Llanura serrana

Llanura serrana

La luz crepuscular ilumina refulgente la llanura, infinita y bermeja, en esta hora privilegiada. Ni siquiera los molinos de viento, cuyas aspas están orientadas a poniente, pueden perderse la maravilla de un nuevo ocaso. El espectáculo que ofrece la Sierra de los Molinos de Campo de Criptana es verdaderamente conmovedor, incluso para los que nos hemos criado a su abrigo. Y es que cualquier excusa es buena para subir a la Sierra.

Nada más lejos de la realidad, el paraje, paradójicamente llamado “sierra”, no es más que una leve elevación del terreno en forma de escalón, que, no obstante, es suficiente para dominar el paisaje que lo circunda hacia el mediodía, más allá de lo que la vista alcanza. Esta atalaya privilegiada queda coronada por los inevitables molinos, al tiempo que el pueblo blanco parece derramarse desde la pendiente hacia el llano.

Quizá la toponimia de esta localización ponga en evidencia cierto chovinismo en los propios del lugar, siempre orgullosos de las bondades de su tierra. Quizá, este mismo texto sea un buen ejemplo para secundar mi hipótesis. Pero es inevitable hablar de lo propio y de lo que mejor conocemos. Ni siquiera un cambio de dirección evita regresar al espacio de los recuerdos. El apego a las raíces es un viaje de ida y vuelta continuo.

Así, no hay mejor insignia en La Mancha que la abanderada por El Quijote. La omnipresente silueta del hidalgo caballero y su escudero se proyecta en la personalidad del manchego hasta puntos insospechados. Incluso los más mayores afirman la existencia física de los personajes de la archiconocida novela. De hecho, Azorín, en La Ruta de Don Quijote, conoce a lugareños que se declaran descendientes de los mismos protagonistas. Los imposibles también existen.

Sea como fuere, hemos nacido condicionados por el medio que inspiró el ingenio de Cervantes. A menudo nos hemos topado con la iglesia de El Toboso o hemos soñado en las encantadas Lagunas de Ruidera. En busca de aventuras, Puerto Lápice es aún recurrente lugar de paso en el camino de Andalucía, mientras Argamasilla de Alba sigue reivindicando su divisa de “lugar de La Mancha”, con perjuicio de otros “lugares” del Campo de Montiel.

Sí, podría decirse que somos hijos de Don Quijote. Empapados de su espíritu inquieto, desde la infancia conocemos perfectamente las piezas del complejo engranaje de aquellos ingenios de viento: rueda Catalina, linterna, piedra volandera, borriquillo. Y sin embargo su rugido de gigantes nos sigue sobrecogiendo al contemplar el ritual de la molienda. ¡Cómo no habrían de hacerlo a Don Quijote! Antaño, fueron imprescindibles instrumentos para la obtención de la harina; hogaño, son un imprescindible reclamo turístico e icono de identidad. Estos desaforados gigantes nunca han dejado de contribuir a la prosperidad de sus vecinos. Un proceso recíproco que, indudablemente, explica aquella exaltación de los valores propios.

Pero contra toda lógica, los caminos que recorren la monótona llanura manchega son a menudo sinuosos y enrevesados. De la misma manera, quizá no conociéramos a Don Quijote tanto como debiéramos. La conservación, el conocimiento y la divulgación del patrimonio cultural vinculado a la novela, a menudo, no son suficientes. Un turismo incipiente, en busca de los escenarios de las hazañas del hidalgo, no siempre encuentra una oferta acorde a sus expectativas. Sin embargo, sorprendentemente, sin haber leído la novela, su legado está grabado en el imaginario de propios y extraños.

Las últimas estribaciones de los Montes de Toledo privan a la inmensa planicie de las luces finales del día. Hipnotizado en el fulgor del horizonte, me pregunto qué ha cambiado y qué ha de cambiar en este lugar. Por el momento, contemplo este diamante en bruto con el anhelo de compartir esta emoción. La noche ha caído. Los molinos arrebatan el último brillo al firmamento, e iluminados, se yerguen ahora en faros del mar de La Mancha.

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Víctor Iniesta Sepúlveda

Proyecto de historiador del arte, mucho antes de comenzar sus estudios en la Universidad de Castilla-La Mancha. Curioso impertinente, nacido al abrigo de los molinos de viento que hay en aquel campo.

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