Hace unos pocos meses, en esta misma revista, publicaba un artículo sobre las dos películas tal vez más emblemáticas de ese género que podríamos llamar cine-jazz, es decir, Alrededor de la medianoche (1986), del francés Bertrand Tavernier, y Bird (1988), del estadounidense Clint Eastwood. Pues bien, del mismo modo que estas películas nos enseñan que una de las magias del jazz es la capacidad de improvisar a partir de un tema estándar que se somete a infinitas variaciones, hoy quiero acercarme a otros dos títulos del cine-jazz, de menor repercusión crítica, pero cuyas tramas y elementos dramáticos coinciden con los abordados en los films anteriores. No en vano, ambas se centran en dos músicos convencidos de estar tocados por una mágica singularidad artística, si bien sus trayectorias no alcanzarán nunca lo que prometían a causa de sus adicciones personales y desdichas sentimentales, a la manera del ficticio Dale Turner de de Tavernier o del tristemente real Charlie Parker, alias el Pájaro, de Eastwood.
El primero de los dos films es hoy del todo desconocido, puesto que en su día ni siquiera fue estrenado en España ni se ha beneficiado de ningún tipo de revalorización mitómana: Young Man With a Horn (1950), emitido en TVE en los años 70 con el título de El trompetista, luego utilizado en las ediciones en DVD de la cinta. El segundo es Acordes y desacuerdos (1999), desde luego mucho más notorio por tratarse de una realización de Woody Allen, si bien no figura entre los títulos más alabados de su filmografía y se le ha calificado, en más de una ocasión, como uno de esos «entretenimientos» (término empleado en forma peyorativa, por supuesto), que figuran en su filmografía al lado de sus obras más importantes.
El trompetista encierra la curiosidad de proponer, muchos años antes que aquellas películas, el mismo planteamiento: su protagonista es un joven músico que se sabe dotado de un talento especial (él, en el fondo tosco y sin formación clásica, lo define señalando que busca una nota que todavía nadie ha encontrado), y la historia sigue su atribulada trayectoria, marcada por los excesos (los contratiempos sentimentales y la adicción al alcohol) y por el ensimismamiento egoísta. La película se filmó en el seno de la Warner, estudio que aporta una muy reconocible textura afín al thriller, género entonces en su edad de oro, la cual impregna visual y atmosféricamente toda la película.
Para mayor curiosidad, la trama se organiza a partir de un recurso muy propio de Woody Allen (empleado, precisamente, en Acordes y desacuerdos): una encuesta permite la evocación del protagonista por parte de un viejo amigo y colaborador que lo presenta hablando directamente a la cámara como si se tratara de una entrevista.
El personaje central se llama Rick Martin (según algunas fuentes, se inspira en el malogrado y genial Bix Beiderbecke), y su caracterización se inicia mediante el dibujo de la clásica infancia desdichada: húerfano, acogido por una hermana para quien resulta una molestia, sin amigos, que encuentra su tabla de salvación en la música, eligiendo la trompeta porque es el instrumento más barato que consigue en una tienda de empeños. Cuando crece, el niño se convierte nada menos que en Kirk Douglas, lo cual, como es natural, añade otro matiz al personaje, en cuanto que la interpretación del actor (pródiga en gestos de intensidad y rechinar de dientes) lo vincula a la galería de seres de existencia bigger than life que fueron su especialidad (Cautivos del mal, El loco del pelo rojo…).
Douglas está muy convincente, sobre todo en el dibujo de una de las principales características del personaje: su falta de una mínima formación cultural, su tosquedad natural, que lo convertirá en víctima fácil del personaje que acaba destruyendo su vida, apartándolo del sencillo amor que le ofrecía la dulce cantante encarnada por una joven Doris Day (todavía no tan cargante como en sus años de esplendor estelar). Esa femme fatale es interpretada por la maravillosa Lauren Bacall (nuevo guiño al cine negro), una mujer que es justo todo lo contrario de Rick, de ahí que lo fascine por completo: culta, sofisticada, caprichosa, pero al mismo tiempo atormentada por saber que no posee ningún talento especial («puedo hacer muchas cosas bien, pero no lo suficiente», es la estupenda frase con que se define), lo cual le crea una notable frustración que la encamina hacia la senda de la autodestrucción personal… y la destrucción ajena.
Por desgracia, la película convence justo hasta la aparición de ese personaje. Hasta entonces, el film dibuja muy bien el inicio de la trayectoria de ese joven «contestatario» (que tiene problemas con las orquestas que lo contratan precisamente por el desprecio que siente por el estilo convencional que le imponen: cada vez que puede, se lanza a la improvisación), a la vez que había retratado con habilidad ese mundo del entertainment musical tan propio de la época. Ahora bien, el personaje de Bacall no termina de estar bien plasmado (fuera de su sensacional entrada en escena: el director dilata la exhibición del rostro del personaje femenino que acaba de aparecer hasta que refleja su impresionante imagen en un espejo), y la relación amor-odio entre Martin y ella, además de previsible, carece del desgarro dramático que era necesario, por mucho que la actriz convenza plenamente.
Pese a todo, brilla con luz propia la expresividad visual del realizador Michael Curtiz (director de la mítica Casablanca), sobre todo cuando describe en términos visuales la caída de Rick en la degradación: si primero había filmado la llegada de Douglas a Nueva York (la ciudad donde alcanzará su cúspide y se producirá su caída) mediante planos luminosos que remarcan la majestuosa impresión que provoca en el protagonista, después, y repitiendo la misma planificación para exhibir la ciudad, consigue el efecto atmosférico contrario mediante la ubicación nocturna y en calles solitarias por donde el personaje pasea, ahora de modo errático y ajeno a cuanto lo rodea, transmitiendo una honda tristeza a las imágenes. Es una pena que la conseguida amargura de su parte final acabe contravenida por un decepcionante happy end, posiblemente impuesto por el estudio, cuando podía haber contado con una conclusión memorable: el protagonista, completamente destruido por el alcohol después de su frustración amorosa, acaba agonizando en una institución benéfica como aquella en que encontró la inspiración musical, y justo entonces, triste ironía, en su delirio cree reconocer la famosa nota que tanto buscó… en el sonido de la ambulancia que viene a llevarlo al hospital.
El conocido amor de Woody Allen por el jazz encuentra su principal plasmación cinematográfica con Acordes y desacuerdos, una película de lo más grata, incluso admirable por momentos, sobre todo por el modo en que reformula el planteamiento de los films de Tavernier y Eastwood, a esas alturas ya sobradamente reverenciados por los amantes del minigénero. Para ello, Allen inventa una figura del jazz a la que llama Emmet Ray, cuyo instrumento es la guitarra, y que por tanto tiene como modelo, hasta rozar prácticamente lo idolátrico, al famoso guitarrista gitano Django Reinhardt. Para caracterizar a su apócrifo músico, Allen (lo cuentan las crónicas, no puedo hablar aquí de modo directo) reúne diversas cualidades, ninguna de ellas precisamente laudables, extraídas de otros jazzmen, en lo que supone quizá un exceso de afán pintoresquista, por cuanto esto implica que su Ray, además del tipo zafio, egotista, infantil e incluso bobo que se retrata, resulta además proxeneta (!!) y cleptómano.
Como había hecho antes en su maravillosa Zelig (1983), repitiendo la técnica en alguna que otra ocasión, Allen aborda a su Emmet Ray bajo la estructura de un falso documental en el que los segmentos que ilustran las andanzas del músico son introducidos o comentados por algún presunto especialista en el jazz (¡entre ellos él mismo!) que habla a la cámara y desgrana anécdotas y comentarios. El marco de acción es los años 30, en plena Gran Depresión. Emmet Ray es un músico problemático, tanto para sí mismo como para los empresarios que lo contratan y que se arriesgan a no saber si en cada velada aparecerá o no, y en qué estado más o menos etílico. Como señalé antes, Ray es un ególatra incurable, pero de un tipo tan infantil, que llega a resultar un niño grande, y se halla, por tanto, indefenso ante la complejidad del mundo.
En este sentido, me parece que Sean Penn, actor excesivo por el que no siento el menor aprecio, brinda el papel de su vida, en el punto justo entre la caricatura y el patetismo, y Allen saca un gran partido del prototipo, negativo y por lo común desagradable, en que el intérprete se ha especializado (recuérdense Pena de muerte o Mystic River). Penn entabla un rico juego dramático con su principal partenaire en la película, la excelente actriz británica Samantha Morton, a quien corresponde un papel muy bonito: el de Hattie, la chica que une su vida a la de Ray por un tiempo y cuya principal característica, su mudez, le otorga al mismo tiempo un aire de animalillo indefenso y una coraza protectora frente al mundo que resultan inolvidables. La expresividad gestual de Morton, inspirada en las grandes actrices del cine mudo —recuerda a la maravillosa Lillian Gish—, inunda de una indefinible ternura al espectador mientras asistimos a su batalla, perdida de antemano, por salvar a Emmet de sí mismo.
Como es lógico, el tratamiento que Allen otorga a la historia viene siempre mediatizado por el humor. Humor que, durante buena parte del metraje, sirve de magnífico contrapunto para dejar al desnudo el patetismo del protagonista, pero al mismo tiempo para conseguir que el espectador no pueda evitar trabar cierto cariño hacia él… aun cuando sea por su facilidad para asociar grandes desastres con pequeños triunfos. En uno de los momentos más divertidos del film, un compañero le hace creer, poco antes de salir a escena, que Reinhardt está entre el público: Ray, presa del pánico, huye por los tejados, cayendo a una habitación donde sorprende a unos falsificadores de dinero. Acto seguido, la transición a la siguiente escena nos lo muestra gastando a todo tren en compañía de su chica: ¡lo cual indica que está haciendo buen uso del dinero que dejaron a su merced los asustados falsificadores!
El gran problema de Acordes y desacuerdos es que su media hora final (sólo dura 90 minutos) está muy por debajo de la estupenda hora inicial. Hasta entonces, el retrato del protagonista y, en especial, todas las escenas de su relación con Hattie poseen una fuerza, una gracia y una capacidad para obtener la empatía del espectador, que se pierden con la brusca desaparición de escena del personaje femenino. Con la irrupción del desafortunado personaje de Uma Thurman, baja la tensión dramática de la historia y, con salvedades, pierde su gracia. Aun así, en todo momento se mantiene el encanto conciso de su ambientación años 30, en absoluto relamida o recargada, con el punto justo para ser un escenario y no un fin en sí mismo, y el final (un reencuentro con Hattie en el mismo lugar donde se conocieron), si bien carece del desgarro doliente que requería, posee una conseguida tristeza melancólica. Por todo ello, supone un film que deja una huella muy especial.
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