En su viaje por la región de asteroides, el principito llegó a un pequeño planeta habitado por un rey que decía gobernar sobre todo el universo. Cuando el principito le pidió ver una puesta de sol, el soberano le contestó, tras consultar un grueso calendario, que «ordenaría» su puesta de sol a las siete y cuarenta, causando así la decepción del principito. Esta deliciosa historia contiene una poderosa imagen cuyo encanto -por irracional que nos parezca- subyace bajo el concepto moderno de ley natural. Veamos. Toda explicación de algo es, según nos dice el filósofo E. Nagel, una respuesta a la pregunta ¿por qué? 1. Bajo esta amplia definición, uno podría aceptar como explicación de un hecho cualquier proposición con tal de que difiera de aquella que expresa el hecho en cuestión. Esto es, no aceptamos como explicación “las manzanas caen porque caen”, puesto que estaríamos cayendo nosotros mismos en una obviedad. Sin embargo, si valdría decir, por ejemplo, “las manzanas caen porque Dios así lo quiere” (aunque, claro está, otro asunto muy diferente sería el de la justificación de dicha explicación). Ahora bien, en la Ciencia toda explicación remite como fundamento último a las llamadas leyes de la naturaleza y, de este modo, se dice que “las manzanas caen por la ley de la gravedad” (a lo que habría que añadir el enunciado de dicha ley), dando así por concluida la explicación.
Se puede considerar que para que una explicación pueda tomarse como definitiva debe remitir, en principio, a alguna idea de necesidad. Dicha idea subyace no sólo al propio concepto de ley natural, sino al origen mismo de toda actividad científica, donde encontramos la emergencia del concepto de naturaleza o physis como algo sujeto a cierta regularidad y permanencia y, por ello mismo, inteligible y previsible. Frente a la idea de la realidad como un caos bajo el capricho de los dioses, la observación de regularidades en la naturaleza inspirará a los primeros filósofos un concepto de la realidad como algo sometido a rigurosa necesidad, como un cosmos que surge, crece y se desarrolla ordenadamente. Y esta concepción de la realidad se nos revela como condición de posibilidad de la propia Ciencia, pues sólo aquello que está sujeto a un orden causal y necesario -frente a un caos arbitrario e imprevisible- es susceptible de ser conocido. La creencia en una realidad ordenada e inteligible aparece pues como el supuesto metafísico (no declarado) de todo quehacer científico. Adicionalmente, durante el Medievo, esta noción primigenia de necesidad se transfigura por la confluencia de una arraigada tradición en el concepto de ley civil y la doctrina monoteísta del judeocristiano, en la creencia en un mundo ordenado que obedece los dictados de un ser supremo2. De este modo, el concepto moderno de ley natural (explícitamente formulado por primera vez en la obra de Descartes) presupone la inevitabilidad en el curso de los fenómenos naturales: reflejo de una concepción filosófica racionalista y el fantasma antropomórfico de un legislador divino – el Gran Geómetra- como garantía del orden necesario del mundo.
Ahora bien, más allá de estos supuestos onto-teológicos, toda ley natural se nos muestra al análisis no como un imperativo sobre cómo deben ocurrir las cosas, sino como la descripción generalizada y sintética de cómo las cosas son. Se trata, en cierto sentido, de enunciados del estilo a, por ejemplo, la aseveración “la nieve es blanca”, la cual expresa un hecho general y contrastado pero de carácter contingente (pues bien pudiera pensarse que la nieve fuera negra o de cualquier otro color). Y decir del enunciado “la nieve es blanca” que se trata de una ley natural no añade al mismo ningún tipo de necesidad. De igual manera, cuando se dice que “las manzanas caen por la ley de la gravedad”, la subyacente idea de necesidad engendra la ilusión de que se han explicado completamente las cosas, cuando en verdad no se hace sino describir un hecho contingente (a saber, que entre dos cuerpos masivos existe una fuerza atractiva directamente proporcional al producto de sus masas etcétera). Toda ley natural es por consiguiente un enunciado de la forma general «las cosas son así», aportando una descripción precisa de cómo son las cosas, pero sin dar cuenta de por qué ocurren de esta manera y no de otra cualquiera.
Sin embargo, el que las leyes naturales no aporten una explicación esencial y concluyente del mundo no quiere decir que no expliquen nada en absoluto. Así, se considera que un fenómeno queda científicamente explicado cuando, según el esquema nomológio-deductivo3, el mismo queda subsumido bajo el enunciado general de alguna ley. Por ejemplo, la posición que observamos para un planeta en un momento dado puede explicarse cuando ésta es deducida a partir de las leyes de Kepler y cierta información sobre las llamadas condiciones de contorno. Si alguien quisiera profundizar en la explicación, se preguntaría por qué los planetas obedecen las leyes de Kepler y no otras. En este caso, se podrían explicar tales leyes subsumiéndolas bajo el marco más general de las leyes de Newton de la mecánica y cierta condiciones de contorno. Por supuesto que podemos esperar deducir las leyes de Newton de otras leyes aún más generales y así sucesivamente, pero siempre tendríamos que hacer descansar nuestra explicación sobre alguna ley fundamental que quedaría ella misma inexplicada. Es decir, que hay un segundo sentido (además del citado al comienzo del artículo) en el que toda explicación científica difiere: en el sentido en que retrasa en el tiempo la propia explicación, posponiéndola y haciéndola depender de nuevas explicaciones más generales. Ahora bien, la metafísica del cientificismo positivista que profesa el hombre moderno le hace ignorar tales límites, viviendo en la convicción de que «todo puede ser explicado». De esta forma es como queda privado de su apertura ante el misterio no de cómo son las cosas (algo de lo que sí puede dar cuenta la Ciencia), sino de que las cosas mismas sean.
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1 Ernest Nagel, «La estructura de la ciencia», Ed Paidós Ibérica 2006, p 35.
2 Paul Davies, «La mente de Dios. La base científica para un mundo racional», Ed Mc Graw Hill 1993, p 57-60
3 Carl G. Hempel y Paul Oppenheim, «Studies in the Logic of Explanation», Phil. Sci. 15 (1948), p 135-75