Monográfico Frankenstein: Frankenstein según Kenneth Branagh
Imagen | Iñaki Bellver
Es bien conocido que la existencia de Frankenstein de Mary Shelley —ya lo indica la pedante inclusión del nombre de la escritora en el título— se debe al éxito, un par de temporadas atrás, de la película con que Francis Ford Coppola y su guionista James V. Hart pretendieron «dignificar» la novela Drácula de Bram Stoker, rescatando la fuente original, supuestamente «traicionada» hasta entonces por el cine. Ahora en labores de producción, Coppola (principal impulsor del proyecto) quiso repetir la jugada, implicando a un cineasta entonces en la cumbre de su carrera, el inglés Kenneth Branagh, al frente del proyecto. Ahora bien, si ambas películas, en efecto, procuran ceñirse con fidelidad a las tramas literarias, el propósito de cada una de ellas es muy distinto. En el caso de Coppola, se trató de una engañosa argucia publicitaria con el fin de atraer a un espectro de público mayor al habitual del cine de género, pues luego el planteamiento poco tenía que ver con el urdido por Stoker. Sin embargo, en el film que nos ocupa ahora, y aun cuando la lectura de Branagh y sus guionistas sí está bien pegada al texto, tanto en su letra como en su espíritu, la personalidad y convicción con que se traduce en imágenes depara una experiencia francamente memorable, todo ello a partir de una apuesta estética y narrativa muy arriesgada que podría haber degenerado en el ridículo absoluto. No extraña que estemos ante una película que ha provocado grandes adhesiones y rechazos extremos (más esto último, lo reconozco). Una película, en suma, que no deja indiferente.
De entre la suma de elementos dramáticos que conforman el planteamiento urdido por Mary W. Shelley, destaca el dibujo de la época de cambios en que fue escrita la novela: la tensión entre el severo racionalismo ilustrado y la compulsiva tentación hacia lo intuitivo (lo irracional) que encarna el recién llegado Romanticismo. La propuesta de Branagh supone una evidente glorificación de los componentes románticos del mito, cuya principal traducción es la exuberancia visual, el continuo recurso al frenesí de una cámara que no para de moverse, sobre todo en todas las escenas que se relacionan con el protagonista y que lo caracterizan como un individuo absolutamente dominado por sus pasiones (sea por la ciencia, por su amada Elizabeth, por el narcisismo personal o, al final, por la ira y la sed de venganza hacia la criatura que se ha rebelado contra él). Una exuberancia visual que viene acompañada todo el tiempo por la exuberancia sonora, mediante una partitura del fiel Patrick Doyle que tampoco deja respiro al espectador con sus sones enérgicos.
Frankenstein de Mary Shelley, por tanto, parece olvidar, en principio (digo en principio: luego explicaré por qué), los precedentes cinematográficos de referencia (en concreto, los ciclos de la Universal, en blanco y negro, y de la Hammer, en color, simbolizados cada uno por un actor emblemático, respectivamente Boris Karloff y Peter Cushing) para volver, ahora sí, a la novela original. (No es importante, pero hay que señalar que ni este título ni el de Coppola fueron precursores en esta vuelta a los orígenes: ya lo habían hecho antes películas menos relevantes y, por tanto, olvidadas.) Por ello, se respetan tanto el prólogo como el epílogo en tierras polares, con la aparición de un pionero de la navegación polar, el capitán Walton, un hombre dispuesto a transgredir las leyes de Dios y de la naturaleza para doblegarlas a sus fines, doble especular de Frankenstein: el testigo idóneo para comprender el drama cuyo último acto entre creador y criatura le será dado contemplar.
La puesta en escena de Branagh se concentra en la magnificación de dos elementos esenciales de ese componente romántico ya existente en Mary Shelley: por un lado, la exposición de una naturaleza sublime, cuyo misterio sagrado diríase que obliga al protagonista a intentar estar a su altura: a re-crearla; por otro, la exploración de la vocación prometeica de ese hombre que decide situarse a la altura de Dios. En cuanto a lo primero, la referencia más evidente del director es la obra del pintor alemán Caspar David Friedrich, ferviente defensor de la representación de la naturaleza como un estado de ánimo subjetivo de quien la contempla: en especial, el tratamiento que da a las numerosas escenas alpinas, o a las polares, remite a algunos de los más populares lienzos del autor, de El viajero contemplando el mar de nubes a El mar de hielo.
En cuanto a lo segundo, y sin desdeñar el componente narcisista habitual en el Branagh de esa época (aquí tanto interpretativo como físico: por ejemplo, en la famosa escena de la creación del monstruo, el actor se retrata a sí mismo como una especie de superhombre, luciendo torso desnudo, músculos en tensión y expresión luciferina), la puesta en escena subraya, mediante un continuo sentido del énfasis, la determinación del personaje protagonista y su relación visual con el fuego y la electricidad. El rayo y el fuego constituyen el leit-motiv visual del film. Un rayo derriba un árbol justo cuando la madre del joven Victor está muriendo al dar a luz a su hermano (el dolor marcará su vocación para descubrir el secreto de la vida… y la muerte). El fuego que contempla Victor diríase el mismo que contempla el monstruo en su primer acto de rabia al quemar la cabaña de la familia a cuyo lado, sin que estos los sepan, ha pasado el invierno, concibiendo la falsa ilusión de que podría ser aceptado por la sociedad de los hombres. El fuego unirá en la muerte a creador y criatura cuando, en el bello final de la película, ambos se alejen de la mirada asombrada de Walton en un témpano errante, después de que el monstruo decida no sobrevivir a su «padre» e inmolarse junto con su cadáver.
La apuesta de Kenneth Branagh, por lo tanto, es absoluta. Si las adaptaciones literarias que se basan en la completa fidelidad a un texto suelen desprender, inevitablemente, un aroma a rancio academicismo, su Frankenstein de Mary Shelley desprende una audaz sensación de libertad, tal vez porque su primera condición es que obliga al espectador a tomar una postura: a aceptar el vértigo o hacerse a un lado. Porque Branagh no deja reposo alguno, y es admirable que el film no incurra (casi nunca) en la histeria a que podían propender sus imágenes. El mejor ejemplo que se me ocurre es la secuencia de la creación, cuya forma de enervar el ánimo del espectador concluye con ese parto liberador: con esa rotura de aguas literal (porque la sustancia en que viene envuelto al mundo es líquido amniótico) que, además, otorga al nacimiento de la criatura una inevitable sensación de turbiedad. Y es que el único gesto de amparo que recibirá por parte de su padre es esa ayuda inicial para intentar ponerse en pie, como si fuera un cachorrillo de animal, sobre la viscosidad del líquido donde ha nacido. Esos pasos inseguros concluyen, enseguida, con el encadenamiento de la criatura y el rechazo por parte del creador.
El film mantiene, con respecto al libro, el mismo principio que justifica el horror: el sufrimiento no dignifica: envilece. Y la criatura, dotada de los mejores sentimientos, se ve arrastrada fatalmente —he ahí el componente romántico y desatado, urdido por otro ser que sufrió mucho en su vida, Mary Shelley— a trocar bien por mal, felicidad por desdicha, amor por muerte, al descubrir que, por culpa del inhumano abandono de su creador, por la falta de explicaciones sobre su esencia, todos lo odian y lo rechazan nada más contemplarlo, sin esperar a conocerlo. Angustia existencial: en uno de los mejores hallazgos del guion, la criatura señala que su capacidad para hablar, leer o apreciar la música se debe, pues no puede ser de otro modo, a los recuerdos que vibran dentro de él y que proceden de aquellos cuyas partes lo componen (inesperada idea de raíz platónica aportada por el guion). Victor, incapaz de ofrecer el mínimo consuelo, replica con frialdad que solo fueron «materiales». Con implacable desnudez, se contrapone así la diferencia entre creador y criatura: el hombre exhibe su inhumanidad, la abominación sufre por ser demasiado humano (lo cual incluye la facilidad para ir de un extremo al otro, de la bondad a la maldad suprema).
Ahora bien, no estamos ante una película perfecta (con propuesta tan audaz, ¿cómo serlo?). En concreto, la opción del guion por mostrar minuciosamente el proceso de elaboración de la criatura —recuérdese que, por pudor femenino o por decisión artística, Mary Shelley lo resolvía mediante una elipsis que dejaba en las sombras todos sus pormenores, incluido el origen de las partes del monstruo: es cosa de las películas la famosa imagen del ser hecho a base de remiendos—, hace que resulte incoherente que, después de tener éxito en la culminación de su obra, Frankenstein no soporte, ahora, el horror que le produce el resultado final. Y ya se sabe que la clave, la amarga clave, del inexorable proceso de destrucción que el monstruo pondrá en marcha reside en la terrible venganza que ejerce contra un padre que lo creó y luego, sin la menor explicación, lo dejó abandonado a su suerte.
Entre las modificaciones que presenta el guion con respecto a la novela figura el retrato del principal personaje femenino, Elizabeth, como una mujer mucho más decidida, más «moderna» —sin incurrir, por fortuna, en ningún anacronismo feminista—, y así, por ejemplo, será ella quien acuda, sin dudar, a rescatar a su prometido a la ciudad universitaria cuando dejan de llegar noticias suyas. El principal hallazgo de la historia con respecto al original tiene como protagonista, precisamente, a Elizabeth. Si en el libro, el protagonista, bajo la amenaza del monstruo, fabrica también una criatura femenina (en cine, daría origen a la base argumental de La novia de Frankenstein), que enseguida destruirá, horrorizado, en la película es el mismo Victor quien la crea bajo iniciativa propia, justo después del asesinato de Elizabeth en la noche de bodas.
Sin embargo, lo que hace el ya desequilibrado Frankenstein es saciar un impulso necrófilo: resucitar a su amada por el procedimiento de insertar su cabeza (con cerebro y, por tanto, recuerdos) y manos (este detalle no se explica pero se sugiere al ver las suturas en las muñecas, y resulta escalofriantemente sugerente: ¿cómo prescindir del mil veces experimentado tacto de la persona amada?) en el cuerpo de otro cadáver, el de Justine, la joven sirviente que creció con ellos dos, que también ha sido víctima inocente de la venganza del monstruo y que, irónicamente, en vida estuvo enamorada sin esperanza del joven amo.
Es más, esta secuencia sintetiza con brillantez las dos grandes visiones que ha dado el cine sobre el personaje: la de la Universal y la de la Hammer. De la primera, recoge el horror de la criatura femenina al descubrir que no está reservada para el atractivo hombre que la despierta (Victor) sino para el horrendo ser que, anhelante, la reclama como su novio (el monstruo), directamente extraído del final de La novia de Frankenstein. De la segunda, retoma el horror que la reconstruida Elizabeth siente al advertir, después de los momentos iniciales, que ya es otra cosa: un ser alejado de los parámetros normales de la humanidad. Esta idea procede de las últimas y magníficas aproximaciones de Terence Fisher al mito (El cerebro de Frankenstein y Frankenstein y el monstruo del infierno), que exploran el concepto de lo monstruoso con una profundidad casi sin parangón en la historia del género.
Volviendo a los imprescindibles orígenes del mito, pero al mismo tiempo reconociendo su posición en una secuencia de miradas que lo ha ido enriqueciendo con el tiempo y a las que rinde el debido homenaje, Frankenstein de Mary Shelley constituye una sugestiva experiencia totalizadora que, con el tiempo, será puesta, espero, en su justo sitio.
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