Monográfico El poder del mito: ¿Mitofilia o mitofobia?
Imagen | Marta Benito
Puede que sea un falso dilema para el Hamlet contemporáneo. Antes de adentrarse en la vejez y en los caminos de la abstracta ciencia dialéctica, Platón mostró abiertamente su pasión por los mitos. Adoptando el lenguaje de su época, heredero de la poesía épica de Homero y Hesíodo, el autor de La Republica nos seduce al hacer de los mitos el vehículo predilecto del pensamiento filosófico que emerge a través del diálogo. Aristóteles, el discípulo aventajado de Platón, abrazó la ciencia libre de mitos tras su fructífero periodo de aprendizaje en la Academia y señaló que había otros medios eficaces para la expresión de la filosofía. No obstante, así como el viejo Platón se apartó de los mitos para urdir la trama del tejido de las Ideas, Aristóteles proclamó: “A medida que envejezco y me siento más solo, me he hecho más amigo de los mitos”. ¿Mitofilia o mitofobia?
Está claro que los mitos no nos dejan indiferentes. En la introducción a su Diccionario de los Mitosi Carlos García Gual intenta ofrecer, con cautela, una definición provisional de la palabra “mito”. “El término “mito” –afirma- se aplica a algo que parece ser extraordinario, fabuloso, ejemplar y memorable, aunque tal vez poco objetivo, y exagerado, fastuoso y falso” (…) “Lo mítico aparece aureolado de un halo de fantasía y elevado al ámbito de lo imaginario, y puede así ejercer un mágico y poderoso encanto sobre nuestra actitud frente al mundo (Puesto que somos, más que realistas, seres emotivos, imaginativos y memoriosos)”. En cualquier caso, conviene estar alerta, puesto que el mismísimo Platón –el mitófilo- nos previene frente a los enigmáticos poderes del mito, dado que “el ámbito seductor de lo fabuloso, lo memorable y lo imaginario nos aleja de la verdad. ¿Es verdad que domina en nosotros lo emotivo, imaginativo y memorioso? ¿Don Quijote o Sancho Panza?
El término griego mythos significó originariamente “relato, narración, cuento, palabra” y su naturaleza es simbólica. García Gual propone una definición funcional más perfilada: “mito es un relato tradicional que refiere la actuación memorable y paradigmática de unas figuras extraordinarias –héroes y dioses- en un tiempo prestigioso y esencial. Los mitos ofrecen unas imágenes que impactan en la memoria colectiva, y que perviven en la tradición, porque sin duda responden a preguntas fundamentales del ser humano y su inquietud ante los misterios de la vida y los retos de la sociedad”ii. En términos parecidos se pronunció el investigador británico G.S. Kirk: “los mitos son una clase especial de historias o cuentos tradicionales que se distinguen por su especial profundidad, su carácter imaginativo y poco común, y por una tendencia a ir más allá de la propia vida”iii. Y como la categoría “mito” es vaga y difícilmente diferenciable de una leyenda, una saga, un cuento popular o una tradición oral, Kirk propone huir de las definiciones esencialistas, y piensa que es un error aislar algún carácter específico y central de los mitos, por lo que no puede existir una sola teoría capaz de abarcar la diversidad de estos. Este es su diagnóstico: los antropólogos “se han embrollado en teorías muy extremas sobre la naturaleza de la sociedad, lo que ha entorpecido su acercamiento a los mitos, que son una de las manifestaciones primarias de una cultura oral”; los historiadores de la religión “han seguido ocupándose principalmente de la relación entre los mitos y los ritos”; y los psicólogos “continúan tejiendo de manera no excesivamente inspirada las teorías del inconsciente mítico sugeridas por Freud y Jung”iv. Les propongo salir de estas arenas movedizas, siguiendo las indicaciones de Kirk y García Gual, examinando algunos de los rasgos característicos de estas poderosas construcciones culturales, con el fin de reflexionar sobre el poder de los mitos.
Los mitos tienen la estructura formal de un relato, de una historia dotada de una estructura dramática y un desenlace (es decir, de un principio, un desarrollo y un final). Habitualmente, dichos relatos se sitúan en un tiempo originario, hacen referencia a la antropogénesis, incluyen acciones fundacionales que configuran la situación actual del ser humano, tienen protagonistas señalados y llevan a determinados resultados. No olvidemos que el centauro Quirón es el “primer contador de historias” de Occidente. Es sabio, médico y educador. En él, mitad animal, mitad humano, se unen lo natural y lo cultural que nos caracteriza y es, incluso, un intermediario que nos pone en contacto con lo divino. En cualquier caso, no parece necesario justificar el poder de los mitos en este punto, pues se trata del mismo poder que tienen algunos relatos orales y literarios contemporáneos –en los que se nos cuenta una historia, como sucede en muchas series actuales y novelas dotadas de un especial magnetismo- para atraparnos en sus redes conceptuales y emocionales.
Son también relatos tradicionales y no históricos. Según Kirk, son relatos contados habitualmente en sociedades no-literarias de tipo tradicional y que se han transmitido de generación en generación debido a la importancia de sus mensajes. No obstante, no hay que olvidar que los mitos griegos sí recibieron forma literaria, tienen un repertorio de temas limitado (resultado de un largo proceso de desarrollo y elaboración consciente), no están obsesionados por los problemas de la organización social –como sucede en otras culturas de pensamiento arcaico-, y se pueden clasificar en dos grandes grupos: mitos divinos (de tono sagrado o sobrenatural) y sagas heroicas (de tono profano y práctico, y menos imaginativo). Dioses y héroes no dejan de seducirnos. Reconocemos nuestra humanitas en los héroes y ello, como prólogo de una deseable conquista de nuestra “super-humanidad” nietzscheana.
Por otra parte, Kirk nos recuerda que los mitos tienen un poder narrativo excepcional, y una clara influencia funcional en relación con algún aspecto importante de la vida individual, o social o comunal. No es extraño descubrir –como me suele ocurrir año tras año- cómo la historia de Edipo en la que hacen presencia el infanticidio, el parricidio, la peste, el incesto o el suicidio consigue captar la atención de un aula atestada de adolescentes abducidos por su dispositivo móvil. En cualquier caso, dichos relatos van más allá del mero entretenimiento y del encanto narrativo, puesto que están dotados de una función vital de comunicación e instrucción entre contemporáneos y entre diferentes generaciones, puesto que son portadores de importantes mensajes sobre la vida en general, y sobre la vida social en particular.
Schopenhauer, entre otros, pensaba que sólo se podía acceder a las verdades profundas de la vida a través de los mitos, de las interpretaciones alegóricas, de lo simbólico, de las metáforas. En este sentido, Kirk nos recuerda que nos encontramos ante relatos multiformes, imaginativos y libres en sus detalles. No son uniformes (de hecho, suele haber diferentes versiones de los mismos), ni lógicos, ni internamente consistentes. Por consiguiente, frente a la razón lógico-demostrativa, frente a la organización conceptual de la filosofía y la ciencia, el mito representa el dominio de la imagen, fruto de la fantasía creadora. El historiador Hans Blummenberg subraya, a este respecto, la “constancia icónica” de los mitos, la permanencia de sus imágenes, lo que asegura su difusión en el espacio y el tiempo. Los mitos impregnan la vida en su conjunto, puesto que representan un saber colectivo y acabado. Y nos transmiten su saber con el calor de los afectos y su inequívoco sentido emocional.
Por otra parte, su naturaleza “multifuncional” (su diversidad de intenciones e interpretaciones) permite reorganizar las imágenes en distintos contextos, intentando “dar un sentido humano a lo que nos rodea”, algo que en ocasiones no tiene una significación clara. Son relatos multifuncionales, puesto que en ellos coexisten diversas motivaciones (sociales, psicológicas, cosmológicas, etc.) y como consecuencia de ello, distintos oyentes o lectores pueden valorar un mismo mito por diversas razones. De este modo, se podría decir que el mito de Edipo nos previene frente a los efectos psicológicos negativos de mantener relaciones sexuales con nuestra madre y tener hijos con ella. Pero también se podría extender su advertencia a la sociedad en su conjunto: el patrón sexual del incesto no es adecuado para que el todo social sobreviva –por motivos biológicos que desconocían los antiguos griegos.
Los “placeres del entendimiento”, comparados con los de la “imaginación”, son más puros y pueden llegar a ser igual de intensos que estos y suscitar el entusiasmo en el sujeto. Pero los “placeres de la imaginación” tienen una gran ventaja: son más obvios, o más fáciles de adquirir que los del entendimiento. Y la imaginación vela más por la salud que el entendimiento, puesto que los placeres del entendimiento “suelen ir acompañados de un trabajo demasiado violento del cerebro”, como subrayara el célebre escritor y político británico Joseph Addison en 1714. Los placeres de la imaginación podrían ser, además, un buen lenitivo para paliar los efectos indeseables de la soledad, como nos recuerda Aristóteles. ¿Debemos confiar en el poder liberador de los mitos? ¿Conviene, por el contrario, desconfiar de los mitos como deformaciones ideológicas de la realidad? ¿Mitofilia o mitofobia?
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i García Gual, Carlos, Diccionario de los Mitos, Barcelona, Editorial Planeta, 1997, pp.7-14.
ii García Gual, Carlos, op.cit., p.9.
iii Kirk, G.S, La naturaleza de los mitos griegos, Barcelona, Argos Vergara, 1984, p. 21.
iv Kirk, G.S, op. cit., p.14.