Entre los doce hombres, uno sí tenía piedad

Entre los doce hombres, uno sí tenía piedad

 

Ya nos hemos acostumbrado, pero el primer hallazgo de este inmarchitable clásico que responde al nombre de Doce hombres sin piedad es la ingeniosa variación que propone con respecto al típico thriller judicial que tanta gloria ha procurado al cine estadounidense. Y es que, cuando lo habitual era centrar la trama en el match entre un noble e ingenioso abogado y un fiscal por lo común astuto y marrullero, que se disputan la persuasión de los anónimos jurados que al final serán quienes designen al vencedor sin más protagonismo que hacer de mudas esfinges, este film se centra, sin dedicar el menor espacio a esas dos figuras, en el intervalo en que la decisión final del juicio se encuentra en sus manos. Por eso, la trama comienza cuando el juez —presidiendo el encuadre con el gesto entre serio y aburrido de quien ha pronunciado muchas veces esas palabras: del funcionario de la justicia— se dirige a los doce jurados para recordarles que la conclusión de su deliberación, al tratarse de un caso de pena capital, debe ser unánime y estar condicionada por la ausencia de la menor duda razonable. El jurado se levanta y entonces el encuadre cambia, para mostrar ahora su salida de la sala desde el punto de vista del acusado, sentado y con las manos unidas, quién sabe si por nerviosismo o porque está musitando una muda plegaria: de esos hombres depende su vida. Y para concluir este prólogo, el director le dedica ahora un plano en soledad, la soledad del acusado: y vemos que éste no es sino un muchacho de rasgos nada llamativos. En esos momentos, no es ni un culpable ni un inocente sino un hombre que afronta una espera. Una tensa espera.

Siempre me ha fascinado el título de este film, pero confieso que durante años no analicé su significado: hasta tal punto me dejaba mecer por la magia de su atractiva familiaridad. ¿Por qué doce hombres «sin piedad»? De hecho, el término original, angry, significa «enfadados» o «airados». En cuanto los conozcamos, descubriremos que este adjetivo bien lo merecen algunos de ellos, pero no todos. ¿Por qué entonces el autor los califica así en su conjunto? Seguramente, el título está en relación con ese plano subjetivo del joven acusado. Para él, que durante los días que ha durado el juicio no los ha visto sonreír —todos sabemos (por las películas, claro) que los jurados intentan contener sus emociones durante las sesiones del juicio, para que nadie cuestione luego su imparcialidad—, esos doce hombres ya no son unos semejantes, sino los verdaderos jueces, los hombres de los que depende su destino, su existencia. Y el rictus de sus expresiones (incluso la mirada que alguno de ellos le arroja antes de salir del tribunal) no augura nada bueno. Parecen, en efecto, doce hombres a los que no les temblará el pulso para decidir su muerte. Doce hombres sin piedad. Salvo uno.

Afortunadamente para él, y para orgullo de la historia del humanismo en el arte —del que esta película me parece uno de sus más afortunados ejemplos—, uno de los doce tendrá la piedad suficiente como para no conformarse con las evidencias que a todos les parecen concluyentes. Uno de ellos votará por su inocencia en la primera ronda que, nada más reunirse, realizan para saber qué piensan y decidir si podrán irse pronto a casa, teniendo en cuenta que el caso parece claro. Ese hombre, el jurado número 8, protagoniza la disonancia que, por fortuna, siempre existe incluso en aquellos momentos en que la masa parece más unánime en dejarse arrastrar por el más ciego gregarismo. Y cuando los demás (irritados, incómodos o curiosos) le piden que explique si él tiene otras evidencias distintas a las de ellos, el jurado número 8 replica, sencillamente, que el acusado se juega demasiado (se lo juega todo, de hecho) como para que esos hombres no le dediquen, siquiera, un rato a hablar de por qué creen que debe cercenarse su vida.

El 20 de septiembre de 1954, dentro del mítico espacio Studio One de la cadena CBS, y como entonces era norma, mediante una emisión en directo, se estrenaba la obra Doce hombres sin piedad. Escrita por uno de los más cotizados guionistas televisivos de la época, Reginald Rose, no tardaría en saltar a la llamada gran pantalla, mediante producción conjunta del mismo Rose y del actor que decidió protagonizarla, el gran Henry Fonda. El realizador escogido debutó en el cine con ese trabajo. Se trataba de un hombre procedente asimismo del medio catódico, de ahí que este film sea una de las obras emblemáticas de la llamada «generación de la televisión», entre cuyos miembros prominentes estuvieron John Frankenheimer, Martin Ritt, Delbert Mann, Franklin J. Schaffner (precisamente el responsable del programa original) y el que en mi opinión es su mejor representante, tan injustamente menospreciado (o más) que aquellos: Sidney Lumet.

Como todas las películas grandes de verdad, Doce hombres sin piedad no puede reducirse a una única dimensión. Por supuesto, es un entretenido film de suspense judicial: en el transcurso de la hora y media en que (en tiempo más o menos real) deliberan los jurados, estos realizan una investigación paralela que no puede ser más apasionante y que cuenta con momentos de magníficos golpes de efecto. Es también una bonita apología de la importancia de las instituciones en el sistema democrático, del mismo modo que un inquietante estudio sobre la facilidad con que las personas se dejan arrastrar en sus opiniones hacia un lado u otro (esta cuestión ennoblece la densidad dramática de la historia: no es un mero canto en defensa de la verdad, y de hecho es un título que suele proyectarse en clases de psicología social).

Asimismo, supone una crítica sin concesiones contra la pena de muerte y la ligereza con que se pronuncia en el sistema judicial estadounidense, y un film con una fuerte carga social, como denota la enorme cantidad de prejuicios que salen a la luz en el curso de las discusiones de los jurados. Igualmente, y de cara a quienes nos hemos criado en una tradición jurídica muy diferente a la anglosajona, demuestra lo discutible que es precisamente esa institución del jurado que no puede escapar a las debilidades y limitaciones intelectuales y morales de aquellos de los que puede depender una decisión tan trascendente como la que se plantea en el film. Y, por supuesto, y vuelvo con ello a mi argumento inicial, es un bello canto humanista encarnado en ese jurado número 8 que, no por ser mejor ni más inteligente que los demás, sino por plantearse ir más allá de sus propias limitaciones, supone una admirable encarnación de lo mejor del ser humano.

Sin embargo, ninguna de estas reflexiones tendría la misma densidad si no vinieran apoyadas por lo que sigue siendo fundamental no ya en toda película, sino en toda expresión artística: las ideas (por encomiables que sean) sirven de poco si no vienen sustentadas por un ejercicio de estilo capaz de extraer de ellas toda su carga dramática. Es la diferencia que hay entre el sermón y la obra de arte. Y aquí es donde volvemos a hablar de Sidney Lumet.

Confieso que no siempre me gustó Doce hombres sin piedad. Entre otras razones —y esta es una crítica legítima que muchos buenos aficionados le han hecho—, a poco que se piense, es inverosímil que esos hombres (guiados al principio por el número 8, pero poco a poco excitados por el estímulo de su espíritu crítico) se revelen como unos investigadores de primera categoría que acaban descubriendo un montón de cabos sueltos en el aparentemente inmutable conjunto de pruebas que hacían pensar al principio en un veredicto fácil, rápido y justo. Eso sí, también cabe interpretarlo como una crítica a un sistema judicial que no puede evitar ser portavoz, también, de las desigualdades de esa sociedad por la que en principio debe velar: a nadie importa mucho (salvo para subrayar su escasa moralidad) ese caso criminal cuyas víctimas y ejecutores son gentes de baja extracción social que no pueden costearse una defensa con garantías y que poco pueden hacer ante funcionarios de la justicia con escasos deseos de entrar en mayores disquisiciones (hay que recordar, una vez más, el gesto del juez al aleccionar al jurado).

Esos elementos sostenidos en el aire ya resultan sólidos por la forma en  que son presentados en el desarrollo de la historia (mérito de Rose) y por la magnífica interpretación de un conjunto de actores, casi todos poco conocidos, entre los cuales se funde a la perfección Henry Fonda con ese aire cotidiano que desprendía, poco habitual en una estrella de Hollywood (Hitchcock, como es usual, lo entendió bien al darle el papel de Falso culpable). Sin embargo, si solo bastara una buena historia, con unos buenos diálogos y unos excelentes actores, valdría tanto el presente film como la estimable pero lógicamente limitada escenificación que se filmó en TVE a principios de los 70.

Si Doce hombres sin piedad acaba por resultar plenamente creíble es por la asombrosa convicción que le otorga la puesta en escena de Sidney Lumet, tanto más si tenemos en cuenta su reducción a un único escenario (la sala de deliberaciones y el aseo contiguo). Una puesta en escena que se apoya en la sutileza de una atmósfera mucho más elaborada de lo que la aparente sencillez del film parece indicar y que comienza por el literal peso atmosférico de esa plomiza tarde de verano en que se reúnen los jurados. Una tarde de calor asfixiante en que el sudor moja sus ropas y obliga a más de uno a usar un pañuelo para secarse: buena metáfora de los apuros morales e intelectuales a que son sometidos esos hombres sencillos. Y es un magnífico detalle que el más racional de todos los jurados que sostienen hasta el final la culpabilidad del muchacho (el número 4, encarnado por E. G. Marshall) nunca sude y vista siempre impecablemente su aseado traje.

La magnífica planificación de Lumet, que sabe huir de la monotonía sin incurrir nunca en el efectismo (y sin jugar la fácil carta de la narración expresionista), y el estupendo movimiento de los personajes por el claustrofóbico decorado hacen que estos resulten al mismo tiempo prototípicos (dentro de su normalidad, hay una notable diversidad en cuanto a situación profesional, edad y carácter) y rotundamente individuales: no en vano, y como he señalado, el film es finalmente una vindicación de la responsabilidad personal. Con sencillez, pero con rotundidad, Doce hombres sin piedad no solo no es el film envejecido en que podía haberse convertido, sino un ejemplo admirable de esa capacidad que tuvo el buen cine de Hollywood para unir la pericia narrativa con la trascendencia dramática. Y de ello dejará siempre constancia, al menos mientras siga emocionando el mero instante, al inicio de la película, en que, después de que todos su compañeros hayan votado a mano alzada la culpabilidad del muchacho, Henry Fonda levanta la suya no para indicar, al menos todavía, que cree firmemente en su inocencia, sino para subrayar su disentimiento ante las decisiones que se toman con demasiada facilidad.

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José Miguel García de Fórmica-Corsi

Licenciado en Geografía e Historia (especialidad de Historia Medieval) por la Universidad de Málaga, trabaja como profesor en el IES Jacaranda de Churriana (Málaga). Es autor del blog La mano del extranjero, dedicado a la reflexión y difusión de la ficción en la literatura, el cine y el tebeo. En él, reivindica que las obras que nos hacen gozar pueden pertenecer a cualquier medio, género o autor sin necesidad de etiquetas, de Dostoyevski a Julio Verne, de la literatura existencialista al cómic de superhéroes, de los poemas artúricos al cine japonés. lamanodelextranjero.wordpress.com

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