En Navidad, siempre, ¡Qué bello es vivir!
El más famoso relato navideño que existe, hasta el punto de que muchos lo consideran incluso el inventor de la Navidad en sentido estricto, con todos sus componentes emocionales, es el inmortal A Christmas Carol de Charles Dickens, traducido en España como Cuento o Canción de Navidad. Esta popular fábula, publicada en 1843, ha tenido múltiples versiones en cine, pero para mí la mejor de todas no es ninguna de las que la adaptan de modo más o menos literal, sino una película que es, a su vez, el mayor símbolo cinematográfico de las Navidades: la obra maestra de Frank Capra, ¡Qué bello es vivir! (1946).
Por supuesto, quienes conozcan ambas obras saben que no hay entre ellas la menor vinculación. Pero, a poco que se piense, el planteamiento dramático y la importancia de determinados elementos argumentales son muy similares. Ambas narran la conmoción que para sus respectivos protagonistas supone determinada experiencia catártica que se produce justo en Nochebuena, que les obliga a realizar una completa recapitulación de sus vidas y que les enfrenta a un terrible conflicto que se resuelve gracias a una intervención sobrenatural: en la fábula de Dickens, tres espectros que representan a los espíritus de las Navidades del ayer, del presente y del futuro; en la película de Capra, nada menos que el ángel de la guarda del protagonista. Es más, los dos personajes ejercen incluso el mismo trabajo (prestar dinero), aun cuando no haya comparación posible entre el avariento usurero Ebenezer Scrooge y el filantrópico banquero George Bailey.
Aunque parezca mentira, en su momento ¡Qué bello es vivir! supuso un fracaso que desconcertó a su director, Frank Capra, quien nunca más recuperó el fantástico pulso y la conexión con el público de los años previos a la guerra, cuando seguramente fue el cineasta más popular de Hollywood (tres Oscars a la mejor dirección conseguidos en el exiguo espacio de seis años, de 1934 a 1938, así lo refrendan). Quién podía imaginarse que la televisión sería el medio a través del cual, mediante la continua programación en las mismas fechas en que transcurre su historia, iría poco a poco convirtiéndola en un film imprescindible para muchas generaciones.
Como tantos otros cineastas de su época, Capra había marchado a la guerra para hacer lo que mejor sabía: cine (en este caso, documentales donde glosar el esfuerzo bélico de su país). Cuando regresó, decidió preparar con meticulosidad su regreso por la puerta grande, formando una compañía propia, Liberty Films. En un cuento de apenas 24 páginas titulado The Greatest Gift [El regalo más grande], de Philip Van Doren Stern, encontró por fin el argumento que buscaba, que hizo reelaborar a su gusto. En él ya aparece la historia de un hombre, llamado George Pratt, habitante de una arquetípica little small town, que un día decide suicidarse. Quien lo impide es un ser sobrenatural, el cual, al escuchar su lamento («Ojalá no hubiera nacido nunca»), le concede la posibilidad de ver qué habría sido de su ciudad y de sus seres queridos de haberse cumplido su deseo.
Capra y sus guionistas convirtieron a George Pratt en George Bailey, habitante de un pueblecito llamado Bedford Falls, el cual, la víspera de Navidad, descubre la pérdida de una importante cantidad de dinero, sin la cual su pequeño banco (clave para la prosperidad de la «gente corriente» del pueblo) se arruinará y él se verá sometido a la deshonra pública. Desesperado, George intenta arrojarse al río desde un puente, pero justo entonces descubre que alguien cae al agua y se lanza a por él. Para su sorpresa, el individuo, un viejecillo bienhumorado llamado Clarence, es quien le ha salvado la vida: es su ángel protector. Y ante la sorpresa del incrédulo George, decide cumplir el deseo que éste, en su amargura, ha expresado en voz alta (que ojalá no hubiera nacido nunca), y decide mostrarle qué habría sido de su pueblecito de haber sucedido así.
¡Qué bello es vivir! me parece una de las obras cumbre del viejo Hollywood por múltiples razones, pero una de ellas es concluyente: que conteniendo una filosofía de la vida con la que no puedo estar más en desacuerdo (una apología de la renuncia de los anhelos personales —salir de su pequeño villorrio, conocer el mundo y labrarse una carrera creativa— para entregarse al servicio de sus vecinos de toda la vida) y un mensaje con mucho de resignación o de ética protestante del sacrificio, las imágenes de la película no nos dejan otra opción que aceptarla como necesaria e inevitable: porque, de otro modo, George Bailey no hubiera sido George Bailey.
Cada vez que vuelvo a ver esta película, lo primero que llama mi atención es la seguridad de su sentido de la síntesis. Durante su primera mitad —que se corresponde con el relato que, desde el cielo, el mismísimo San José hace al ángel Clarence para ponerle al corriente de los principales detalles de la vida del hombre al que debe salvar—, y mediante una capacidad expositiva genial, ningún detalle de esa existencia que luego se revele necesario para la segunda parte del film queda por contar: desde el momento en que salvó a su hermano de ahogarse en el lago helado del pueblo (lo que le costó la pérdida de un oído) al episodio en que salva el banco familiar (y, de paso, a sus modestos y honrados clientes) de un pequeño crack al estilo del Jueves Negro de 1929, pasando por el dibujo de cada uno de los personajes secundarios o la descripción de los elementos cotidianos de su vida.
Como pieza fundamental de su credibilidad, Capra necesitaba un cómplice fundamental dentro de su fábula: por supuesto, al gran James Stewart, en uno de los (múltiples) papeles de su vida. Stewart, con su versatilidad expresiva, con su facilidad para pasar de la ligereza a la tensión, de la incertidumbre a la certeza, del dolor a la alegría, dota a su personaje de una hondura inolvidable. ¿Quién no cantaría con él, a pulmón abierto, para conquistar el amor de Mary, “Buffalo, no puede dormir, no puede dormiiir” o proclamaría con toda la seguridad del mundo ser capaz de capturar la luna con un lazo para entregársela a ella y que así pueda comérsela para que sus rayos se escapen por la punta de sus dedos y de cada uno de sus cabellos?
Capra optó por un conjunto de elementos esquemáticos a más no poder, que el talento de la exposición convierte en arquetipos: en símbolos. Así, el noble George Bailey tiene su contrapartida en un villano tan malvado y mezquino, que parece hacer honor al viejo adagio de que, si se mordiera a sí mismo, se mataría con su propio veneno: el señor Potter, un Scrooge sin redención posible, caracterizado además por el detalle todavía más simbólico de su invalidez (lo más perverso del film es que Capra encomendó el papel al gran Lionel Barrymore, quien no solo padecía en verdad de las dos piernas, sino que interpretó un personaje que es el reverso exacto de su bondadoso papel de uno de sus grandes éxitos, Vive como quieras).
Pero la culminación de la unidimensionalidad de la historia es que, cuando Clarence muestra a George cómo habría sido su ciudad de no haber nacido él nunca… el hundimiento moral de sus habitantes es total. El pequeño Bedford Falls, rebautizado ahora como Pottersville, se convierte en el lugar con más antros de vicio y depravación por metro cuadrado del mundo; los tipos entrañables que lo habitaban pasan a ser un conjunto de seres hoscos, violentos y hasta mal afeitados; el antes inofensivo policía local ahora no duda en disparar al bulto sin importarle qué inocentes puedan encontrar sus balas en el camino; su despistado tío Billy (quien realmente perdió el dinero) se ha vuelto loco; su buena madre da paso a una vieja con aspecto de arpía, y para colmo, su esposa, la dulce y atractiva Mary (una maravillosa Donna Reed) acaba convertida en la ¡bibliotecaria! solterona del pueblo, con gafas y aspecto monjil incluidos.
Pues bien, todos estos elementos, que deberían haber producido un film detestable e insoportable, dan pie, todo lo contrario, a una completa maravilla, a un film que obliga a admitir cuanto se nos cuenta (aun cuando también permita un irónico enarcamiento de cejas). Pues la única forma de admitir la magnitud del sacrificio de George Bailey es, precisamente, haciendo que Bedford Falls se hubiera convertido en el infierno sobre la tierra sin su alma máter. Es decir: en un acto de inspiración completamente genial, Capra consigue que los dos mayores reparos que posee el film, y que he explicado sobradamente en las líneas superiores (el absolutismo moral y el esquematismo dramático), se anulen mutuamente hasta el punto de que el uno hace imprescindible al otro y viceversa.
Sin un George Bailey que estimulara su sentido cívico o que permitiera sufragar sus pequeñas ilusiones cotidianas, Bedford Falls no habría podido existir, porque la máxima nobleza sólo admite como rival la suprema corrupción moral. Sin un George dispuesto a coger la luna con su lazo para entregársela, Mary hubiera estado condenada a la anulación total como persona, mujer y madre. Desde el punto de vista de la fábula (o lo que es lo mismo, desde el cuento de hadas), no hay exageración en el retrato de los habitantes de Pottersville, de los condenados por no haber conocido la luz que irradiaba George Bailey: hay coherencia emocional y dramática.
En ¡Qué bello es vivir!, por tanto, no hay realismo porque las fábulas no necesitan ser realistas sino convincentes, desbordar no verismo sino encanto, esa cualidad gracias a la cual, dijo Stevenson, todo se hace creíble. El inmarchitable encanto que desprende ¡Qué bello es vivir! está contenido en un momento que para mí vale por casi la carrera de cualquier director de cine. Se trata del breve instante en que la niña Mary se asegura de cuál es el oído sordo de George, al que ya ama y al que ya sabe la única persona que dotará de sentido su existencia, y le dice: «George Bailey, te amaré hasta que me muera». En el delicado pudor que la tímida Mary exhibe para declararse sin ser escuchada, está contenida una historia de amor, por tanto, la clave de una historia de sacrificio. No se necesita más para saber que ese niño al que sus mayores apodan Capitán Cook nunca navegará más allá de las aguas de Bedford Falls porque en ellas se encuentra cuanto precisa; no se necesita más para comprender que, si vivir es bello, lo es, en buena medida, gracias al amor incondicional y rendido de seres como Mary. Por ahí nos reconciliamos, al menos por el espacio de dos horas, con el canto a la necesidad de las cosas sencillas de la vida.
Leer más en Homonosapiens| El primer emperador de China: de Borges a Zhang Yimou