Desde los románticos alemanes, sabemos que la vida de un artista constituye la expresión irreductible de su sensibilidad interior: la vida y la obra están ligadas mediante un nudo inquebrantable. El cine decidió muy pronto que los artistas sin vidas conflictivas no resultan interesantes, y si fuera por las miradas que ha efectuado sobre la pintura (El loco del pelo rojo, sobre Van Gogh), la música (Amadeus, sobre Mozart) o la literatura (Días sin vida, sobre F. Scott Fitzgerald), diríase que no ha habido jamás talento sin tortura interior. Pues bien, a este respecto, en las últimas décadas ha cobrado especial relieve un tipo de artista hasta entonces casi nada contemplado en el llamado séptimo arte: el jazzman… que a la vista de las películas que los abordan, parece haber nacido para sufrir.
No hay que irse muy lejos. El reciente estreno, con gran éxito, de La La Land, rebautizada en nuestro país bajo el mucho más convencional título de La ciudad de las estrellas, incluye entre sus personajes centrales a un pianista de jazz que proclama continuamente la imposibilidad de la transacción de un artista con respecto a su propio arte. El mismo director, Damien Chazelle, en su previo film (mucho más duro, a todo esto), Whiplash (2014), ya nos contó la historia de la relación entre un profesor cuyos tiránicos, incluso violentos métodos, los justifica en que él no enseña para formar músicos «normales» (es decir, vulgares), sino para hallar a un nuevo Charlie Parker, «Bird» (aunque reconocerá no haberlo encontrado nunca), y un joven alumno que tampoco se contenta con ser uno más, sino que aspira a ser el mejor baterista de todos los tiempos, estando dispuesto a sudar sangre (y lo hace literalmente) e incluso a destruirse mentalmente, por conseguirlo.
La definitiva acreditación de esta figura en el cine se debe a dos películas estrenadas a mediados de los años 80 con gran acogida crítica. Una de ellas, además, contó con el refrendo de diversos Oscars de Hollywood: Alrededor de la medianoche (1986), dirigida por el francés Bertrand Tavernier, uno de los múltiples cineastas galos que han admirado profundamente la cultura y el cine norteamericanos. La otra constituyó un gran fracaso comercial pero concitó el respeto por la figura de su director, de quien no se esperaba semejante manifestación de cine «culto», anticipando el espectacular reconocimiento que iba a tener su obra en unos pocos años: me refiero a Clint Eastwood y a su película Bird (1988).
Ambas comparten planteamiento: esto es, abordan la figura de músicos de jazz, en ambos casos saxofonistas (los expertos, eso sí, sabrán distinguir el tipo de saxo que toca cada uno de ellos: el tenor y el alto, respectivamente), emblemáticos representantes de ese concepto de músico cuya vida no parece poder concebir el arte sin el exceso, el talento sin la extenuación física y mental por toda clase de padecimientos y adicciones.
En el caso de Alrededor de la medianoche, Tavernier inventa un músico, si bien a partir de la fusión de características de varios jazzmen concretos a las que añade elementos de la propia y agitada vida —alcoholismo, drogadicción, estancias en la cárcel, nomadismo— del intérprete final del personaje, que no es sino un saxofonista real, Dexter Gordon (nacido en 1923 y que acabaría muriendo cuatro años después del estreno del film). El planteamiento elegido por Tavernier aborda la relación que surge, en París, entre el músico llamado Dale Turner, para el que su contrato en un club es como la última oportunidad que recibe un condenado, haciendo lo único que sabe hacer bien pero consciente de que la autodestrucción sigue estando a la vuelta de la esquina, y un joven dibujante parisino, Francis Borler, cuya propia carrera no termina de arrancar por su insobornable carácter, fanático del jazz hasta el punto de pasarse las noches escuchando la actuación de su ídolo a través del ventanuco de ventilación que da a la calle. Dos mitos del cine norteamericano se ven unidos para plasmar esa historia: el del perdedor y el de la amistad viril.
Por desgracia, el film queda por debajo de lo que prometía porque Tavernier no consigue que el punto dramático central sobre el que gira toda la historia (la amistad que nace entre los dos hombres y que lleva a Borler a convertirse desinteresadamente, y no solo por mitomanía, en el ángel de la guarda del veterano Turner) desprenda la necesaria, incluso visceral, autenticidad que pretende. De entrada, fracasa la obligada identificación que debía haber surgido entre el propio espectador y el dibujante, para hacernos compartir desde las entrañas su profunda lealtad hacia el músico, y ello por dos razones: la artificiosidad del actor François Cluzet (su escalofriante parecido con el joven Dustin Hoffman ya parece una declaración de principios) y la propia vanidad del director, puesto que, a medida que avanza la historia, va quedando claro que Alrededor de la medianoche, más que una película sobre un genio del jazz sorprendido en horas bajas, es un homenaje a esa gente capaz de rendir culto a la genialidad: es evidente que Borler es un avatar del mismo Tavernier, consumado mitómano.
Aun así, el film se sostiene sin problemas gracias a la inmensa humanidad y, cómo no, la credibilidad que aporta Dexter Gordon a su papel, consiguiendo que lo que, en el fondo, es una no-actuación, trascienda por completo la ficción para acabar prendiendo en el alma del espectador, sea o no un fanático del jazz. Y desde luego, triunfa por completo al conseguir que la atmósfera de las maravillosas sesiones musicales en el club donde toca Turner contagie el propio desarrollo narrativo, que desborda un maravilloso sentido minimalista, además de convencernos de la obligatoria asociación entre nobleza y creatividad en ese hombre que, fuera de su arte, solo manifiesta desorientación.
En cuanto a Bird, en este caso y como es bien notorio, se trata de un acercamiento a la vida de uno de los más famosos músicos de jazz, el saxofonista Charlie Parker, cuyo apodo, que da título a la película, fue el de «Pájaro». Y lo hace mediante un planteamiento muy distinto al habitual en una historia biográfica: en vez de contar la clásica crónica de ascenso, triunfo y caída final, y en orden cronológico, el guion —en coherente conexión atmosférica con la propia cualidad de la música de Parker, que destaca por su sentido de la improvisación, por su huida de las convenciones— prefiere girar en torno a diversos centros dramáticos (siendo fundamentales la relación del protagonista con su esposa o la pendiente de autodestrucción que para este supone la muerte de su hija pequeña), marchando hacia atrás y hacia delante, si bien se concentra, sobre todo, en los tristes meses finales de la trayectoria vital de este músico que pagó todos sus excesos con una muerte muy temprana, a los 34 años. De hecho, el médico que la certificó, y que nada sabía de él, creyó que estaba ante un hombre de más de 60, tal era la degradación física que revelaba su cuerpo.
La mirada que Eastwood, notorio fanático del jazz, vierte sobre quien es uno de sus ídolos carece del menor propósito hagiográfico y ni siquiera busca la complacencia mitómana, el aplauso cómplice del incondicional. Es más, resulta admirable que, en ningún momento, intente establecer una vinculación necesaria entre las adicciones de Charlie Parker y su fulgurante genialidad. Bien al contrario, Eastwood deja claro que son debilidades en las que Bird incurrió por distintas razones (el peso de una infancia y adolescencia conflictivas, la exuberancia infinita de su carácter, el intento de enmascarar los dolores que le provocaban diversas dolencias) y que, por tanto, no pueden eludirse a la hora de efectuar su retrato. Pero del mismo modo que no las glorifica, tampoco las contempla, ni mucho menos, con el ceño fruncido. Lo que hace el director es volcar toda su comprensión por la figura contradictoria que está abordando mediante un ejercicio de humanismo que podía parecer insólito en el Eastwood de entonces, pero que no hace sino preludiar muchas de sus grandes obras de las dos décadas siguientes, comenzando por la que bien podría pasar por su obra maestra, Gran Torino (2008).
Del mismo modo, este retrato profundo y ecuánime, que sabe dibujar a la perfección las grandezas y las debilidades del personaje, en buena medida se consigue gracias a la excepcional prestación de Forest Whitaker en el papel de su vida. Y es que no solo consigue, en todo momento, conducir dramáticamente la historia mediante esa paradójica combinación de exuberante vitalismo y triste sentido de la autodestrucción que lo caracteriza, sino que, según los expertos (por ejemplo, Carlos Aguilar en su magnífico libro sobre Cine y jazz[1]), su interpretación gestual (ejecución del saxo, expresión corporal de la música) hace brotar la mejor actuación nunca vista en pantalla de un actor encarnando a un músico.
Con todo, tampoco Bird es la película definitiva sobre el jazz (aunque solo un especialista podría señalar si está por hacer o ya se ha hecho pero carece de la repercusión que merece) debido a determinados defectos muy habituales en el cine de su autor. Siendo breve, la estructura flexible del guion exigía una precisión narrativa que tal vez excedía las capacidades de Eastwood: así, la historia se hace más reiterativa de la cuenta, porque revela una molesta tendencia a insistir en la exposición de ideas que habían quedado claras la primera vez, dilatando el metraje de modo desmesurado. Y pese a todo, la hondura dramática que posee el film lo convierte en una experiencia muy particular, en muchos momentos imborrable. Si el arte y la vida son expresiones inseparables de una misma persona, y el cine tiene entre sus más incontestables cualidades la de conseguir que, por el espacio de un par de horas, cualquier convicción ajena pase a ser la nuestra, esta es una de las ocasiones en que se ha estado más cerca de hacernos creer, como pensaban Dale Turner o Bird, justo eso: que la vida es jazz.
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[1] Cine y jazz (Cátedra, 2015, 2ª edición ampliada), del excelente crítico Carlos Aguilar, asimismo incondicional del jazz, supone una inmejorable puerta de entrada a las relaciones entre ambos medios, que además de las habituales virtudes expositivas del autor, de su admirable sentido de la implicación personal y del estupendo apartado gráfico, tiene la virtud de presentar un fácil acceso para cualquier profano gracias a su acertada disposición en orden alfabético, al modo de un diccionario, que recoge tanto películas como artistas de ambos medios.