Imagen| Rafael Guardiola, La utilidad de la paciencia
Mi madre, como todas las madres, era y es una persona excepcional. Sin haber podido conocer a Bertrand Russell hizo gala, durante toda su vida, de la excelencia de los tres motivos por los que el gran científico y filósofo británico afirmaba que merecía la pena vivir: la búsqueda de la verdad y el conocimiento, del amor y la solidaridad con los que sufren. En tiempos de la dura posguerra española mi madre no se resignó a la vida ordenada, monótona, sumisa y sin aspiraciones -más allá de una buena boda-, que se reservaba a las mujeres en el medio rural, y trabajó con tesón hasta terminar sus estudios oficiales de piano. Me contaba muchas veces, con una sonrisa llena de picardía, el ardid que ideara en sus tiempos mozos para poder gozar de los placeres de la lectura de la colección de “Clásicos Castellanos” de mi abuelo sin desatender las tareas de limpieza que tenía encomendadas, en el piso superior de la casa familiar. Cogía un libro de la estantería, deslizaba sus dedos entre sus páginas y se encomendaba a la lectura, durante unos minutos, simulando que lo que empuñaba no eran sus ganas de disfrutar y aprender, sino la escoba. Para ello, golpeaba rítmicamente con los pies las patas de las mesas y sillas, haciendo ruidos que simulaban la colisión del palo de la escoba con el mobiliario. Mi madre “pecaba”, como cuando tocaba el piano, en pos de la utilidad de lo inútil, esa feliz expresión con la que el filósofo italiano contemporáneo Nuccio Ordine bautizara su celebrado “Manifiesto” a favor de la urgente resurrección del espíritu de la “dignitas hominis”. Mas no era tarea fácil desprenderse del pragmatismo de mis abuelos, ni de las urgencias vitales del momento. Tal vez, por eso mismo, y aun siendo la música gran parte de su vida, mi madre no veía con buenos ojos que me gastase el dinero obtenido con las clases particulares en adquirir algo “tan inútil” como discos de música clásica o libros de poesía. En lo que sigue, les invito a valorar una dicotomía que perdura en el pensamiento actual: ¿es deseable vivir según los dictados del utilitarismo individual o social, o conviene reivindicar, en una visión más amplia, la vigencia de las inútiles artes de la vida, lejos del afán de lucro dominante?
El utilitarismo filosófico tiene una inequívoca raíz empirista y difiere del utilitarismo vulgar o “egoísmo”, con el que se intenta llevar a cabo una justificación de los intereses y las experiencias privadas sin mayores pretensiones. Muy al contrario, la utilidad es un valor supremo de raigambre filosófica para distinguidos pensadores británicos de finales del siglo XVIII y principios del siglo XIX como Jeremy Bentham, James Mill o John Stuart Mill, representantes del llamado “radicalismo filosófico”. El bien se identifica con lo útil, y la utilidad se convierte en el criterio supremo de moralidad. De este modo, lo que determina el carácter moralmente correcto de una acción (por ejemplo, devolver un libro sobre el cultivo de coliflores que nos ha prestado nuestro profesor) es la contribución de dicha acción, o una ley, regla o institución, en su caso, al aumento de la felicidad humana o bienestar, y a la disminución de la miseria de nuestra especie. Recordando las máximas de Epicuro de Samos, la felicidad se identifica, por tanto, con el logro del placer –lo único que es bueno en sí mismo- y la liberación de su contrario, el dolor –la única cosa mala en sí misma.
Para Bentham, utilitarista individualista, el placer es sinónimo de bienestar, sensualidad, confort, y puede ser cuantificado científicamente. La “aritmética de los placeres” que propone establece una escala, con el fin de calcular que el dolor que podamos padecer no supere nuestro bienestar. Espoleado por el amor a las nacientes ciencias positivas, Bentham nos conmina a considerar, en todo momento, cuatro variables: la intensidad, la duración, la proximidad y la seguridad de los placeres, optando por la relevancia de las distinciones graduales y huyendo de tentaciones solipsistas. No en vano, ya Epicuro proponía que se realizase un “sobrio cálculo de beneficios y perjucios de las acciones”, con el fin de determinar si éstas eran o no placenteras. De este modo, un comensal puede valorar si debe comer o no una cantidad “x” de coliflor y una cantidad “z” de lechuga rizada, de acuerdo con sus experiencias anteriores asociadas a la flatulencia que le hubiera podido producir. Obviamente, también podemos optar por evitar el placer, como los ascetas, e incluso por disfrutar del dolor, como los masoquistas, pero ello nos sitúa a mucha distancia del hedonismo utilitarista. En cualquier caso, si los problemas morales se reducen al cálculo de su interés, la vida se convierte únicamente en un negocio, y la moral se asimila a arbitrar los medios para lograr las mayores ganancias. Como el bien es el ingreso y el mal, el gasto, la virtud no es sino “el hábito de hacer bien las cuentas” para facilitar la obtención de ganancias. El mejor indicativo de nuestra excelencia moral es, por tanto, desde esta perspectiva, el éxito en los negocios, como enseñaba el reformador del siglo XVI Juan Calvino a la hora de explicar la predestinación –en particular, el signo de la salvación tras la vida mortal. Para el sociólogo alemán Max Weber, el protestantismo se encuentra en el origen del capitalismo. Y es un hecho que este modo de producción, la idea de progreso y el liberalismo político están íntimamente ligados al hedonismo utilitarista del que nos ocupamos, empeñado en dibujar una sociedad de hombres libres y felices.
¿Todo se puede comprar? ¿Qué cosas nos indican en la actualidad los índices de bienestar y malestar? ¿Debemos sucumbir inexorablemente al culto al dinero y a la sociedad de los mercaderes? ¿Podemos resistirnos a la tentación de lo útil? Filósofos como Platón, Tomás de Aquino o Kant, al defender la eficacia de la búsqueda de la felicidad a la hora de mover el intelecto y la voluntad humana, estaban admitiendo la pertinencia de una especie de utilitarismo y hedonismo psicológico. Pero se negaron a pasar del “es” al “deber ser”, puesto que la utilidad es, únicamente, un atributo de los “medios” para obtener los fines moralmente valiosos (por ejemplo, cumplir la promesas para ser felices). Dichos medios son un mero instrumental para llevar a cabo las acciones que pudieran ser adecuadas o eficaces. Platónicos, tomistas y kantianos, por ejemplo, abogan por recordarnos que la utilidad es “de algo” (los medios), pero “en relación con algo” (lo que tradicionalmente se denominan, los fines). Por este motivo, las acciones morales no pueden reducirse a meras operaciones técnicas.
Para Nuccio Ordine asistimos en el mundo actual al delirio de omnipotencia del utilitarismo y del poder del dinero: “la lógica del beneficio mina por la base las instituciones (escuelas, universidades, centros de investigación, laboratorios, museos, bibliotecas, archivos) y las disciplinas (humanísticas y científicas) cuyo valor debería coincidir con el saber en sí” (op. cit. p. 9). Los gobiernos apuestan por la austeridad y la obsesión por los presupuestos, al tiempo que se ven salpicados por la triste realidad de la corrupción. Parecen gozar destruyendo sistemáticamente todo lo que consideran inútil, como el arte, la literatura o la filosofía, lo que otorga respeto y dignidad a las personas, transformando a los ciudadanos en mercancías y dinero. La perversa lógica del beneficio y la ultraespecialización del conocimiento se han apoderado de la educación, la investigación científica y las actividades culturales, haciendo prácticamente inviable la necesaria “metamorfosis del espíritu”. Muy al contrario, hay quien afirma que “la necesidad de imaginar, de crear es tan fundamental como lo es respirar” y que la búsqueda del lucro, del beneficio sólo puede generar una sociedad enferma y sin memoria. Gracias a las actividades que muchos consideran superfluas conservamos vivas las células germinales que nos permiten pensar un mundo mejor y mitigar con ello la fuerza y la extensión de la injusticia. Tal vez Montaigne tenga razón: “no hay nada inútil, ni siquiera la inutilidad misma”. Les invito a que hagan cuentas, considerando la intensidad, la duración, la proximidad y la seguridad que les sugiere esta propuesta del antiguo alcalde de Burdeos. Para mí es un placer que valoren las mías.
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Nada más útil que el dinero, aunque ni se compre/ ni se venda/ el cariño verdadero,/ se puede cambiar por casi cualquier cosa, /el poderoso caballero.
Le sermoneaba yo el otro día a un camionero amigo mío apodado El Moreno: que nada hay más importante que la salud, ni siquiera el dinero.
– Sí -contestó el Moreno-, pero lo peor es que la mayoría, en cuanto tienen salud, buscan sobre todo dinero.
Es tipo duro y listo el Moreno.
Me parece que el ilustre amigo de El Moreno, además de listo, es sensible y proclive al librepensamiento. La dureza es atributo de los que adoran el valor de cambio, sin más miras que la supervivencia en un mundo cruel. La sensibilidad propia del amigo del camionero no le impide elaborar su propio aceite, saber escuchar la voz muda de los árboles o el zumbido de las abejas con el alba. Porque sabe reconocer el regalo de la feliz conjunción de los placeres de los sentidos, la imaginación y el entendimiento. Muchas gracias por tu comentario, amigo.