Europa, 1927. Han pasado 7 años desde la entrada en vigor del Tratado de Versalles, sello y presunto garante de la paz en Europa tras el fin de la guerra en 1918. Sin embargo, la estabilidad está lejos de ser una realidad en el Viejo Continente, noqueado y desorientado tras la destrucción de la idea del progreso como ley histórica incuestionable, incapaz de encontrar un sustituto al optimismo, casi la arrogancia en sí mismo que dejó la Belle époque. O encontrándolo en la armazón político-intelectual de los totalitarismos. La República de Weimar apenas si puede controlar la inflación y estabilizar su economía. En ese mismo año de 1927 los nacionalsocialistas encabezados por un ya conocido Adolf Hitler se reunirán por primera vez en Núremberg, con el objetivo de lograr con los votos aquello que mediante la fuerza habían sido incapaces de conquistar tras el fallido golpe de Estado de 1923: el poder. En la URSS, por el contrario, la economía dará un salto de gigante cuando la nomenklatura soviética acabe con el vacío de poder existente desde 1924 y elija al sucesor de Lenin, un nuevo dictador que impondrá una política de industrialización y colectivización que harán de las naciones soviéticas una potencia mundial: Iósef Stalin. En Italia, Mussolini ultima su dictadura con la prohibición de los demás partidos políticos, al tiempo que comienza su expansión territorial con los Tratados de Tirana. El fantasma del comunismo y el hastío de la guerra llevan a Francia y al Reino Unido a redoblar los esfuerzos diplomáticos para evitar un nuevo conflicto, que, tras la creación de la Sociedad de Naciones (1920) y los Tratados de Locarno (1925), desembocará en el Pacto de Briand-Kellog (1928), un intento por reafirmar la imposibilidad de una nueva guerra continental. En la Península Ibérica el dictador español Miguel Primo de Rivera obtiene sus máximos éxitos económicos y políticos, mientras que en Portugal Oliveira Salazar comienza a afamarse como el salvador de la patria.
Y también en 1927 el austríaco Stefan Zweig publicará sus Momentos estelares de la humanidad. Catorce miniaturas históricas, que se convertirá en su primer gran éxito, previo a su fama de fino psicologista, proclamada en biografías como las de Fouché o María Antonieta. Catorce relatos que novelizaban lo que para Zweig eran algunos de los momentos fundamentales de la historia, definitorios del devenir humano. No parece casual que tanto el primero como el último sean sendos fracasos: el pórtico del libro nos muestra a un Cicerón incapaz de defender los valores de la República romana ante la descomposición que significaba el triunvirato de Octavio, Lépido y Marco Antonio, mientras que su final nos lleva al propio Tratado de Versalles y el fracaso del presidente americano Woodrow Wilson para que el orden mundial saliente de la Primera Guerra Mundial fuera, antes que la revancha de los vencedores sobre los derrotados, un garante de la paz perpetua.
Zweig se suicidará en Brasil en 1942, incapaz de soportar la muerte de su querida Europa. Él, que tituló sus memorias El mundo de ayer. Memorias de un europeo, es incapaz de sobrevivir ante la constatación de que esa Europa libre y liberal, abierta, culta, en donde se podría viajar sin necesidad de pasaporte, está definitivamente muerta, con la guerra fratricida protagonizando otro momento estelar marcado por el fracaso, que impide el renacimiento de su querida patria continental. Hoy, tres cuartos de siglo después, Europa está, institucionalmente, más unida que nunca, y, al mismo tiempo, nunca antes desde el inicio de su proceso de integración había sido tan posible su desintegración. El referéndum del Reino Unido del día 23 de junio marcará para siempre la historia del Viejo Continente. Europa está en la encrucijada y, para narrarla, nada mejor que recurrir a su gran amante, Zweig, y hacerlo como el decimoquinto de los momentos estelares de la humanidad.
Europa, 1950. Han pasado 8 años de la muerte de Zweig, 5 del fin de una guerra que ha dejado tal cantidad de muertos que no es posible hacer una estimación precisa y un continente traumatizado, que aún tardará 40 años y un relevo generacional completo en atreverse a mirar al pasado a la cara. En París, Robert Schumann, un hombre gris, representante de la clase política que se había hecho cargo de la Cuarta República Francesa, va a dar un discurso. Él, que ha sufrido en primera persona la enquistada disputa germano-francesa por Alsacia y Lorena, que en la Primera Guerra Mundial formó parte del ejército alemán, en la Segunda fue arrestado por la Gestapo y huyó de Alemania, y en la postguerra es visto en Francia como parte de la élite del gobierno de Vichy (lo que no le impide ser primer ministro y ministro de asuntos exteriores de la nueva república), es el encargado de verbalizar ante la opinión pública mundial la única forma de evitar un nuevo apocalipsis:
«La paz mundial no puede salvaguardarse sin unos esfuerzos creadores equiparables a los peligros que la amenazan.
La contribución que una Europa organizada y viva puede aportar a la civilización es indispensable para el mantenimiento de unas relaciones pacíficas. Francia, defensora desde hace más de veinte años de una Europa unida, ha tenido siempre como objetivo esencial servir a la paz. Europa no se construyó y hubo la guerra.
Europa no se hará de una vez ni en una obra de conjunto: se hará gracias a realizaciones concretas, que creen en primer lugar una solidaridad de hecho. La agrupación de las naciones europeas exige que la oposición secular entre Francia y Alemania quede superada, por lo que la acción emprendida debe afectar en primer lugar a Francia y Alemania […]»
Este será el punto de nacimiento del proceso de integración europeo, pero observemos que en sus bases están el miedo y el pragmatismo. Miedo, porque el único principio que valida la construcción de esta armazón es el temor de los europeos a sí mismos, a su capacidad de autodestrucción. Pragmatismo, porque asumen de entrada la imposibilidad de su realización inmediata, postulan un proceso lento. ¡Qué diferencia con los idealistas y románticos procesos de unificación de Alemania e Italia hace menos de un siglo! Y es que, desde el principio, las élites europeas se enfrentan a un problema de índole conceptual, dado que la única forma de construir un sentimiento de comunidad, de «solidaridad», es el esquema del nacionalismo que han articulado a las naciones europeas desde el siglo XIX, y cuya exacerbación ha formado parte de los totalitarismos que han arrasado el continente. Así, el nuevo entramado institucional se dotará de un parlamento, una bandera, un himno y un lema, símbolos de la nación, pero no asumirá la necesidad de inculcar un sentimiento común de pertenencia. La educación seguirá formando ciudadanos franceses, alemanes, belgas, etc., al tiempo que el entramado supraestatal asume cada vez más competencias. Lo que comenzó siendo una unión de seis países en torno a la industria del carbón y el acero avanzó a paso lento pero seguro, ampliada en países, instituciones, competencias y tratados bajo la autoridad del ‘consenso permisivo’ que los ciudadanos otorgaban a las élites políticas nacionales, que seguían teniendo ante la ciudadanía la legitimidad del poder otorgado democráticamente. Sin embargo, la coordinación de las políticas nacionales demanda una autoridad superior, que las élites europeas no estaban dispuestas a conceder (o no del todo) y los ciudadanos europeos a reconocer. Se creará, así, un potencial conflicto entre competencias y legitimidad.
Este conflicto permanece latente al tiempo que el Continente se embarca en una nueva fase de su integración desde finales de los 80’. Muy atrás quedan ya los miedos de una nueva guerra, y el mundo ha cambiado lo bastante como para reclamar una nueva orientación. La globalización, de la que las instituciones europeas serán a la vez síntoma y causa parciales, proporcionará la nueva orientación, favorecida por el final de la Guerra Fría tras la desintegración de la URSS. Así, los europeos crearon todo una maraña de instituciones destinadas a, al mismo tiempo, favorecer el desarrollo económico y evitar que ningún país se sintiera demasiado aprisionado en sus redes. Grosso modo, a la denominada Unión Europea desde el Tratado de Maastrich de 1992 se le superpondrá el Acuerdo Schengen de libre circulación en 1995, y la Zona Euro en 1999, con distintos integrantes y excepciones puntuales para países que, como el Reino Unido o Dinamarca, fueran reacios a perder en exceso su soberanía. Por primera vez desde hace más de medio siglo el Viejo Continente ha superado sus recelos y creado la mayor comunidad política internacional del mundo, el mayor espacio democrático y el más avanzado en la política, la economía y los cánones de bienestar. El paraíso en la Tierra.
Con la llegada del nuevo milenio las clases políticas nacionales y supranacionales decidirán aprovechar los vientos favorables del aparente éxito de sus políticas para paliar el déficit palpable en la legitimización de las instituciones europeas, proponiendo la creación de otro símbolo nacional para Europa: una Constitución[1]. Sin embargo, por primera vez desde 1950, se producirá una clara discrepancia entre la ciudadanía y las élites políticas cuando los ciudadanos de Francia y de los Países Bajos rechacen en referéndum, conminados por la extrema derecha nacionalista y la extrema izquierda postcomunista y antiglobalización. Paralizados por el revés, efecto bumerán provocado por la deliberada ausencia de un sentimiento identitario europeo, la nomenklatura europea retomará la fórmula del tratado, y firmará en Lisboa en 2007 un remedo del texto constitucional. Sin embargo, el daño está hecho, y aquellos países que han sentido como opresivo el fallido proceso de unión política aprovecharán para negociar (más) excepciones y la posibilidad de que un país miembro abandone la Unión.
Un año después Europa sentirá el primer coletazo de la crisis bancaria, devenida en económica, que se inicia en EE.UU. En el Viejo Continente la especulación en torno al euro pondrá de manifiesto las deficiencias del diseño: mientras que durante los años previos algunos países habían vivido de burbujas económicas débiles, sin diseñar un correcto sistema impositivo, o directamente falseando sus cuentas públicas, durante los años posteriores a 2008 las instituciones europeas se verán sobrepasadas por la magnitud del desastre, incapaces de elaborar una respuesta integral. Liderados por una Alemania miope, Europa sostendrá una política de austeridad en las cuentas públicas de cada país miembro que, a la par que inefectiva, no es entendida ni aceptada por gran parte de su población. La falta de un sentimiento real de solidaridad hará que aquellos países que necesiten dinero se vean sometidos a unas exigencias leoninas para obtenerlo, al tiempo que aquellos que soportan mejor la crisis vean a sus compañeros de continente como una rémora, parásitos injustamente mantenidos. Caricaturizados bajo la denominación de ‘troika’ o ‘talibanes’ de la austeridad, la jerarquía europea se convertirá en la cabeza de turco que la ciudadanía necesita para sostener la esperanza de una alternativa posible, que partidos de extrema derecha (para los que la misma existencia de la UE es una aberración, enamorados de la identidad nacionalista, adictos a sus prejuicios y su chovinismo) y de extrema izquierda (que ven en cualquier forma institucionalizada de colaboración internacional un instrumento al servicio del capital, que piensa que cualquier medida o tratado que beneficie a las élites debe ir, indefectiblemente, en contra de la mayoría de la población) aprovecharán electoralmente. Grecia se convertirá en el campo de batalla, con unos proclamando la necesidad de su expulsión y otros reclamando que la recuperación de la dignidad de los griegos pasaba inexorablemente por un abandono de la UE. En los años siguientes, la Europa continental vivirá un renacimiento de las opciones radicales, con los postcomunistas ganando las elecciones en Grecia y la extrema derecha copando grandes parcelas de poder en Europa del Este, Centroeuropa y Francia.
Cuando el riesgo de desintegración a cuenta de Grecia parecía haberse conjurado, el premier británico David Cameron anuncia un referéndum sobre la permanencia de su país en el club de los 27. Los rumores sobre la salida de Grecia no pasaron de eso, rumores, pero sirvieron para levantar el tabú en torno a la irreversibilidad de la pertenencia a la UE. Por vez primera en su historia la Unión Europea puede afrontar el abandono de uno de sus miembros [2], confirmando así que el único resultado del proceso de integración europea es la ejemplificación de los más horribles iconos literarios británicos: un monstruo de Frankenstein sin alma, un Drácula que chupa la sangre de los honrados y trabajadores ciudadanos británicos.
Europa, 2016. El Mediterráneo es una trampa mortal, que acoge los cuerpos de los desesperados que huyen de la guerra y la pobreza en África y Oriente Próximo. La Unión Europa renuncia a afrontar este problema, y paga a Turquía para que sea su carcelero. Por primera vez desde la II Guerra Mundial, la presidencia de Austria se decide entre un candidato ecologista y un extremista nacionalista. En Francia, los chovinistas lepenianos se preparan para disputar las próximas elecciones presidenciales. La Unión Europea está más débil que nunca, gigante con unos pies de barro erosionados por aquellos que no le perdonan el pecado original de un déficit democrático que parecen obviar en las ancianas naciones europeas. ‘La UE no es democrática’, claman, y piden abandonarla al tiempo que insinúan que sus propios países adolecen de una falta de democracia. Pero no tienen otra alternativa que la del Estado-nación, y a él se aferran. Los británicos, con su voto, pueden acelerar un proceso de reflexión inevitable. La diferencia radicará en el contexto en que se aborde. Y si hoy afrontamos el futuro de la UE, morirá irremediablemente.
Leer más en Homonosapiens| Síbaris o Aquilea
[1] Denominación que hay que tomar con cierta precaución: aunque era un avance en el proceso de integración, aun distaba de ser algo parecido a lo que entendemos por constitución en el sentido nacional. El verdadero triunfo radicaba en la carga simbólica y sentimental del término
[2] Segunda, si tenemos en cuenta el primer referéndum británico por la permanencia, en 1975. Sin embargo, esta era una Europa preMaastrich, que aún no había formulado su objetivo de una unión política cada vez más estrecha