Imagen | Pol Güell
Así describe Pío Baroja el espacio que se abre ante sus ojos. No hace falta nada más. Porque la comprensión cabal y generosa de lo que acaece no requiere estirar y alargar las palabras –con o sin ayuda de cirugía- ni hacer acopio de subordinadas como si se tratase de papel higiénico al comienzo de una pandemia. Me alegra coincidir en ello con mi amigo y maestro Javier Sádaba, y con la lúcida racionalidad de Javier Echeverría, dos pensadores consagrados y adictos al trabajo intelectual, que frecuentan felizmente las páginas de esta revista.
Encuentro esta cita en los mimbres de un admirable poema en prosa de Francisco Umbral (el seudónimo más celebrado del escritor y pensador autodidacta Francisco Alejandro Pérez Martínez), obra que viera la luz por vez primera en 1975 con el título de Mortal y rosa[1], robado a un verso rotundo de Pedro Salinas que exalta con deleite la corporeidad. Y mi encuentro ha sido posible gracias a un regalo inesperado de Sebastián Gámez Millán, amigo y colega en HomoNoSapiens, escritor prolífico y voraz lector. Días atrás, Sebastián me había hablado de la prodigiosa alquimia léxica de Umbral, artífice de una auténtica cascada de metáforas prodigiosas en cantidad y calidad equiparables a las del mejor Neruda. También del monumento a la vida que erige en este libro de “belleza estremecedora”, a través del diálogo interminable con el hijo muerto (Francisco Pérez Suárez -“Pincho”-, que falleció de leucemia a los seis años de edad). “Escalofriante” y “conmovedor” son los acertados calificativos que reserva Félix Grande en el prólogo de esta edición. Se trata, en definitiva, de un testimonio sincero y brutal sobre la muerte y un brillante y extenso ejercicio de “filosofía practicada” –como le gusta decir a mi también amigo, el filósofo Antonio Sánchez Millán-, nacido de las entrañas.
Escribo desde la fascinación del lector con vocación filosófica que suele desmenuzar los textos con fervor analítico y grandes dosis de escepticismo. Lo cierto es que Umbral ha conseguido con este libro que me sienta como el experimentado pirata que desentierra con tesón las riquezas escondidas bajo un árbol pelado en un pesado cofre de ribetes dorados, o el científico barbudo y despistado que duerme a pierna suelta después de arrancar a la naturaleza uno de sus misterios más ocultos. Sebastián Gámez es adivino de letras y conceptos. Sabe que en Mortal y rosa yacen las claves de la prosa poética y de los recursos salvíficos de la memoria, con su poder de evocación, banderas que ondean en muchas de las páginas que suelo emborronar. Aprovecho la ocasión para recomendarles también, en esta línea –como me sugirió Sebastián Gámez hace tres años- la atenta lectura del libro Estambul. Ciudad y recuerdos[2] del genial Orham Pamuk. Les confieso sin pudor alguno que Mortal y rosa ha producido en este bípedo implume un encantamiento similar al que generara en el, hace cuarenta años, en el campo de la filosofía, la lectura del Tractatus lógico-philosophicus de Wittgenstein inducida por el profesor D. Manuel Garrido. Todo un acontecimiento.
Umbral transita por las calles de Madrid siguiendo el rastro de su memoria a corto plazo con periódicos y una barra de pan bajo el brazo mostrándonos obscenamente en su libro-diario las huellas de la emocionante crónica de una muerte anunciada, al tiempo que despliega con soltura sus coordenadas metafísicas, éticas y estéticas. El ser, lo bello y lo bueno son, pues, los protagonistas filosóficos de este singular monólogo-diálogo platónico que tanto recuerda a poemas como El mundano de Voltaire. Umbral, que se disculpa varias veces por no estar a la altura de Kant, parte de la convicción de que el pensamiento no tiene más remedio que hacerse desde el cuerpo –como decía Nietzsche-y, si me apuran, desde el sexo, que lo es todo. Y las tres funciones principales de las “artes selváticas”, las más amadas por el poeta son gozar, leer y recitar. Para Umbral, el mayor de los placeres lo suscita Proust; la mejor lectura nos la ofrece Juan Ramón Jiménez; y los poemas de Quevedo, los que conviene recitar persiguiendo la excelencia. En busca de la belleza y de una concepción romántica del arte, junto a la literatura, Umbral da paso a la pintura (¿será un seguidor del adagio “ut pictura poesis”?). Dice que siempre ha procurado vivir cerca de un pintor, prototipo del creador, de la “vida en combustión”: son los “seres más encarnizados con la vida, los que están en el reino de las cosas.” Es la carne y no el alma el destino del poeta y del pintor. ¿Será por eso que la música no llame a la puerta de Umbral con la misma diligencia? A pesar de su denominación de origen dionisiaca, a Umbral se le escapa la música entre abstracciones, alejada del “reino de las cosas”, en su condición de “estilización de algo”. La música no huele y el olfato es “la mirada del alma”. Prefiere dormir a su hijo en la mecedora y verle crecer, aunque vaya perdiendo su luz al mismo tiempo.
Umbral practica la filosofía, el “filosofar” de la filosofía mundana según Kant, abordando su tema estrella: el sentido de la vida (el ser, lo bello y lo bueno). Con la perspectiva que dan la madurez, gozar, leer y recitar, pero sobre todo, la muerte de un hijo, Francisco Umbral nos recuerda que la vida, en términos lógicos y empíricos, carece de sentido. Todo es vano, dice el Eclesiastés. Nos topamos inevitablemente con la muerte, cara a cara y sin abstracciones. No obstante, porfiamos en la existencia y no abrazamos el suicidio –máxima expresión de libertad. Aun sabiendo esto, abrazamos signos o experiencias vitales con la esperanza de encontrar en ellos un significado. Russell apela a la búsqueda del conocimiento y del amor, y la solidaridad con los que sufren. Schopenhauer nos recomienda practicar la compasión, buscar la ascesis y disfrutar de los placeres de los sentidos, de la imaginación y el entendimiento que encierra el arte, como el mejor de los lenitivos. Otros, como el pensador español Agustín García Calvo, con el que coincido, nos sugieren seguir viviendo “por si acaso”. Para Francisco Umbral el sentido y la verdad de la vida está en su hijo, que es sagrado, y su hijo ha muerto. Yo añadiría, en su caso y en el de muchos: el sexo, la escritura, la belleza –que tiene nombre de mujer-, la risa y la lucha contra la injusticia y el dolor. En cualquier caso, conviene tener en cuenta que no somos los adultos los que llevamos a los niños de la mano, sintiendo su calor encarnado. Es al revés. Son los niños los que nos arrastran a su mundo, los que nos obsequian con a esa “infancia recuperada”, a la que accedemos de ordinario a través de la literatura, como decían Rilke y Bataille.
Al igual que Hegel, Umbral nos hace ver lo universal en lo particular, nos hace pensar desde la cotidianidad y con ello ilumina el ser, lo bello y lo bueno y hace que su filosofía sea “practicada”. Y subraya la necesaria irrupción de la Historia –con mayúsculas- en sentido dialéctico y marxista, huyendo de las artes del coleccionista de hechos empirista y del partidario del protagonismo de los sujetos colectivos encarnados en entidades espirituales. La violencia, la explotación, la reducción del pueblo “a un sueño” y el imperio de la injusticia son realidades insuperables en 1975 y en el siglo XXI en tiempos de pandemia. ¿Razón y revolución? Las espadas están en alto.
Y lo cotidiano es el cuerpo, porque el alma es “la paloma loca que vuela por los ramajes del esqueleto”. Umbral llegó a Madrid, al Metro, a sus pensiones y mercados, desde Valladolid, para “hundirse en el légamo caliente de la vida”. El ciudadano urbanita Francisco Umbral, “razonable, correcto y discretamente perfumado” nos abre las puertas de su pelo, de su cráneo, de su rostro, de su piel blanca, de su vello masculino, de sus manos, de sus pies, de sus ojos –que son espadas-, de su nariz, de su esqueleto y su afán de fornicio. Admira el cuerpo de la mujer “participando del arte como de la vida”, de su esfericidad, de sus cavidades húmedas, del olor de su pelo secado al sol, de la magia del post-coito en la silenciosa paz del atardecer. Umbral juega aquí a ser un libertino del siglo XX, conservador y despreocupado, al modo del filósofo Antonio Escohotado, o a la escena decimonónica del melancólico sentado en la terraza de un café delante de un vaso de absenta. Pero no nos engaña. El diálogo con su hijo nos devuelve la imagen especular de un estoico seducido por la fama, que prefiere leer a Kant cuando sus amantes se marchan y cierran la puerta. El deber por el deber se hizo carne en el artículo diario que viera la luz en los periódicos más granados de la prensa nacional, la disciplina del trabajador incansable que respeta, por su rigor, las reglas del método de Descartes. Umbral es un poeta disciplinado que se empacha fácilmente con la evidencia, el análisis, la síntesis y la enumeración suficiente y ordenada, aunque el dolor del niño hospitalizado que ha perdido la risa profundicen en el caos y en la propia muerte que vive el escritor.
Para Umbral “escribir es ausentarse”, por el placer infinito de desaparecer o que es lo mismo de “hacerse transparente”, de comunicarse con el mundo. Y leer un acto creativo, puesto que en el libro realmente no hay nada. Lo único que le importa es que, mientras escribe o lee (a veces con una linterna), su hijo duerme cerca. Sabe que se escribe un libro por vanidad, para sublimar inseguridades, como consecuencia de una ciega pasión creadora o por amor a la verdad. También por amor a la belleza.
[1] Umbral, Francisco.: Mortal y rosa, Madrid, Unidad Editorial, 1999.
[2] Pamuk, Orham.: Estambul. Ciudad y recuerdos, Barcelona, Random House Mondadori, 2006.
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