La historia interminable o el cuento de nunca acabar
Mucho antes de que Borges consiguiera transmitirme su aprensión ante los laberintos y los espejos (los símbolos de la confusión y la multiplicación), un libro clasificado para niños ya me había enfrentado ante una de las escenas más extrañas e inquietantes en mi todavía breve recorrido por las estancias de la ficción. Se trata del capítulo XII de La historia interminable, titulado de modo sugestivo «El Viejo de la Montaña Errante». En él, la Emperatriz Infantil, la soberana de Fantasia (así, sin tilde), que ha partido a los confines de su reino en busca de la salvación de éste, que está siendo devorado por una aterradora Nada, llega ante el misterioso ser que da nombre al capítulo. El Viejo, «cuyo rostro parecía la corteza de un árbol viejísimo», está inclinado sobre un libro en el que escribe con una pluma, y la Emperatriz descubre que lo que está escribiendo es justo ese mismo momento de su llegada. Recuérdese que el planteamiento que hasta entonces ha seguido la novela es hacer que un niño esté leyendo un libro titulado precisamente La historia interminable, en el que sigue las peripecias de los defensores de Fantasia. Ese niño, Bastián Baltasar Bux, lleva un rato pensando que está ante una historia muy rara, pues en algunos momentos parece que él, o alguien con su misma apariencia, que está haciendo lo mismo que él, interviene en ella. Es más: el libro en el que escribe el Viejo tiene la misma portada (con el emblema de la serpiente ouroboros, que se muerde a sí misma la cola, símbolo del eterno retorno, por tanto también de la repetición) y el mismo título que el que Bastián tiene entre sus manos. La turbación más completa llega cuando ese personaje de insondable edad, ante la petición de la Emperatriz de que comience a narrarlo todo desde el principio, empieza por el momento en que él mismo entra en una librería de antiguo y se encuentra con este libro. No solo Bastián queda sobrecogido al descubrirse dentro de una ficción, sino que el lector que lee a ese lector (yo en ese momento, quien lo lea en cualquier otro) sabe que el Viejo ha comenzado precisamente por la primera frase de la novela, la cual es Noisaco ed sorbil, y lo que parece un conjuro (porque, de hecho, tiene la fuerza de un conjuro) no es sino el anuncio del escaparate al que él se asoma, leído al revés: Libros de ocasión. ¿Será posible que Bastián, y el lector del lector con él, se vean arrastrados a una eterna repetición de la misma historia?
Por supuesto, ese es el sentido del título de la novela que Michael Ende publicó en 1979, obteniendo un éxito arrollador. En rigor, tal vez habría sido más adecuado traducirlo como El cuento de nunca acabar, expresión además dueña de un sentido propio en castellano, pero el magnífico traductor del libro, Miguel Sáez, optó por el que todos conocemos hoy, de tal modo que hoy ya no podemos imaginar otro.
Michael Ende urdió un magnífico planteamiento que partía de un arquetipo clásico de la fantasía juvenil para darle la vuelta desde dentro: la incursión de un personaje del mundo «real» en un reino de fantasía, que encontramos en innúmeras fábulas, desde Alicia en el País de las Maravillas a Peter Pan, pasando por El mago de Oz. Sin embargo, la novedad estriba en que su personaje real primero queda fascinado por ese particular mundo, mientras lee sobre él en el libro que acaba de tomar «prestado» de la tienda mencionada, y que se titula La historia interminable, y poco a poco va descubriendo que él puede entrar en dicho mundo, en el reino de Fantasia, puesto que, por inconcebible que le parezca en un primer momento, él es el paladín a quien todos buscan para que lo salve de la destrucción.
El gran interés del libro, sin embargo, no radica en este planteamiento, por otra parte no especialmente original, sino en lo que viene a continuación, en la reflexión metaliteraria sobre la fantasía clásica, sobre la condición del héroe en las fábulas de siempre, sobre la posibilidad de proyectarnos en los sueños de la ficción (en cualquier sueño), en el precio de dejarse arrastrar por la asunción de un rol que acaba vampirizándonos. Bastián Baltasar Bux (¡qué nombre tan magnífico!), niño gordo y feo, que se siente insignificante y no querido por nadie, encuentra la posibilidad de re-formularse a sí mismo en todos los sentidos, incluso el físico, al convertirse en el salvador de Fantasia, y decide permanecer allí, sin advertir que, a medida que va haciendo cumplir todos sus deseos (pues esa es la facultad mágica que le ha dado la Emperatriz Infantil, en agradecimiento), va adquiriendo un enorme complejo de dios que amenaza con hacerle olvidar por completo el recuerdo de su antigua y benévola personalidad, la que él no sabía ver bajo su detestada apariencia. Que amenaza con disolverlo precisamente en la Nada, convertido en un mero juguete roto de la fantasía, un habitante más de ese aterrador lugar al que acaban llevándolo sus pasos, la Ciudad de los Antiguos Emperadores, el reducto donde han ido a parar en el curso del tiempo, con la identidad perdida, todos aquellos otros salvadores de Fantasia, como él, que incurrieron en su mismo endiosamiento. ¿O tal vez está a tiempo de reaccionar?
Michael Ende dividió su libro en dos partes. En la primera, el niño Bastián roba el libro y decide pasar el día en el desván de su detestado colegio, leyendo las aventuras del príncipe Atreyu, el enviado de la Emperatriz para buscar a ese héroe que ha de salvar Fantasia. En la segunda, Bastián, convertido en un príncipe de gran belleza y enormes poderes, recorre la tierra que ha salvado, decidido a reencontrarse con la fascinante Emperatriz, pero al advertir que esta rehúye dicho encuentro, su vanidad frustrada le lleva a declararle la guerra, decidido a convertirse en el gobernante supremo del reino, empresa en el curso de la cual, y a medida que va deseando algo, va perdiendo un recuerdo de su vida anterior, hasta quedarse solo con la certeza de su nombre: Bastián Baltasar Bux.
La primera parte del libro, la más ortodoxamente fantástica, es estupenda. Bien acompañado en cada capítulo por una excelente ilustración a toda página, obra de Roswitha Quadflieg (y que hoy, tal vez por problemas de derechos, tristemente ya no se incluyen en las ediciones más recientes), Ende consigue reproducir de modo delicioso el espíritu de los cuentos de hadas clásicos combinándolo con el de la fantasía heroica (por ejemplo, ese aire de pérdida indeterminada que desprende El Señor de los Anillos), y el vertiginoso tráfago de peripecias deja con la boca abierta, pues su poderoso sentido de la convicción aleja el fantasma del mimetismo fácil.
Ahora bien, es una lástima que al llegar a la parte indudablemente más interesante de la historia, la estancia de Bastián en Fantasia, el autor tire por la borda buena parte de las posibilidades (inquietantes, opresivas, incluso malsanas) de su planteamiento. Y todo ello, por incurrir en ese lamentable defecto que es la ruina de todo arte (del cine a la literatura, de la pintura a la música): esto es, la debilidad por el enfatismo, por el subrayado, por el arrinconamiento de toda sutileza en beneficio de lo groseramente obvio. El arte requiere de la sugerencia: dar demasiadas explicaciones, como si se temiera no ser comprendido, suele ser su perdición. Y Ende convierte la progresiva pesadilla de Bastián en un muy molesto catálogo de obviedades, dejando bien claro en todo momento el grave error que el protagonista comete con su actitud, y encima remarcando el disgusto que eso provoca en sus nobles amigos, Atreyu y el dragón Fújur, cuyas aventuras había jaleado con gusto mientras era solo un lector, y que acaban perdiendo parte del encanto manifestado en la primera parte del libro por su cargante aureola pepitogrillesca.
Tal vez por el miedo a ir demasiado lejos en un relato etiquetado para niños y jóvenes, Michael Ende olvida que lo que hace verdaderamente perdurables obras magnas como las de Carroll, Barrie o Tolkien es su capacidad para decir cosas distintas a distintas edades, permitiendo así que el niño, más fácilmente fascinable, al llegar a la edad adulta o de la decepción, descubra nuevos matices en aquella fábula que tanto le agradó en su infancia y no la arrincone para siempre en el cuarto de los niños pequeños… o acabe vendiéndola en una librería de ocasión. Noisaco ed sorbil, otra vez.
Aun así, el resto de elementos positivos del libro permite su rescate con una enorme simpatía. El conseguido tono melancólico, crepuscular, de su primera mitad; la enorme fortuna de la invención de nombres (Graogramán, la Muerte Multicolor, la tortuga llamada Vetusta Morla o el caballo Ártax son buenos ejemplos); la recuperación del tono melancólico en los capítulos que preceden al precipitado e inconveniente happy end; y en general, esa capacidad que posee el relato (lo que es y lo que pudo haber sido) para remover dentro de nosotros cierta nostalgia ancestral que nos lleva incluso más allá de la infancia, todo ello, pues, permite mantener a La historia interminable, si no en el puesto de honor que debió merecer, sí en un rinconcillo cálido y confortable de esos a los que, de vez en cuando, apetece volver.
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