Stanley Cavell[1] es uno de los filósofos norteamericanos vivos con mayor predicamento. Llevando hasta sus últimas consecuencias la metodología que sugiere para la filosofía el último Wittgenstein, el Wittgenstein de las Investigaciones Filosóficas, Cavell no ha dudado en hacer del cine y en los hitos de su historia el hilo conductor de sus poliédricas reflexiones. Es más, se ha dejado seducir tanto por el profundo significado del hecho fílmico, que ha reivindicado incluso la idiosincrasia filosófica de un buen número de ejemplares de este fascinante producto cultural, enlazándolos con notable pericia con obras clásicas del pensamiento. En particular, en La búsqueda de la felicidad[2] se hace eco de una de las peores amenazas que pueden acechar al pensamiento filosófico: el escepticismo –especialmente en su vertiente moral. Cavell se ocupa en este libro interdisciplinar de siete películas representativas de la “comedia de enredo matrimonial”, como “La fiera de mi niña” o “Historias de Filadelfia”, rodadas en Hollywood en los años treinta del pasado siglo, aparentemente, como cuentos de hadas para hacer más llevadera la depresión económica tras el crack del veintinueve. Pero la investigación se hace más profunda, toca sensiblemente el alma de la teoría del conocimiento y el universalismo moral, y nombres egregios en el mundo del celuloide como Capra, McCarey, Hawks, Preston Sturges y Cukor se enredan de tal modo con las propuestas de Kant, Wittgenstein, Emerson, Thoreau, Rousseau, Freud o Lévi-Strauss, que podemos tener la sensación de habernos equivocado de número de teléfono. No, no se preocupen, es aquí. Cavell nos ofrece, sin titubeos, una revelación: el escepticismo moral en tiempos de crisis se cura con el matrimonio y los placeres sencillos de la vida cotidiana. Ahí es la nada.
¿Debemos vacunarnos contra el escepticismo, reivindicando el imperio de la razón o, tal vez, deberíamos dejarnos tentar por sus propuestas críticas? Espero que esto no se resuelva, como en Hollywood, a través de una confrontación entre solteros y casados. Como saben, el término “escepticismo” deriva del vocablo griego “skepsis”. Este último se puede traducir como indagación, especulación, y sirve para caracterizar a un sólido grupo de pensadores antiguos del período helenístico-romano entre los que cabe citar a Pirrón de Elis, Filón de Atenas, Enesidemo, o Sexto Empírico. Se trata, en principio, de mirar una cosa o un entorno, cuidadosamente, de mantener una pose vigilante y examinar atentamente lo que acaece antes de aventurarse a tomar cualquier decisión. Por este motivo, se suele decir que más que una doctrina bien perfilada, el escepticismo antiguo encarna una actitud, un talante cauteloso, a la par que beligerante frente a cualquier forma de dogmatismo, y una propensión casi enfermiza hacia la duda interminable, pues piensan que es imposible alcanzar y acceder finalmente a la verdad y a lo que las cosas son en sí mismas[3]. Fama tienen los escépticos de aferrarse a elaboradas disputas en las que se pueda mostrar, con argumentos juiciosos, la imposibilidad misma de toda discusión. De otro lado, conviene recordar la higiene intelectual que promovió el escepticismo renacentista y moderno al hacer de la duda el punto de partida argumentativo y metódico. No en vano, el genial poeta Jorge Luis Borges afirmó que la duda es uno de los nombres de la inteligencia. Así, el escepticismo fue utilizado en este contexto como certero ariete frente a la monolítica Escolástica medieval por ilustres polemistas como Francisco Sánchez y René Descartes (el primero, en defensa de la nueva ciencia, y el segundo en defensa de la nueva filosofía). La filosofía, en su integridad, se convirtió en la diana de los alegatos escépticos de Michel de Montaigne, y Pierre Bayle se atrevió a ampliar su objetivo, lanzando también sus críticas a la religión.
Aunque el escéptico constata el fracaso del pensamiento a la hora de encontrar un criterio de verdad, subraya su brillante conquista: “la liberación de la inquietud”, de ese desasosiego que genera con demasiada frecuencia la búsqueda vehemente de la verdad. La finalidad del sano ejercicio de la actitud escéptica es, por tanto, la conquista de la felicidad como “ataraxia”, de la tranquilidad del espíritu, de la ansiada paz interior, así como de la “metropatía” o moderación de las pasiones. Y como los escépticos dudan de la capacidad de los sentidos y de la razón para lograr el conocimiento de la naturaleza de las cosas, no hay otro camino para lograr la ataraxia que consagrarse a la skepsis, a la indagación. Dicha investigación o polémica implica la “refutación de la aprobación”, es decir, la crítica y rechazo de cualquier doctrina teórica o práctica, mostrando su inconsistencia, ofreciendo toda clase de dificultades y contraejemplos –sin necesidad de ofrecer una justificación de sus principios y condiciones, como sucede en las investigaciones socráticas y platónicas. Por consiguiente, la duda nos invita acto seguido a “hacer epojé” acerca de todo, a suspender el juicio y encogernos de hombros sobre lo que pudieran ser las cosas en sí mismas, gracias a una “equilibrada discrepancia”: tenemos que abstenernos de aceptar cualquier doctrina, dado que todas son igualmente engañosas, como se ha constatado en la exhaustiva refutación, y limitar nuestra atención a los fenómenos sensibles.
La picadura del tábano socrático queda aquí reducida a la de un mosquito venido a menos. Ello se debe a la intensidad y penetración de los argumentos escépticos a favor del relativismo, que conducen finalmente a la suspensión del juicio. Dichos argumentos recibieron el nombre de “tropos”, y puede el lector airearlos con provecho, de la mano del médico y filósofo escéptico griego Sexto Empírico[4], que vivió a finales del siglo II y principios del siglo III. Pero, como nos recuerda Anthony Quinton, el escepticismo general o absoluto es una especie de extravagancia dialéctica que origina molestas paradojas semánticas y que acaba refutándose a sí mismo. Así, la afirmación “no se puede conocer nada en absoluto” implica la afirmación absoluta de la verdad del principio escéptico mismo. En términos lingüísticos, nos encontraríamos con la paradoja de que la proposición “ninguna proposición es verdadera” es verdadera. Al parecer, el propio Pirrón de Elis fue consciente de ello y llegó a decir que dicho principio sólo debía sostenerse como “tentativa”.
En cualquier caso, la cuestión principal es si es posible que la falta de confianza en los sentidos y en la razón que provoca la suspensión del juicio, el hecho de que uno se sienta dichoso al saberse huérfano de la verdad, traiga la felicidad a nuestra vida mortal. La sospecha de Ortega y Gasset de que todo escéptico mantiene una verdad absoluta como supuesto, de manera consciente o inconsciente, proporciona al escéptico una seguridad psicológica en la que asentar su ataraxia[5]. El escéptico no está, por tanto, en la cuerda floja –mal que le pese- y su ardid epistemológico le anima a consagrarse a la duda, ese motor de la reflexión filosófica de los tiempos modernos. Por consiguiente, no se extrañará el lector de que me incline finalmente, con el ilustrado escocés David Hume, a recetar el escepticismo para su consumo en pequeñas dosis críticas, sin perder de vista el carácter problemático de la coherencia con nuestras creencias habituales, en aras de nuestra supervivencia. ¿Somos los humanos, en definitiva, animales coherentes? ¿Pueden la coherencia y la divina racionalidad colmarnos de la ansiada felicidad? A pesar de todo, ¿esto es Hollywood?
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Imagen| Cosmos (acrílico del propio autor)
Desde luego la coherencia y la racionalidad no van a ser siempre fuente de felicidad, en todo caso, de certeza. Teniendo en cuenta que “ninguna proposición es verdadera” o que «solo se que no se nada», la certeza tampoco la puede tomar uno como un mantra. En definitiva, me quedo contigo, pidamos escepticismo para tapear y divertirnos, pero no olvidemos ¡la tortilla de papas!
Y hablando de Hollywood… creo que la imagen lo dice:»todo está dentro de todo» o «una misma moneda tiene dos caras»