Imagen | Rebeca Madrid
Creo que ya está bastante asumido que en nuestro mundo actual se viven unos ritmos de vida muy acelerados y que, a veces, nos cuesta seguirlos con serenidad y control. Los cambios que se producen en todos los ámbitos de nuestra sociedad son bastante profundos e inquietantes, al mismo tiempo que apasionantes, según afecten sus consecuencias de una manera grata o ingrata. Lo desconcertante de este proceso que llevamos es que en determinados aspectos humanos, esenciales para lograr dignidad y estabilidad en la vida de las personas, en lugar de evolucionar, que sería lo natural, se produce una involución preocupante: hambre, agua, educación, sanidad, trabajo, vivienda, exilio… situaciones que siguen afectando a millones de criaturas en este mundo globalizado y producen una gran indignación en la conciencia humana y demasiado sufrimiento.
Ahora, en España, nuestro país, en el que han existido y coexistido tantas culturas y tantas ideologías a lo largo de su historia, da la sensación de que se pretende alimentar, en el siglo XXI, la discordia y la incertidumbre en la convivencia entre los ciudadanos españoles. Precisamente, en la fecha en el que el rey Juan Carlos I abdicó y traspasó a su hijo Felipe VI la responsabilidad de la Jefatura de Estado, se volvió a convulsionar el pensamiento social y político entre Monarquía o República. Y yo me pregunto, ¿no sería más coherente plantearse, a estas alturas de nuestra historia, el mejor funcionamiento de una Democracia que garantice una justicia social, política y económica, sin tanta corrupción ni engaños? ¿No necesitamos mejor una sociedad basada en el respeto y la dignidad humana, facilitadora de una convivencia sin esos enfrentamientos que persiguen dividir a la población, en lugar de afrontar los problemas con un talante conciliador? ¿Es que nuestra historia pasada no nos enseña que podemos y debemos vivir en paz sin esas provocaciones agresivas, vengan de donde vengan, que sólo pueden traer dolor y sufrimiento a las familias? Lo fundamental de una Democracia, pienso, no es que se viva desde una posición monárquica o republicana, sino desde la práctica de una justicia social, política y económica que garantice la estabilidad y el bienestar de toda la población española, toda, y no solamente para una minoría privilegiada que quiere recibir en exclusividad los beneficios del poder que ostenta.
Ahora, estamos de nuevo en época de elecciones a diferentes niveles. Da pena, rabia, dolor, frustración, ver las actitudes de quienes quieren presentarse como representantes de los españoles; escuchar las groserías más bajas que impiden pensar en un diálogo, en una dialéctica política constructiva, en unos discursos que de verdad demuestren el talante político y humano que puedan ofrecer convicciones serias y creíbles. Son necias confrontaciones provocadoras de tensiones que recuerdan épocas que considerábamos ya como parte de una historia pasada. Las descalificaciones que sólo pretenden arruinar la esperanza de lo que debería ser el respeto por los valores humanos. Cuando los principios éticos fallan, ¿cómo se puede pensar en Monarquía, República o Democracia? Cabría pensar entonces que se está corriendo el riesgo de la destrucción de un país que debería estar gobernado por el sentido común, por una coexistencia que permita convivir, desde un respeto recíproco, independientemente de las ideas o creencias políticas que cada uno tenga.
Tenemos en nuestro mundo actual experiencias que desarrollan la Democracia desde posiciones monárquicas o republicanas en Europa, incluida España, y no se cuestiona públicamente su validez en la ejecución de esas políticas y esas economías. El problema y lo que se cuestiona es cómo se lleva a cabo esa justicia, esa política que haga posible hacerla llegar a todos los ciudadanos, sin esas prácticas corruptas e interesadas que conducen a tantas desigualdades injustas. Ese, creo, es el problema. Más que Monarquía o República es justicia social y humana lo que debemos reivindicar con todas nuestras fuerzas. Una sociedad sin tantas desigualdades y tan extremas. Ahí es donde debemos centrar nuestro pensamiento, en cómo hacer posible esta otra manera de ejercer la política como servicio a los ciudadanos y no al servicio de una economía de mercado que sólo beneficia a los ricos de este mundo de hoy o a grupos partidistas que para nada piensan en el bien común. Esa, pienso, es la raíz de nuestros problemas. La dicotomía de los modelos monárquicos o republicanos, en el mundo que vivimos, debería estar ya superada, colocando todo nuestro interés en un modelo de política basado en la justicia con mayúscula, en la verdad, en la transparencia, en cómo evitar esas desigualdades que llevan a la pobreza a demasiadas familias, en hacer posible una cultura y una educación que nos enseñe a convivir en paz y con respeto, en hacer posible recuperar los beneficios sociales en todas sus aplicaciones, que se han perdido, y que se garantice vivir con dignidad. Por lo tanto, pienso que no se justifican de ninguna manera esos enfrentamientos ideológicos que pretenden inculcar en la población española. La historia acumula ya demasiado sufrimiento por esta causa. Vayamos pues a la raíz de los problemas que nos están afectando. Esa debe ser nuestra valentía, nuestra honradez y nuestra voluntad.
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Estoy de acuerdo en que lo importante, es lo importante, pero creo que se mezclan conceptos. El decidir o plantearse la forma de estado, no implica mermar el respeto, la buena convivencia y la justa gestión de los recursos.