Hace algún tiempo uno podía afirmar que La Divina comedia, El Quijote, Hamlet o En busca del tiempo perdido, por citar algunos ejemplos, eran mejores que la inmensa mayoría, por no decir todas las obras literarias actuales, y nadie o casi nadie lo ponía en tela de juicio. Desde hace décadas, aproximadamente desde el surgimiento de ese curioso y, a mi entender, pasajero fenómeno denominado la postmodernidad, esa afirmación no sólo no se ha vuelto dudosa, sino también insostenible.
Son cada vez menos los que se atreven a afirmar que los clásicos anteriormente mencionados así como otros muchos son mejores que El código da Vinci, Los pilares de la Tierra o La catedral del mar. Aún más, esos pocos raros y trasnochados que se atreven a sostener tal juicio adquieren menos credibilidad que un cura predicando entre «increyentes». Sin ir más lejos, le ha ocurrido a Harold Bloom, cuya personalidad se asemeja bastante a la de un predicador en el desierto. Pero si insensata me parece la primera postura, no menos insensata me parece la segunda.
Evidentemente, no basta con decir que algo es mejor que otra cosa para que, en efecto, lo sea; habrá de ir sustentado y alentado por una argumentación racional y razonable, de lo contrario no sería mucho más que emitir un juicio de valor, puede que sin ningún fundamento, lo que resulta tan gratuito como corriente. Ahora bien, en rigor, ni siquiera esa pretendida argumentación racional y razonable puede sustentar y alentar que una obra literaria o de arte sea mejor que otra, o al menos no de forma definitiva, pues como sabemos desde Kant, el juicio reflexionante, que es el propio de la crítica literaria y artística, no puede convertirse en un juicio determinante, que es el propio de las ciencias naturales.
Pero ni siquiera el juicio determinante, que parecía el juicio más firme y seguro del conocimiento humano, es inmutable, ya que como sabemos desde Peirce y Popper, un criterio de demarcación de la ciencia frente a otros saberes parece ser el falsabilismo, es decir, que una teoría es científica –pongamos la física de Newton– a condición de ser derrocada o cuando menos completada por otra teoría –pongamos la teoría de la relatividad de Einstein–.
¿Quiere decir esto que, en rigor, no cabría afirmar de modo tajante y definitivo que una obra literaria o artística sea mejor que otra? Puede que así sea, entre otras razones, porque decir mejor, como añadir cualquier otro calificativo –más bella, sugerente, memorable–, no nos habla tanto de la obra como del sujeto que emite tal juicio (“mejor para ti”, objetan aquellos que se oponen a esos juicios categóricos), si bien ese juicio puede llegar a ser compartido hasta el punto de ir universalizándose, como parece haber ocurrido en el caso de El Quijote o Hamlet.
E insensata me parece la segunda postura porque si por un lado estamos viendo que en rigor es imposible sostener que una obra literaria o artística es mejor que otra, por otro lado, ¿cómo no percatarse de que esas obras, en no pocas ocasiones, son el resultado de una selección cultural, fruto de generaciones y generaciones de lectores y críticos más o menos refinados? Es cierto que esto no garantiza que sea mejor, ni siquiera que nos tenga por eso que gustar, pero por razones probabilísticas convendría no desatenderla.
Esta segunda postura desemboca en un relativo “todo vale igual”, o tal vez procede de allí, de esa árida tierra donde todo vale igual. En vistas de la dificultad, por no decir imposibilidad, de sentar un juicio de gusto, ya que no definitivo –pues eso, además de imposible lógica y ontológicamente, es contraproducente se mire como se mire, desde una perspectiva estética, social o política–, al menos perdurable, quisiera proponer otra alternativa.
La cuestión de por qué preferimos En busca del tiempo perdido antes que El código da Vinci, si es que sin proponérnoslo no hemos respondido ya a ello con razones de mayor peso que la que a continuación voy a ofrecer, no es necesario plantearla en términos de si es mejor o no, si es más bella o no, si será más perdurable o no. De la misma manera que elegimos un pantalón, unos zapatos, una agenda o un reloj, un cuadro o un bolígrafo, una maleta o un viaje, unos pendientes o una pulsera antes que otros, exactamente igual podemos decir y justificar con ello que preferimos leer –y, desde luego, es una inversión considerable, porque el tiempo que invertimos en esa lectura no es precisamente poco, siendo la vida tan breve– En busca del tiempo perdido antes que El código da Vinci porque preferimos ser aquellos que leímos En busca del tiempo perdido antes que aquellos que leímos El código da Vinci, aquellos que leímos El Quijote y Hamlet antes que aquellos que leímos Los pilares de la Tierra y La catedral del mar.
Incluso planteado en términos de objeto de consumo, lo que obviamente no le hace justicia a la importancia que la literatura y el arte poseen en nuestras vidas y pueden poseer, termina siendo una cuestión de identidad, puesto que al elegir algo, me estoy eligiendo a mí, como no ignoró Sartre. ¿Existe alguna razón de mayor peso para justificar por qué elegimos lo que elegimos que haberlo elegido porque eso nos lleva a ser lo que queremos ser? Puede que no, pero, en definitiva, el que elija El código da Vinci también puede decir lo mismo, a excepción, quizás, de que unas obras permiten, e incluso reclaman, ser releídas y otras no, o al menos no tanto.
¿No es la verdadera literatura, la literatura perdurable, aquella que casi reclama ser releída? Atinadamente observó Cioran (y, antes, Albert Camus) que las obras que de veras nos marcan son aquellas que leemos y releemos, porque es necesario leerlas para saber cómo son, pero releerlas, lo que es releerlas, eso sólo lo consiguen aquellas extrañas obras en las que parece que hay algo de nosotros mismos, aquellas curiosas obras que nos dejaron una huella, aquellas inquietantes obras que no acabamos de leer porque aun releyéndolas no terminan de decir aquello que parece que nos tienen que decir, como quería Italo Calvino. ¿Cuántos de entre los lectores de El código da Vinci, Los pilares de la Tierra o La catedral del mar hay que vuelven a sumergirse entre sus páginas?
Tengo para mí que ahí se aprecia una diferencia nada desdeñable entre una literatura y otra, entre lo que cabría denominar una literatura perdurable frente a una literatura caduca. ¿No es esta la misma diferencia que existe entre la cultura que merecería llamarse así y aquella otra que obedece más a patrones comerciales? Y digo más porque la diferencia no es esencial, es cuantitativa más que cualitativa, ya que toda literatura, en mayor o menor medida, es comercial, de lo contrario no existiría.
Sea como sea y como tenga que ser, de momento lo tengo claro: prefiero ser el que leyó En busca del tiempo perdido antes que el que leyó El código da Vinci, entre otras razones, porque sé que El código da Vinci, acabada la última página, puede que unas horas o unos días después, me abandonará, mientras que En busca del tiempo perdido, del mismo modo que no ha terminado de abandonar a generaciones y generaciones de selectos lectores y escritores, probablemente tampoco me abandonará a mí, y cuando meses e incluso años después me pregunte por la naturaleza caprichosa del deseo o del amor, por los celos, por el tiempo o por la verdad de una obra literaria, En busca del tiempo perdido seguirá acompañándome y enriqueciéndome en un diálogo que no cesa.
Leer en Homonosapiens| ¿Dónde estás belleza?
Como pink floyd, Mozart o Bowie frente a Carlos Baute, king áfrica y los reggaetoneros malotes, veo ese símil de La perdurabilidad y la caducidad igual. Unos solo sueñan un verano, los otros perduran. Parece que la cuestión del tiempo es la clave para identificar si unas obras que son «mejores». Al menos ese es el elemento común que generalmente demuestra la calidad de algo, que perdure. Interesante es pensar en la variable tiempo, su influencia no sólo en lo más obvio como ritmos de vida, sino que también marca pautas para todo tipo de condiciones de las cosas
En efecto, el juicio del tiempo es un buen criterio para distinguir entre obras «perdurables» y obras «efímeras», obras que obedecen a tendencias o modas pasajeras y obras que pueden ir conformando el canon (si bien este es cambiante y variable según las culturas y los individuos). No es un criterio infalible, ya que a veces el denominado juicio del tiempo depende de factores económicos, razones de producción, etc., pero desde luego nos puede ofrecer una perspectiva histórica más amplia.
Íntimamente vinculado con el tiempo, otro criterio para distinguir entre obras «perdurables» y obras «efímeras» es la capacidad de estas para interrogarnos, sacudirnos, cuestionarnos, reflejarnos, descubrirnos… es, en suma, aquellas obras que nos invitan e incitan a ser «releídas» porque en todo tiempo encuentran algo más que decirnos. Gracias, Fernando, por tus palabras.