Nadie sabe de la existencia de Guayabuna, ni siquiera ella misma.
Desde lo alto, palpa la amalgama tumultuosa y disecciona todos sus movimientos.
Guayabuna se envuelve en texturas verdes, vivas. Abajo, se puede nadar sobre el humo. Se pregunta qué significa esa actividad frenética que parece empezar al pie de la montaña. Es un ir y venir obsesivo como si con el fin de la naturaleza surgieran las ambiciones. Guayabuna se encuentra en el lugar más privilegiado de los cerros y escudriña la ciudad como quien escucha el trueno bajo las sábanas.
Con esa frívola distancia, se pregunta si a nadie se le ocurre mirar hacia arriba de la misma manera que ella mira hacia abajo y si esas montañas actúan como muralla o si es la misma tierra húmeda la que levanta la ciudad.
No entiende si ese lejano conglomerado es el más feliz o el más desgraciado del mundo. Seguramente no pueda existir tal juicio. También se pregunta dónde se multiplican esos seres, por qué no procrean cada vez que se cruzan. En qué momento han aumentado en número, peso y altura. Guayabuna lleva milenios ejerciendo de observadora, se siente profundamente realizada, ya que esa masa necesita una mirada que la testimonie. Sus demás tareas son una cuestión de mera supervivencia. Aún con su vasta experiencia contemplativa, Guayabuna no consigue comprender la función de las numerosas cajas cuadradas por las que entran esos seres a diario. Es una incertidumbre con la que le cuesta convivir: cómo descubrir de qué se esconden, cómo entender qué necesidad persiste para frenar su propia narrativa. Los seres se tornan invisibles dentro de las cajas cuadradas y salen por sus agujeros sin ninguna rigurosidad temporal. Con el paso de los años, el temor de Guayabuna por las cajas cuadradas ha menguado para concentrarse en las cajas rectangulares-verticales. Ese es su verdadero temor. Cajas inarmónicas de una perfecta geometría que conducen a Guayabuna hacia el delirio con sus luces intermitentes. Las cajas rectangulares-verticales llegan a alcanzar la misma altura de Guayabuna que lo percibe como una intromisión en los silencios verdes. Son monstruos que se alzan para ver lo que nunca han visto, por no saber levantar la mirada. Guayabuna solo sabe observar desde la intimidad, de manera unilateral; escudriñar y sentirse escudriñada anula cualquier forma genuina de escudriñamiento. Guayabuna no entiende por qué o quién segmenta a los seres amalgámicos, repartiéndolos entre las cajas cuadradas-pequeñas y las cajas monstruosas-verticales. En pocos meses, las cajas monstruosas-rectangulares-verticales han ido aumentando, sacan pecho y resuenan sus tambores del progreso. Guayabuna conocía bien ese planisferio y olía la fragilidad a la que se sometía. Las cajas monstruosas-rectangulares-de-abajo-hacia-arriba podrían desplomarse en cualquier momento. Basta que cambiase la dirección del viento, o que un pájaro obeso se posase en el ángulo equivocado para que se cayeran en pedazos sobre las cajas pequeñas-cuadradas, seguramente menos consistentes. Así, las pequeñas cajas cuadradas quedarían aplastadas para siempre.
Por no saber mirar hacia arriba, unas quedarían espachurradas y las otras despedazadas. Ambas privadas del verde y del azul, todas gangrenadas.
Ante la tragedia, Guayabuna se lanzaría al vacío para multiplicarse con algún resto de algún ser y refugiarse en una caja cuya forma desconocemos para nunca mirar hacia arriba.
Nadie sabría de la existencia de Guayabuna, ni siquiera ella misma.
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Imagen | Marta Juliana Abril