin preferencia previa, sino en una elección guiada por el entendimiento. Solo cuando la voluntad se dirige a la opción que el entendimiento le ha mostrado como preferible, podemos hablar de plena libertad. Como dijo en una carta a Mersenne: “Me muevo más libremente hacia un objeto, en proporción al número de razones que me llevan a ello”.
En la Edad Contemporánea el planteamiento de la libertad adquiere tonos más vitales. Un ejemplo de ello es la postura de Ortega y Gasset. Para el filósofo español la vida no nos viene dada hecha, nos la tenemos que hacer. La vida es, por tanto, “quehacer”; pero nadie nos puede imponer ese quehacer. Somos nosotros los que tenemos que decidir qué vamos a hacer. Para ello necesitamos proyectar nuestra vida en función de las circunstancias. Pero el hombre no solo tiene que hacerse a sí mismo, sino tiene que determinar lo que va a ser, tiene que inventarse su figura de vida, idear su personaje. De ahí que la vida sea “un gerundio y no un participio: un faciendum y no un factum”. Esa necesidad de proyectar implica ser libre. El hombre es libre por fuerza, lo quiera o no. Esto quiere decir que carece de identidad constitutiva, que no está adscrito a un ser determinado, que podría ser otro de lo que es. El hombre no tiene naturaleza; su única naturaleza es lo que ha hecho.
2. Concepto de seguridad
El término “seguridad” procede del latín securitas y significa ‘sin cuidado’, ‘libre de peligros o de daños’. Hay quien lo relaciona con el término griego σωτηρία, que significa ‘salvación’. En este sentido seguridad tendría el significado de ‘estar a salvo’. También en la Antigüedad se relacionó la seguridad con la disciplina, de la que se decía era hija, así como hermana de la humanidad, la frugalidad y la autoridad. La seguridad exige un orden de actuación; de ahí que para las situaciones más peligrosas o para aquellas en las que la actuación tiene que ser inmediata y no puede dejarse nada al azar, se elaboren protocolos. Estos no son simplemente reglas de urbanidad y cortesía, sino algo mucho más importante. Ciertamente hay protocolos para las ceremonias sociales y políticas, que sirven para ordenar la conducta de las diversas personas que intervienen en ellas; pero hay protocolos que tienen mucha mayor trascendencia. Tenemos así los protocolos sanitarios, cuyo seguimiento aumenta las posibilidades de vida del enfermo, los protocolos jurídicos que, si no se siguen, pueden anular una decisión judicial, o los protocolos científicos, de los que depende el éxito de un experimento. Un protocolo es un conjunto de instrucciones, normalmente en serie, que han de seguirse en una actuación determinada. Seguir un protocolo nos da seguridad en lo que hacemos. Su éxito se basa en la experiencia, en la comprobación del buen resultado obtenido. Si un protocolo falla, se sustituye por otro.
A medida que las sociedades se han hecho más complejas y tecnificadas, la seguridad ha adquirido mayor importancia. Antes la seguridad era externa, afectaba a aquello que estaba fuera de las actividades ordinarias de una sociedad. Había que defenderse de los envites de la naturaleza y para eso se escogían lugares seguros, de los animales salvajes con el uso de trampas, y de pueblos enemigos construyendo murallas y fortificaciones. La situación cambia cuando aumentan las actividades peligrosas, no solo para la salud sino también para la economía. Aparecen la seguridad en el trabajo o la seguridad industrial, que consiste en la aplicación de una serie de medidas conducentes a evitar accidentes laborales. El aumento de la velocidad en el transporte genera como respuesta la seguridad vial. Los potentes aparatos que usamos en las viviendas, que funcionan con energías potencialmente peligrosas como el gas o la electricidad, plantean el problema de la seguridad en el hogar. La complejidad social suscita la preocupación por la seguridad ciudadana. La manipulación de los alimentos provoca la necesidad de una seguridad alimentaria. El destrozo del medio ambiente hace surgir el interés por una seguridad ecológica. Podríamos seguir enumerando otras clases de seguridad, pero la manifestación más novedosa y significativa es la seguridad informática. El desarrollo de los medios digitales va unido al uso de elementos de seguridad. No hay ordenador que no tenga instalado un antivirus, las redes informáticas se dotan de mecanismos de seguridad, que constantemente van cambiando, porque siempre hay agujeros por los que entran los hackers.
La búsqueda de la seguridad lleva a la generalización de la protección con la implantación de los seguros. El seguro más importante es el que ofrece el Estado a los ciudadanos y que conocemos con el nombre de seguridad social, compuesto básicamente de asistencia sanitaria y cotización para la jubilación. También conviene destacar los seguros de coches, imprescindibles para conducir, los seguros de hogar, los seguros de vida, los seguros profesionales, los de enterramiento, etc. Aseguramos muchos de los aparatos que compramos, más allá o por encima de su período de garantía. Es frecuente asegurar móviles u ordenadores. Prácticamente no hay actividad o posesión humana que no sea objeto de algún seguro. Queremos vivir protegidos.
Ahora bien, por mucho que lo intentemos, no puede haber seguridad completa. Hay momentos en los que se muestra la fragilidad de la existencia, como nos está sucediendo con la pandemia del Covid-19. ¡Quién iba a pensar que estaríamos confinados al modo como lo hicieron nuestros antepasados lejanos con la peste, el cólera y otras enfermedades contagiosas! Habíamos confiado tanto en la ciencia, que hemos olvidado que no es omniprotectora. Nos sentíamos tan protegidos, que no nos dotamos de mecanismos alternativos de protección. La búsqueda de una vacuna que nos proteja del virus procedente de China es una búsqueda soteriológica.
El hombre primitivo, con sus toscos instrumentos, era más sensible a las dificultades de la existencia: sabía que ante determinadas catástrofes nada podía hacer. Nosotros, sin embargo, creemos tenerlo todo asegurado; y cuando algo falla, nos asustamos.
3. Relación entre libertad y seguridad
Del análisis de los conceptos de libertad y seguridad no se deduce que sean incompatibles, sino más bien lo contrario, con la salvedad de algunas excepciones. Ni somos totalmente libres, ni estamos totalmente seguros. La libertad es limitada y la seguridad absoluta es imposible. Cuando elegimos, lo hacemos sobre un conjunto limitado de opciones, aquellas que, como diría Ortega, se nos presentan en la circunstancia; y al hacer la elección, solemos escoger la opción vital más segura para nuestros intereses, que no tiene que coincidir con la más rentable, ni con la más agradable ni con la más fácil de realizar. Por otra parte, no es posible asegurarlo todo. Hay un factor de espontaneidad, que caracteriza a la misma vida. Continuamente están apareciendo formas nuevas, no solo de pensar, sino de actuar y sentir. Cambian las costumbres, las formas estéticas, las prácticas religiosas, las profesiones, la tecnología, etc. Por eso, los protocolos, tan importantes en determinadas situaciones, son limitados: no todo se puede protocolizar, nos asfixiaríamos.
La limitación que es consustancial a la práctica de la libertad y de la seguridad les quita su carácter excluyente. Ni la libertad anula la seguridad, ni la seguridad anula la libertad. Más bien sucede al revés. No hay libertad sin seguridad, ni seguridad sin libertad. Varios ejemplos pueden servirnos para entender esa necesidad mutua. Fijémonos en las cotizaciones para la jubilación. Sin esa seguridad que presta cuando el individuo deja de estar capacitado para trabajar, la libertad por razones económicas queda muy reducida: los mayores no tendrían medios para vivir por sí mismos y tendrían que recurrir a otros, normalmente a los familiares más directos. Si no hubiera seguro de desempleo, el que quedase sin trabajo tendría una situación económica mucho más difícil y estaría falto de toda libertad real, es decir, su capacidad de elección sería mínima. Si no hubiera un seguro sanitario que afectara a la totalidad de la población, las enfermedades serían mucho más terribles y mayor la mortalidad. No todo el mundo puede costearse una medicina privada.
Ahora veamos la situación contraria a la descrita anteriormente: seguridad sin libertad. Muchas de las actuaciones técnicas están automatizadas. Los automatismos tienen la ventaja de que evitan los errores humanos, haciendo más seguro el proceso. Fijémonos en esos aparatos tan complejos que son los aviones. Están dotados de muchos mecanismos de seguridad, pero tales mecanismos no bastan para el pilotaje. El despegue y el aterrizaje necesitan de la intervención humana. Existe el piloto automático, pero cuando la situación es adversa, el que actúa es el piloto humano. Otro ejemplo es el coche automático, todavía en experimentación. Por muchos mecanismos de seguridad que lleve, siempre debe dejar abierta la posibilidad de conducción humana. Estos dos ejemplos muestran que la seguridad tiene dos limitaciones: una externa y otra interna. No se trata solo que toda actividad humana sea imposible de asegurar, sino que con frecuencia siempre hay dentro de todo proceso partes que escapan a la seguridad. Esta sería la limitación externa. A esta se añaden los fallos de los mecanismos de seguridad, que sería la limitación interna. Tanto en una como en otra la libertad de actuación es necesaria.
4. Conflicto entre libertad y seguridad
Pero a veces libertad y seguridad entran en conflicto. Esto sucede cuando una u otra se usa inadecuadamente. Veamos primeramente la situación en la que la libertad entra en conflicto con la seguridad, como es el caso de un gobierno elegido democráticamente que lleva a cabo una gestión tan nefasta, hasta el punto de que la seguridad de los ciudadanos queda gravemente afectada. El ejemplo histórico más conocido es el gobierno de Hitler en la Alemania de la primera mitad del siglo XX. Accedió al poder democráticamente, ganando unas elecciones libres. Sin embargo, muy pronto se volvió un peligroso enemigo de aquellos a los que él creía opositores, llegando a eliminarlos y convirtiéndose en un régimen genocida con más de seis millones de judíos asesinados en cámaras de gas. Es un caso excepcional y extremo, aunque no único. Aquí se usó la libertad para anularla radicalmente.
Un caso diferente son los Estados comunistas. Aparentemente nada tienen que ver con la libertad, porque son Estados totalitarios; no así su justificación. Los comunistas han justificado la lucha por el poder político y su control como una liberación del pueblo o más bien de la clase proletaria respecto a la opresión capitalista. Esa falsa liberación prometida, cuando llegan al poder, se convierte en una opresión todavía mayor, en la que nadie está seguro ante la discrepancia más pequeña.
Más frecuente es el conflicto de la seguridad con la libertad. Los Estados suelen tener fuerzas de seguridad, unas para la actuación interna, la policía, otras para la defensa externa, el ejército. A veces la policía deja de cumplir su función de proteger al ciudadano y hace lo contrario, como detener ilegalmente, maltratar a los detenidos, causándoles lesiones físicas y morales. Otras veces interfiere los mecanismos internos de funcionamiento del Estado; y de ser un protector de esos mecanismos, se convierte en un peligro. Es el caso de los policías corruptos.
También el ejército, que está pensado para proteger el orden constitucional del Estado así como defenderlo de los ataques externos de potencias enemigas, se puede volver contra el mismo Estado anulando las libertades e instaurando una dictadura. Normalmente los golpes de Estado ejecutados por el ejército se justifican en la falta de seguridad del gobierno al que se enfrenta, que contraponen a la pretendida seguridad que la organización militar representa.
Todos los casos anteriores son de tipo general. Pero hay situaciones concretas y cercanas al individuo, en las que el conflicto entre libertad y seguridad reaparece. La novedad en estos casos es que el individuo es el que tiene que decidir. Un ejemplo reciente es el confinamiento que se produjo en España a causa de la pandemia producida por el Covid-19. Hubo que decretar el estado de alarma para limitar al máximo la movilidad de los ciudadanos. En este caso primó la seguridad sobre la libertad. Hubo quien protestó porque, según creía, los estados de alarma no estaban pensados para ese fin; y con una ley sanitaria específica se hubiese conseguido el mismo efecto. Hubo también quien, en uso de su libertad, incumplió el estado de alarma y fue sancionado. Otro ejemplo más común son las manifestaciones ilegales, todas ellas cargadas de razón para los manifestantes. Si se opta por la libertad, se acude a la manifestación, arriesgándose a una represión policial más o menos dura y probablemente a una sanción. Si se opta por la seguridad, se queda uno en casa y se evitan problemas.
En los casos generales es muy difícil establecer algún medio para resolver el conflicto. ¿Quién le iba a decir a Hitler que no debía eliminar a los judíos? ¿Quién le puede decir a los gobernantes comunistas que democraticen el Estado? ¿Quién puede convencer al ejército de que no dé un golpe de Estado? Los que intenten hacerlo arriesgan su vida. Sin embargo, en los conflictos más cercanos al individuo es posible y aconsejable utilizar algún medio para resolverlo. En el primer ejemplo que hemos puesto está claro: la elaboración de leyes más adecuadas a la situación excepcional de una pandemia; en el segundo, una actitud más dialogante, persuasiva y permisiva al mismo tiempo, entre el gobierno y las fuerzas sociales.
5. Conclusión
La falsedad del dilema entre libertad o seguridad esconde un problema conceptual y obedece a una falta de perspectiva. Este dilema solo existe si se entienden la libertad y la seguridad de forma absoluta, de tal manera que la libertad es lo contrario de la seguridad y la seguridad es lo contrario de la libertad. Pero ya hemos visto que la libertad y la seguridad se necesitan una a otra, porque ambas son limitadas. Tan caótica e imposible es una libertad absoluta como una seguridad absoluta. Por otra parte, la falta de perspectiva consiste en confundir los casos generales con los particulares. Solo en estos últimos cabe hablar de dilema, que la mayoría de las veces se reduce a alternativas o disyunciones exclusivas. Solo para personas moralmente muy escrupulosas algunas de esas alternativas pueden convertírseles en dilema. Así la alternativa entre asistir o no a una manifestación ilegal puede convertirse en el dilema siguiente: ‘asisto o no asisto a una manifestación ilegal. Si asisto, demuestro mi libertad frente al poder, pero asumo que puede dificultar mi vida futura. Si no asisto, protejo mi seguridad, pero me desacredito ante mis compañeros, lo que también dificultará mi vida futura. Luego asista o no asista, mi vida futura se dificultará’. Gracias a que el dilema entre libertad y seguridad es falso en la mayoría de los casos, la toma de decisiones resulta más fácil. Si no lo fuera, la situación sería moralmente muy complicada para el individuo.
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