Soy un afortunado. He tenido el privilegio de vivir en tres ciudades donde la luz, con sus matices infinitos, es la dulce protagonista del otoño: Madrid, Palma de Mallorca y Málaga. Una brillante mañana de octubre, a principios de los noventa, me encontré con Margalida, una compañera de trabajo, en una céntrica avenida de Palma. Yo estaba persiguiendo con dificultad a mi hijo Hermes, un auténtico mensajero de los dioses de dos años con melena de león y pies alados, tratando de evitar que cruzase la calle como un suicida. Por fin pude evitar el desastre, y me paré a hablar con Margalida, muy a su pesar. Le hablé de la imponente luz de Ciutat, de su calor maternal, de los azules imposibles del cielo, de la vitalidad insultante de mi hijo, de los prodigios de la ciencia y la filosofía. ¡Qué día tan hermoso! -dije, por fin, exhausto, para finalizar mi “monólogo”. “Sí, pero acabo de leer en el periódico que hoy va a llover”, me contestó Margalida, en pleno ataque de misantropía. Y es que las adversativas tienen un poder devastador.
Sin embargo, en muchos momentos de la historia del pensamiento occidental se ha defendido la neutralidad valorativa, la inocencia de los signos lingüísticos, la construcciones que con ellos se pueden hacer y por ende, de los lenguajes naturales. En definitiva: no son tan poderosos, y no hay “pero” que valga. Por ejemplo, el ideal de un lenguaje lógicamente perfecto está presente en el devenir de la Filosofía Analítica, nacida en el siglo XX, especialmente en los primeros momentos de su desarrollo, de la mano del ideal de la “ciencia unificada”[1], y su optimismo ingenuo se traslada también a la consideración de las peculiaridades virginales de sistemas de signos como el inglés o el castellano. Se quiere corregir con ello la ambigüedad de los lenguajes naturales, pero no se va más allá del plano “semántico”, el de la relación de los signos con sus significados. Y dichos significados no se ven afectados por ningún pecado original adscrito a cuestiones ideológicas. La pragmática es otro cantar.
Con la Revolución Soviética de 1917 cobraron actualidad las relaciones entre el lenguaje y la ideología, como consecuencia del ascenso del marxismo a la categoría de filosofía oficial del nuevo sistema político. En mayo de 1846, Marx y Engels dieron por concluida la redacción de La Ideología Alemana, obra que comenzaron en Bruselas en 1845 y que ofrecieron irónicamente “a la crítica roedora de los ratones”. Este trabajo de construcción conjunta pretendía llevar a cabo una “crítica de la filosofía posthegeliana” (Feuerbach, Bauer, Stirner y los socialistas idealistas alemanes, fundamentalmente) a través de la crítica particular de la filosofía de Feuerbach. Su objetivo era “liquidar la conciencia filosófica” que tanto Marx como Engels abrazaron en su juventud, oponiéndose frontalmente al idealismo presente en el materialismo de Feuerbach con su “nueva concepción materialista de la historia”: el materialismo histórico. Esta síntesis consiste en la exposición del proceso real de producción y de la forma de intercambio engendrada por aquel, de tal modo que la historia aparece como la sucesión de los diferentes modos de producción (tribal, feudal, el capitalismo de la manufactura, el capitalismo industrial moderno…). Según Marx y Engels, las formas de conciencia y las ideas forman parte del proceso de la vida humana real y, por tanto, no son independientes del ser humano real y concreto que las piensa. Y el desarrollo de las ideas y las formas de conciencia (la religión, la filosofía, la moral, el derecho, la ideología política…), que se encuadran en una “superestructura” ideológica, política y jurídica, depende de la base material, de las condiciones materiales de existencia que se encuentran en la economía política. Dicha base, que incluye las fuerzas productivas y las relaciones sociales de producción, es la llamada “infraestructura”. Es pues la vida la que determina la conciencia y no al revés –como piensan los idealistas-. Las ideas no guían ni mueven el mundo, y la clave para la comprensión histórica y la dinámica social se encuentra, por el contrario, en la economía, aunque semejante descubrimiento tire por tierra nuestras construcciones mentales románticas sobre la existencia: es lo que tiene el materialismo.
Según los especialistas, Marx no definió nunca de manera rigurosa el concepto de ideología. La ambigüedad semántica del término servirá, sin saberlo, a nuestros propósitos. Por un lado, la ideología se refiere a las formas de conciencia no verdaderas, opuestas a la objetividad de la ciencia, que dan una imagen falseada de la realidad y a las condiciones en las que se desarrolla la vida del ser humano. Estas formas de pensar –y el lenguaje es su expresión genuina- ocultan, desfiguran perversamente, subliman y suplantan por medio de conceptos e imágenes las situaciones sociales e históricas alienadas. Así, por ejemplo, la creencia cristiana en la resurrección, en la promesa del Paraíso en otra vida, manejada hábilmente por un obispo anglicano o el dueño de una empresa de bragas de papel, con su mensaje de resignación en este valle de lágrimas a la espera de la existencia auténtica tras la muerte, promueve la aceptación de condiciones sociales inadmisibles para los trabajadores y ventajosas para los propietarios de los medios de producción. La ideología es, por tanto, de acuerdo con esta caracterización –presente en la obra de Marx-, sinónimo de deformación, de engaño deliberado e instrumento de dominación. El lingüista ruso Nikolái Marr, en sintonía con lo dicho, se apoderó de la escena intelectual soviética, en los años veinte, defendiendo sin evidencia empírica alguna, que el lenguaje natural tenía un carácter clasista, como parte de la superestructura ideológica de la sociedad y que, por ello, era un claro instrumento de dominación en manos de la clase dominante[2]. Por consiguiente, con la revolución, la nueva infraestructura hará posible la aparición de un lenguaje no alienante y ello se reflejará en el léxico e incluso en las estructuras gramaticales. Además, atendiendo al carácter dialéctico del movimiento histórico, a la reciprocidad entre estructuras, una vez alumbrado, el nuevo lenguaje revolucionario sería capaz de influir positivamente en el desarrollo del modo de producción comunista. Vamos, que las cosas importantes, como las económicas, se verán favorecidas poderosamente cuando todo el mundo se interpele en la calle con la palabra “camarada”, o rinda pleitesía al «comisario político».
Curiosamente, fue el camarada Stalin el responsable de cercenar la influencia de la teoría de Marr, a pesar de la conveniencia de esta última para la Unión Soviética, por razones políticas más que evidentes. En un breve artículo publicado en Pravda en 1950[3], Stalin llegó a negar el carácter marxista de la lingüística de Marr haciendo gala de un inusual sentido común[4]. La lengua de los rusos seguía siendo básicamente la misma, a pesar de los cambios sociales y económicos introducidos por la revolución. La novedad se notaba, únicamente, en la aparición de palabras nuevas o el uso más frecuente de otras, y en otros cambios semánticos menores. La gramática había quedado intacta, al igual que el léxico esencial. Y es que la lengua es, para Stalin, un medio de comunicación entre todas las clases sociales. No es un resultado indirecto de la producción, ni el instrumento de dominación de clase alguna. No obstante, mientras que la superestructura está vinculada indirectamente a la actividad productiva, el lenguaje sobrepasa la frontera de la superestructura y refleja inmediatamente las transformaciones que acaecen en este contexto, enriqueciendo el léxico y perfeccionando las estructuras gramaticales. Y sólo una parte muy pequeña de la lengua (“dialectos” o “jergas de clase”) defiende propiamente intereses clasistas.
Tanto la propuesta de Stalin, como la de los lingüistas, filósofos e historiadores que desarrollaron su trabajo en torno a Mijail Bajtin a finales de los años veinte[5] atienden a la consideración de la otra interpretación, más aséptica y neutral, del concepto marxista de ideología. La ideología es, en este contexto, aquel sistema o cuerpo objetivo de ideas o conceptos (es decir, imágenes, mitos, esquemas conceptuales o “representaciones” en general), mediante el cual tenemos conciencia de nuestra realidad o experiencia social, pero sin perder de vista que todo lo que pensamos tiene su origen y está condicionado por la sociedad en la que vivimos[6]. Precisamente por ello, para Bajtin, la ideología no se encuentra en la conciencia, ni en la gramática, ni en el habla individual, sino en los signos lingüísticos que permiten desarrollar la comunicación y sobre los que se configura la conciencia. Lo ideológico es, pues, lo semiótico, y todo signo lingüístico tiene una carga valorativa adquirida socialmente. Por otra parte, dicha carga valorativa es diversa, dado que cada clase social usa el lenguaje con un acento axiológico peculiar, revelando con ello el imponderable de la lucha de clases. En cualquier caso, lo ideológico no se manifiesta en las palabras, sino en lo que éstas presuponen y pretenden dar a entender, es decir, en un contexto extralingüístico. Y este contexto puede ser el de un grupo reducido –el de los sexadores de pollos o los fabricantes de púas para bandurria, por ejemplo-, pero también el de una sociedad en su totalidad -como la española- o de un conjunto de sociedades –como las de mundo occidental en toda su inmensidad.
Sea como fuere, dado que sabemos, por lo menos desde la obra de John L. Austin, que “podemos hacer cosas con palabras”, y que algunas, como las adversativas, tiene un poder psicológico indiscutible con independencia del contexto extralingüístico, ¿están las palabras libres de pecado?
Imagen| Dibujo coloreado por Rafael Guardiola de su hijo Hermes, cuando tenía tres años.
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[1]Para el filósofo español Javier Muguerza, uno de sus mejores conocedores, la Filosofía Analítica, que tuvo a Moore, Russell y Wittgenstein como padres voluntarios o involuntarios, encarna un movimiento intelectual de carácter flexible, que acogió en su seno a un conjunto heterogéneo de pensadores –los del llamado Círculo de Viena (Schlick, Carnap, Neurath y tantos otros fueron, tal vez, los que más ruido hicieron en su momento). Se trata de una especie de comunidad intelectual, una gran familia que emprendió una tarea colectiva, guiada por el afán de introducir la claridad en el conocimiento filosófico gracias al modelo de las ciencias positivas y los recursos de la lógica simbólica, en un principio, y la del lenguaje ordinario en un tiempo posterior. “La práctica del análisis -afirmó el británico Ayer- debería constituir al menos el punto de partida de la filosofía”. Y la filosofía no es un cuerpo doctrinal, sino una “actividad” que permite descomponer totalidades complejas como el pensamiento y la experiencia en sus partes simples constituyentes. Es, primariamente, dilucidación, aclaración y clarificación de “lo ya conocido”; siente la necesidad de esclarecer los presupuestos desde los que actúa, así como de dar una justificación crítica de los mismos. Mas los practicantes de este paradigma filosófico ya fueron conscientes, en los años 60, que “la claridad no basta”, salvo que nos atraiga el escolasticismo más de la cuenta.
[2]Sigo a partir de aquí, en sus consideraciones generales, la línea argumental de mi admirado profesor de Filosofía del Lenguaje, José Hierro Sánchez-Pescador, en su no menos admirable libro Principios de Filosofía del Lenguaje. Vol.2. Teoría del significado, Madrid, Alianza Universidad Textos, 1982, pp. 308-315.
[3] Stalin, J.,”Acerca del marxismo en la lingüística”, en El marxismo, la cuestión nacional y la lingüística, Madrid, Akal, 1977, pp. 93-122.
[4] Por el contrario, algunos críticos como J. L. Houdebine, en Langage et marxisme, Paris, Klimsieck, 1977, p. 159, afirman que “nunca se ha estado tan lejos de Marx como en este texto de Stalin”.
[5] El texto central de esta propuesta es el libro publicado en 1929 con el título Marxismo y filosofía del lenguaje (traducido al castellano en Buenos Aires, Nueva Visión, 1976, con el título El signo ideológico y la filosofía del lenguaje), que apareció bajo el nombre de Valentin Voloshinov –uno de los discípulos de Mijail Bajtin. No dejaré nunca de recomendar a cualquier persona que quiera sumergirse en el apasionante mundo de la risa el libro de Bajtin,N., La cultura popular en la Edad Media y en el Renacimiento. El contexto de François Rabelais, Madrid, Alianza Universidad, 1990.
[6] Este es el supuesto fundamental de la llamada “Sociología del Conocimiento”, que tanto debe a pensadores como Max Scheler, Karl Mannheim, Talcott Parsons o Robert Merton.