Dicen por ahí que hay personas que piensan para escribir, y que otras escriben para no pensar. Me temo que hoy, víspera de mi vuelta al trabajo, soy una de estas últimas, y por ello una feroz nostalgia se apodera sin piedad de mis gestos y de mis queridos neurotransmisores, dejando patente, una vez más, que soy un animal, mamífero para más señas. Hoy no quiero ser un espécimen racional more aristotélico, sino un vehemente lactante que escribe de reojo, entre toma y toma, reencontrándome con mi “sombra jungiana”[1], con el lado oscuro del prosoviético Darth Vader de Star Wars y de todos los antagonistas de la Historia. ¡Qué animal estoy hecho! Me imagino destilando espuma por los ojos, babeante, sudoroso, emanando un torrente incontrolado de feromonas casaderas, como si hubiera ingerido una monstruosa tortilla de viagras en medio del Paraíso de Joseph Smith y sus seguidores del movimiento de los Santos de los Últimos Días, o acosado por las 72 jóvenes perpetuamente vírgenes que esperan en el cielo a cada yihadista de pro. ¡Qué burro soy!
Soy tan animal que he decidido no pensar[2] o pensar poco, si me apuran, en el caso de asumir la condición de animal gregario, de animal de rebaño nietzscheano[3] ¡Qué camello soy! –con permiso de los comerciantes de estupefacientes. El camello se arrodilla, pliega sus patas y deja que los poderosos depositen en él pesadas cargas. Se humilla “para hacer daño a la propia soberbia” y se regocija en su estupidez “para burlarse de la propia sabiduría”. Hoy, escuchando las palabras huecas proferidas en el acto de investidura de Mariano Rajoy he pensado –pero poco- en todos aquellos que se muestran partidarios de ejercer el poder mediante la disciplina y los que suspiran por recibir las consignas de los líderes, desde arriba, dentro de una estructura fuertemente jerarquizada. Hay que sentir, en este caso, con un paso firme y rítmico, la fuerza del grupo, aunque nos convirtamos en el mismísimo caballo de Atila. El desempleo, el imperio de la injusticia social, los malabarismos indecentes de los que agitan los mercados, la decepción de la ciudadanía por la proliferación de los casos de corrupción, las torpes ataduras del nacionalismo extremo o las crisis de identidad de base racista o teñidas por la intolerancia religiosa son un buen pretexto para los delirios autoritarios, aunque estos se inscriban en el marco del llamado juego democrático.
Es muy fácil gestar una autocracia genuina en menos de una semana[4], instaurar el poder por medio de la disciplina y la acción directa, y reforzar el sentimiento de grupo. Este último, junto con su inevitable uniformidad, parece limar las diferencias sociales y nos permite a los humanos sumergirnos en la masa, encontrar calor y cobijo maternales y tener la sensación de que las responsabilidades y la toma de decisiones nos abandonan y se desplazan al todo, ese ente esférico y sin fisuras como el Ser de Parménides, en el que el individuo se disuelve, muere de gusto al echarse en los brazos de la muelle seguridad: los líderes decidirán por nosotros, controlarán la tecnología de la defensa y la agresión, gestionarán el miedo, y nos convencerán de que la pérdida de la libertad es el precio justo que tenemos que pagar por nuestro infame pecado original.
“¡Qué hermoso es ser víctima!” afirma San Josemaría en El camino. Sobre todo, si tenemos la sensación, como uno de los personajes de la película de Denis Gansel titulada La ola, de que nadie se interesa por nosotros (ni siquiera en nuestra propia casa). Y así es francamente difícil dejar de ser un “camello”, con el “deber” como bandera, y abandonar el periplo por el desierto. El autoritarismo se ha enquistado en las estructuras de la política como un mal menor (y eso que tenemos noticia reciente de las miserias de una dictadura, sea del signo que sea) y ya no nos escandaliza como en otros tiempos.
Por todo ello, bienaventurados los que no quieren dejar de ser niños, como Ignacio Bosque, director de Homonosapiens, porque de ellos es el Cielo de Zaratustra, soñado por Nietzsche, un Paraíso sin manzanas con trampa, vírgenes intempestivas, candelabros de siete brazos, planes quinquenales o días de la Raza. Se me antoja que los que se dejan seducir por el autoritarismo, los trastos viejos y las momias conceptuales hacen caso a Drácula, cuando éste se dirige de este modo al inglés Jonathan Harker, en la puerta de un castillo que quita la respiración: “-¡Sea bienvenido a mi morada! (…) Entre por su propia voluntad, entre sin temor y deje aquí parte de la felicidad que lleva consigo”.
El autoritarismo y los valores más rancios están de moda, como lo estuvo el miriñaque, los pantalones acampanados o las patillas de bandolero; y, con aquel, esa servidumbre al deber inveterado que ha calado profundamente en el entramado social como si fuese el gris destino de nuestra especie. Echa mano descaradamente de las argumentaciones engañosas, abusando de las falacias[5] ad baculum y ad populum, y convierte la aceptación que practican estoicos y budistas en la más vil de las renuncias, en una mera actitud de doblegada resignación que, en el fondo, esconde un oscuro resentimiento.
Mas el espíritu del que habla Nietzsche se transforma ulteriormente en “león”, en un fiero crítico de los valores heredados que niegan la vida, contraponiendo el “yo quiero” al “tú debes”, la voluntad libre al imperativo categórico de Kant. Con todo, la metamorfosis no cesa aquí sino en un momento posterior, ese momento singular en el que el león se convierte en “niño”, fiel expresión de la inocencia y del deseo, metáfora del creador de nuevos valores afirmativos de la vida. “Inocencia es el niño, y olvido, un nuevo comienzo, un juego, una rueda que se mueve por sí misma, un primer movimiento, un santo decir sí”[6]. Así habló Zaratustra.
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Imagen| Mujer, del propio autor.
[1] Para el eminente psicoanalista Carl Gustav Jung, “la sombra” es el lado oscuro de nuestra naturaleza, un elenco de emociones y conductas negativas, del que habitualmente no somos conscientes, salvo cuando nos invaden el odio, la envidia, los celos, la vergüenza, etc. Son interesantes, a este respecto, los artículos reunidos por C. Zweig y J. Abrams, con el título Encuentros con la sombra, Barcelona, Kairós, 1994.
[2] Aquellos que, desoyendo mis recomendaciones, aunque sea con disimulo, pueden adentrarse en la selva de los parásitos y los catalizadores del pensamiento, de la mano del filósofo catalán Josep Muñoz Redón en Prohibido pensar, Barcelona, Octaedro, 2010.
[3] Sigo aquí el planteamiento del filósofo alemán Friedrich Nietzsche en el apartado titulado “De las tres transformaciones” con el que se abren “Los discursos de Zaratustra”, en su obra Así habló Zaratustra. Un libro para todos y para nadie, Madrid, Alianza Editorial, 1979, pp. 49-51.
[4] Esta es la moraleja de la película Die Welle (La ola), dirigida en el año 2008 por Denis Gansel, que tan buena acogida ha tenido entre mi alumnado adolescente.
[5] El lector puede encontrar una breve descripción de las falacias a las que aquí aludo en mi artículo en Homonosapiens titulado “¿La ambigüedad de los lenguajes naturales es una desventaja adaptativa?” (16 de abril de 2016).
[6] Nietzsche, F, Así habló Zaratustra. Un libro para todos y para nadie, Madrid, Alianza Editorial, 1979, p. 51.