En el año de su 50º Aniversario, el Museo de Arte Abstracto Español se muestra en toda su plenitud, inmóvil en la roca, abierto a todo curioso, interesado o despistado, o soñador. Entre hoces y cielos recortados aún resuenan los dulces elogios que hicieron más tenue la tortuosa senda de acceso a las Casas Colgadas: “el pequeño museo más bello del mundo”.
Así definía Alfred H. Barr, primer director del MOMA de Nueva York, en 1967 el recién inaugurado Museo de las Casas Colgadas, como los medios habían difundido. Se trataba de una colección privada de las obras de los artistas más actuales ubicada en un espacio tan singular para la ciudad que hoy se erige como icono de Cuenca.
Claro está que el fenómeno no se construyó de la noche a la mañana. Quizá habría que retrotraerse al menos hasta el siglo XIX: la mirada de aquellos viajeros intelectuales que buscaban en las provincias de Castilla la quintaesencia de su sobriedad, la singularidad de su linaje y lo castizo de su intrahistoria. Y lo encontraron. Aquellas casas sobre la roca fueron inmóviles musas de todo aquél con afán eternizador.
Tras intervenir en ellas una serie de arquitectos que dieron unidad a los tres espacios, al exterior y al interior, y embellecer la fachada con unas –muy-criticadas balconadas, una historia de amistad las convirtió en icono de la modernidad.
Fernando Zóbel, artista filipino interesado en la abstracción, se encontraba en España con una gran colección de obras de arte de los más variados artistas del momento. Andaba en busca de una casa donde poder reunirse con sus amigos y colgar sus cuadros. A pesar de la sugerencia de su colega Gerardo Rueda, Toledo –musealizada casi al completo- no parecía la mejor opción. Pero Torner, artista conquense que había conocido en la Bienal de Venecia le convenció para visitar las Casas Colgadas de Cuenca.
Encantado con el espacio, con las vistas y con el reciente despegue cultural de la ciudad tanto por las iniciativas privadas como por el afincamiento de jóvenes artistas como Saura, Zóbel pronto tornó su deseo individual en ejercicio colectivo, dando forma al Museo de Arte Abstracto Español, en el que participarían artistas contemporáneos y una colección de obras de varios grupos artísticos no figurativos: El Paso, Dau al Set, Parpalló o Gaur.
Las paredes blancas y la individualización de cada obra, la fina y delicada selección de éstas –apostando por la calidad y no la cantidad- y la convivencia de la vanguardia con la tradición del paisaje erosionado de la hoz, hicieron las delicias de críticos, cureitors internacionales y los propios oriundos.
Esta historia de ambición y amistad ve su reflejo en una ciudad que se ha construido a sí misma y que ha sabido tomar el ejemplo de este fenómeno artístico que dio voz a artistas invisibles y ensalzó las tan maltratadas artes gráficas.
En su 50º Aniversario, aquellos que aún viven y ven brillar en sus pupilas los trazos marcados de Saura, las arpilleras de Millares, las geometrías de Sempere, la naturaleza de Chillida, la singularidad de Mompó, el lirismo de Zóbel, la abstracción de Torner y el color de Guerrero, brindan porque el Museo ha calado entre las calles de la ciudad. Cuenca, la ciudad que en este 2016 celebra el 30º Aniversario de la Facultad de Bellas Artes, pionera donde las haya, 20º Aniversario de elaboración de las vidrieras abstractas de la catedral, el pequeño conjunto histórico que UNESCO ha reconocido como inigualable, y cuyas jóvenes promesas del arte caminan entre modernidad y tradición en la Escuela de Artes Cruz Novillo.
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