Imagen| Rafael Guardiola, Examen
Una porosa y flexible nariz de payaso va siempre conmigo, comparte con generosidad el devenir de mi vida cotidiana, irrumpe en el aula al calor de mis torpes argumentaciones filosóficas y hasta en algunos actos oficiales o académicos impenitentemente serios y circunspectos.[1] La nariz, los disfraces o el uso ocasional de marionetas en clase, así como mi pasión por los resortes de la acción dramática, me han permitido gozar de la simulación. La asunción voluntaria de papeles me recuerda, desde esos tiempos remotos de la niñez en los que me enfundaba en un disfraz de centurión romano, que todo transcurre en el calderoniano teatro del mundo. A fin de cuentas, la roja nariz de goma espuma se ha convertido en un apéndice muy querido, en un vehículo que facilita la expresión de la risa (esa gran manifestación de la inteligencia humana, casi diabólica, como subrayara Baudelaire). Me sirve, entre otras cosas, para llamar la atención y para generar también distanciamiento y cercanía, a un tiempo, así como para arrancar esa costra de gravedad que exhiben muchos de los sesudos contenidos que me veo obligado a explicar. Con ello me atrevo a proclamar el imperio de la alegría de vivir y la disolución de no pocos momentos de tensión. Aunque esto de la educación es cosa seria, no me gusta vivir ni hacer vivir en un “valle de lágrimas”. Además, si pensamos detenidamente en lo que hacemos a cada instante y la perspectiva inevitable de la muerte como horizonte, pocos podrán negar que lo que hacemos, una y otra vez, es “el payaso”, perdiendo constantemente el norte de las cosas realmente importantes. Yo tengo la suerte de hacer todo esto de modo consciente, en mi peculiar “elogio de la estulticia”, siguiendo con ello, paradójicamente, la vía del amor a la sabiduría. Además, la ironía es una de las pocas herramientas políticas que no nos han enajenado y un magnífico instrumento para ejercer la autoridad sin recurrir al autoritarismo.
La sociedad industrial avanzada que se ha consolidado en occidente y aspira a ser también la sociedad del futuro, se ha amancebado lascivamente con los músculos de un modelo educativo muy poco sensual ante mis ojos operados de cataratas. El “saber hacer”, la “techné” de los griegos, impone su dominio ante el “saber”, la fascinante “sophía” que simboliza el vuelo de la lechuza de Minerva. Y eso que la techné –saber hacer, saber producir algo- es, para Aristóteles, un modo de conocimiento universal y exclusivo del ser humano, y abarca un espectro más amplio que el de nuestra “técnica”. Se erige sobre la madre experiencia, pero es un saber inferior, a fin de cuentas, dado que sus objetos son meramente posibles, accidentales o “contingentes”: son de una manera determinada, pero podrían ser de otra (el artesano puede modelar con la arcilla un botijo, pero bien podría, en su lugar, fabricar un lebrillo). Es la capacidad para producir algo actuando sobre las cosas, o sobre el propio ser humano en tanto que cosa (el herrero puede fabricar un cinturón de castidad y el nadador, aprender a nadar a braza, actuando sobre su cuerpo). No obstante, a la techné no le podemos pedir una finalidad diferente a la de “producir obras”, no da más de sí. Las acciones sociales que siguen este paradigma fueron bautizadas por los filósofos de la Escuela de Frankfurt como “acciones instrumentales”, acciones que se adoptan en función del coste y los beneficios de las mismas de acuerdo con un fin exterior. La utilidad es elevada a los altares y se convierte en un medio para justificar y consolidar el poder de unos pocos, manoseando obscenamente los cimientos mismos de la democracia y las virtudes de la globalización. Los planteamientos maquiavélicos y los imperativos hipotéticos se nos hacen familiares, carne de nuestra carne, alumbrando un pensamiento “unidimensional”, como afirmaba Herbert Marcuse al abrigo del Mayo del 68 francés.
Como subrayan Eduardo Luque y Pilar Carrera en su libro Nos quieren más tontos, recientemente publicado por Ediciones de Intervención Cultural, (2017) a propósito de la escuela que promueve sin ningún recato la economía liberal, las proclamas en materia educativa sobre la bonanza del “saber hacer” del socialista francés Jacques Delors, presidente de la Comisión Europea de 1985 a 1994, catapultadas por las otrora prestigiosas instituciones como el Banco Mundial o el Fondo Monetario Internacional, han acabado recluyendo al conocimiento a secas en el castillo derruido del Libro I de la Metafísica del viejo Aristóteles (“todos los hombres desean por naturaleza saber”, afirma el Estagirita) y nos intentan seducir a los docentes con cantos de sirena, ahora bautizados como “competencias”. Tanto es así, que quieren construir “la sociedad del conocimiento” prescindiendo del propio conocimiento. Y, por otra parte, es el mercado el que marca el compás, el que fija realmente los contenidos y los instrumentos diseñados para el aprendizaje, amparado en la erótica del poder más avinagrado. No quiero decir con esto, obviamente, que el conocimiento no tenga o no deba tener una dimensión práctica, sino que no comparto que sea el mercado quien delimite el ámbito de aplicación de lo conocido. Y ya saben que, afortunadamente, hay otros valores distintos de la diosa utilidad y ajenos a las concepciones ahistóricas del ser humano. La filosofía, por ejemplo, puede tener un estimable valor social, aunque no reserve sus sinuosas curvas a la organización empresarial y a la difusión a bombo y platillo de las ideas arrebatadoras de los nuevos emprendedores.
Una caótica milicia de psicopedagogos iluminados escupe vorazmente por sus fauces lloronas una jerga incontrolada, en el mejor de los casos, de conceptos bienintencionados pero vacíos. Al final, vamos a acabar añorando la alucinógena terminología de la vieja LOGSE. Según ésta, por ejemplo, cambiar a un alumno de sitio en el aula equivalía a hacer “una adaptación poco significativa a uno de los elementos espaciales de acceso al currículo”. Como pueden observar, todo se puede empeorar fácilmente. A quien dude de ello, le aconsejo que lea con detenimiento La tarima vacía, el último libro de mi antiguo compañero del IES “Luis Buñuel” de Alcorcón-Madrid, el catedrático de Lengua y Literatura Javier Orrico (Sevilla, Editorial Alegoría, 2017). En este libro encontrarán un pormenorizado análisis, desde una perspectiva liberal, de los males de nuestra enseñanza, huérfana de la herencia de la Ilustración. Aunque les confieso que mis simpatías son más libertarias que liberales, comparto con Javier Orrico la necesidad de restituir en las aulas el valor de la voluntad, la memoria y la disciplina.
Los modelos educativos se han decantado ora por la bandera de la libertad y la excelencia, ora por el estandarte de la igualdad, como si no fueran valores positivos ambos y tuviéramos que elegir inexorablemente uno de ellos, como sucede en el caso de los conflictos morales, estableciendo una jerarquía conceptual. Pienso, por el contrario, que valores tan reputados como la libertad, la igualdad o la solidaridad no son incompatibles con la búsqueda de la excelencia gracias al esfuerzo y la fuerza de voluntad, dentro y fuera del sistema educativo. Se exigen mutuamente, en una ilustrada relación dialéctica, alejada de las huellas posmodernas que tienden a equiparar un par de botas a una tragedia de Shakespeare, como escribía el filósofo francés Alain Finkielkraut en su lúcido ensayo titulado La derrota del pensamiento (Barcelona, Anagrama, 1987). No hay que renunciar a nada, salvo a la estupidez. En la misma línea de Finkielkraut, Pascal Bruckner (en La tentación de la inocencia, Barcelona, Anagrama, 1996) nos previene para no dejarnos doblegar por la enfermedad del individualismo contemporáneo, frente a la irresponsabilidad perpetua que perfila la inocencia triunfante. Los sistemas educativos posmodernos transmiten como norma la de la vida inocente caracterizada por el infantilismo y el victimismo. La despreocupación y la ignorancia juveniles que se prodiga entre la ciudadanía encuentran su paraíso en el consumismo y el relativismo desaforados, y encumbran a los altares la figura del inmaduro perpetuo. Y se acomoda en el trono social el perfil del mártir, del buen salvaje angelical a quien nadie se atreve a rechistar.
Comparto con Javier Orrico que el actual sistema educativo español, “mezcla de tecnocracia y santurronería”, propiamente “no educa”, porque no enseña a vivir, no sirve para entrenar a niños, adolescentes y jóvenes para enfrentarse a la vida con ciertas garantías adaptativas y al no hacerlo colabora con la ignorancia, la desigualdad y el imperio de la injusticia. Para ello necesitan ser educados en la responsabilidad y el valor del esfuerzo, y al mismo tiempo, en la crítica y hasta en la rebeldía, algo que no se puede hacer con un almacén de conocimientos cada vez más menguado, y el fomento del infantilismo y el victimismo. En definitiva, pienso que no es malo que nuestros pupilos escuchen de los docentes, de primera mano, que la vida no es ni un valle de lágrimas ni un videojuego adictivo. Es más bien, algo agridulce. Por eso la nariz de payaso va siempre conmigo.
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[1]Ofrezco aquí una versión parcial y revisada de una entrevista que me realizara en octubre de 2017 el profesor Fernando Puyó y publicada en el BLOG de su autoría, “Pensando sobre Educación”. Los “trabajos” de la Comisión parlamentaria del Pacto sobre la Educación y el abuso de las grandes palabras para justificar la inacción o la quiebra de los valores ilustrados me han aconsejado airear de nuevo mis opiniones. Espero que sean oportunas.