Imagen| Paula Sánchez Calvo
Ingenuamente creemos que hay conductas que pertenecen al pasado, pero el pasado no deja de retornar. La muerte de George Floyd el 25 de mayo de 2020 en el vecindario de Powderhorn, en la ciudad de Mineápolis, Minesota (Estados Unidos), tras arrestarlo cuatro policías, uno de los cuales arrodillándose sobre su cuello lo asfixió, ha levantado una oleada de indignación y protestas a lo largo de Estados Unidos en contra del racismo, la xenofobia y los abusos policiales sobre todo hacia ciudadanos afro-estadounidenses, oleada que se ha extendido por otras ciudades del mundo, como Londres, Lisboa, Barcelona, París, Berlín, Sídney…
Reconozco que me emocionan estas manifestaciones pacíficas de indignación ante las injusticias. En ellas percibo movimientos cívicos que bien coordinados pueden conducir a ampliar los Derechos Humanos y hacer del planeta un lugar más habitable. Sin embargo, no siempre los individuos se manifiestan de forma pacífica, y esto también me preocupa, pues incurren en una evidente contradicción: en principio denuncian la violencia, pero lo hacen de modo violento. Uno de los principales símbolos de la lucha contra el racismo, Martin Luther King, insistió en que medios y fines deben ir en consonancia. De lo contrario corremos el riesgo de justificar la violencia, como se ha hecho con la guerra durante gran parte de la historia. “Guerras justas” es una contradicción en sus términos.
Salvo si se trata de un juego o de un deporte, la violencia por lo general nos instrumentaliza. Por eso es rechazable, condenable. Aquellas personas que ejercen violencia contra otras están tratándolas como si fuera un objeto. Y al menos desde Kant sabemos que las personas somos fines en sí mismos. También debemos acostumbramos a reparar en que no sólo se instrumentaliza la persona que es tratada violentamente; por el principio de reciprocidad, de acuerdo con el cual dar y recibir es lo mismo, también aquel que ejerce la acción. Como certeramente observó Leszek Kolakowski: “Condenar toda forma de violencia, de modo absoluto e indiscriminado, es condenar la vida. Pero un mundo en el que la violencia se ejerza sólo contra el delito, la esclavitud, la agresión y la tiranía no es algo irracional por lo que luchar, aunque tengamos buenas razones para dudar de la probabilidad de conseguirlo”.
Dicho esto, ¿hay razones para el “racismo”? La mayoría de los científicos rechazan el término “raza” aplicado al ser humano porque consideran que la especie Homo sapiens, de la que procedemos, es desde un punto de vista genético muy uniforme. El biólogo evolutivo y genetista Richard Lewontin estudió en 1972 la variación de diecisiete genes que codifican diferencias de sangre y comprobó que sólo el 6,3% de la variación se podía atribuir a la pertenencia de una raza. El 85,4% de la variación se daba dentro de poblaciones locales (el 8,3% restante se correspondía a diferencias entre poblaciones locales dentro de una misma raza). De ello cabe deducir, como le contaba a su amigo, el paleontólogo y biólogo evolutivo Stephen Jay Gould, que si llegara otro Holocausto y los únicos supervivientes fueron los miembros de una pequeña tribu residente en lo más profundo de los bosques de Nueva Guinea se conservarían casi todas las variaciones genéticas actuales de la población mundial.
Otra de las mayores autoridades mundiales en estas cuestiones, el genetista Luigi Luca Cavalli-Sforza, Catedrático de Genética en la Universidad de Stanford y autor de la monumental The History ad Geography of Human Genes, sostenía que las razas son “grupos de individuos que muestran una semejanza genética mayor que la que tienen con individuos pertenecientes a otros grupos”. Por consiguiente, “no existe una constancia que satisfaga adecuadamente la definición corriente de “raza”. Es complicado distinguir las razas. Siempre debemos basarnos en estadísticas de la frecuencia de muchos individuos, nunca de un solo carácter. Ni tan sólo somos capaces de contestar a esta pregunta: ¿Cuántas razas hay en la Tierra?”
Craig Venter, pionero de la secuenciación del ADN, coincide con los anteriores: “El concepto de raza carece de base genética y científica”. ¿Por qué entonces seguimos incurriendo en conductas racistas? Y, si bien no cabe hablar de racismo en todos los lugares por igual, no se trata de un fenómeno aislado en ciudades de Estados Unidos, también se perciben brotes racistas en Suecia, Alemania, Italia, España… ¿No se trata de un racismo estructural, heredado del pasado, por medio del cual se propagan desigualdades injustificadas, que es otra forma de violencia cívico-política?
Aunque las estadísticas no sean exactas, es imposible hacernos una idea más o menos precisa de muchos fenómenos sin recurrir a sus aportaciones: en Estados Unidos, en 2014, por cada mil nacimientos, durante el primer año de vida murieron 11 negros, 4 asiáticos, 5 blancos y 5 hispanos. El porcentaje de menores de 18 años que vivía en la pobreza es de 38 negros por 12 asiáticos, 12 blancos y 32 hispanos. La tasa de graduación de estudiantes de secundaria en centros públicos durante el curso 2014-2015 fue de 75 negros por 90 asiáticos, 88 blancos y 78 hispanos. La tasa de jóvenes entre 18 y 24 años matriculados en la Universidad durante 2015 fue de 35 negros, 63 asiáticos, 42 blancos y 37 hispanos. Y así podríamos seguir aportando datos sobre las desigualdades en empleo, brecha salarial, vida sin seguro, problemas de salud, alquiler vs propiedad, jubilación asimétrica… De tal modo que la esperanza de vida en 2015 es de 75 años los negros, 87 los asiáticos, 79 los blancos y 82 los hispanos (National Geographic, Abril de 2018, pp. 60-61).
No habiendo razones científicas para el racismo, ¿por qué se siguen cometiendo este tipo de conductas? Por un lado, porque el conocimiento científico cala muy lentamente en la conciencia social. Y hay cerebros que se mantienen inmunes a las evidencias científicas. Por otro, porque por muy racionales que seamos o queramos ser, seguimos siendo antes y, sobre todo, seres emocionales, y hay emociones irracionales, como ciertos miedos, temores y rechazos que racionalizamos, no razonablemente, y convertimos en motivos para actuar de una determinada manera.
¿Es suficiente que una persona posea otros rasgos físicos y/o costumbres para que nos suscite miedo, temor o rechazo? Racionalmente diríamos que no; emocionalmente el cerebro capta de modo inmediato con qué grupos de personas nos identificamos y con cuáles no. Para los primero asigna una etiqueta, pongamos “nosotros”, y a los segundos otra, seguramente “ellos”. Ya está generándose la lógica amigo/enemigo, que se opone al pluralismo natural, es excluyente y desemboca en el conflicto. El neurocientífico Jay van Bavel, de la Universidad de Nueva York, ha hecho experimentos sobre ello. También Robert Sapolsky, autor de Compórtate. La biología que hay detrás de nuestros mejores y peores comportamientos.
En contra de lo que acostumbramos a creer, y como nos advertía el filósofo Gadamer, “nuestros prejuicios, mucho más que nuestros juicios, son la realidad histórica de nuestro ser”. Dado que somos seres históricos, además de genes, generación tras generación heredamos ideas y prácticas sociales que las ciencias, si no están demasiado ideologizadas y manipuladas, pueden esclarecer de forma más racional y acaso razonable. Las ciencias naturales nos informan de lo que es, no de lo que debe ser, territorio que nos iluminan los valores y el derecho. Me pregunto si hay prejuicios tan arraigados en la condición humana que quizá sean inextirpables. Esto equivale a desprenderse de la esperanza de cambiar y, por lo tanto, de no poder liberarnos del racismo, ese trauma de la humanidad.
A raíz de las oleadas de manifestaciones de indignación ante las injusticias, en Alemania, con el pasado nazi todavía flotando en la conciencia de culpa, se han preguntado algunos si no convendría eliminar la palabra “raza”… Si la ciencia nos permite conocer y desprendernos de prejuicios, ¿por qué seguir empleándola, cuando carece de fundamento científico? ¿En nombre del pluralismo? Creo que se puede respetar el pluralismo al tiempo que se desechan creencias e ideologías que han demostrado repetidamente a lo largo de la historia sus efectos nocivos contra la humanidad.
Años llevo comunicándole a mis alumnos que el racismo, la creencia de que un individuo es superior a otro por pertenecer a otra raza, carece de razón de ser, ya que sólo existe una raza, la humana, compuesta de múltiples etnias. ¿Les habrán protegido algunas de estas explicaciones contra las conductas racistas? No estoy seguro de que a todos ni de la misma forma. La educación-formación consiste precisamente en que entendamos el proceso de modo inverso al que describí antes, en reconocer e incluir, en pasar del “ellos” al “nosotros”, ampliándolo: “todos somos nosotros mismos”, decía Gadamer.
Quiero terminar este artículo cediéndole la palabra Marshall W. Taylor, “El Alcalde”, posiblemente el ciclista negro más grande de todos los tiempos, aquel que dominó este deporte entre 1899 y 1910, y que a pesar de haber sufrido el racismo de ciclistas blancos, sus amigos y simpatizantes, declaró: “no les guardo ningún rencor. La vida es demasiado corta para que el corazón de un hombre albergue acritud. Como el difunto Booker T. Washington, el gran educador negro, tan bellamente expresó: `No permitiré que ningún hombre empequeñezca mi alma y me rebaje consiguiendo que lo odié”.
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