Imagen |Paula Sánchez Calvo
En las entradas anteriores quedaron patentes los esfuerzos de muchas empresas para exagerar, confundir e incluso mentir sobre los aspectos ambientales de sus productos. Sin embargo, hay una cuestión que subyace en todo el asunto del greenwashing, como indican las voces más críticas y es nuestra complacencia como consumidores. Por ejemplo, el activista y empresario Paul Hawken compara el actual greenwashing con la Ciudad Esmeralda del Mago de Oz, en la que los consumidores se contentan con que los productos tengan un “brillo verde”, ficticio o no.
Y es que, la principal decisión que como consumidores podemos tomar ( y a la vez, la más barata) es consumir mucho menos: reducir el despilfarro de alimentos con compras planificadas y nociones básicas de economía doméstica; evitar los productos sobreenvasados y recuperar la tradición de comprar a granel; reducir nuestro consumo de ropa favoreciendo el cuidado de las prendas y su intercambio, pero sobre todo tomando una postura independiente frente a la necesidad (creada) de renovar nuestro ropero cada temporada; huir de la obsolescencia percibida (porque huir de la obsolescencia programada ya es difícil, aunque a veces las confundimos) y elegir nuestros productos tecnológicos y electrónicos en bases a criterios de consumo, durabilidad y reparabilidad; replantearnos nuestras opciones de movilidad…
No se trata de caer en el determinismo como Hamlet, que nos lleve a pensar que como no podemos dejar de consumir, no podemos hacer nada, sino de analizar cuáles son los aspectos de nuestro consumo que mayor impacto ambiental tienen y empezar a cambiar algunas de nuestras decisiones más cotidianas. Porque cualquier paso que demos hacia un modo de vida más sostenible cuenta, por pequeño que sea. Sobre todo, si después de cada pequeño paso estamos dispuestos a dar otro, y luego otro.
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