Imagen| George Frederic Watts, Gallery Londres
Su timidez –18 años, ferroviaria vuelta a casa tras un primer trimestre filológico en el Alma Mater de la Amable Ciudad– era como otro bulto con el que, junto a la mochila, la maleta y la bolsa, intentaba el estudiante abrirse paso por el pasillo mientras al otro lado del cristal la estación de ferrocarril se alzaba sobre sus cimientos para decirle adiós. Los recuerdos de aquellas semanas (las sombras azules del cine-club, los golosos volúmenes de la biblioteca, así como cierto jersey verde-esmeralda que, en extraña asociación con los ubi sunt de Manrique, todavía ondeaba por su memoria) le ayudaban a aliviar la carga de aquel apocamiento suyo de colegial. Cuando en el suburbio que corría al lado, los edificios comenzaron a ponerse borrosos, se decidió por fin a entrar en uno de los compartimientos. Al tirar de la puerta corredera, notó cómo una especie de hilo salido de la trama de sus sueños se enganchaba entre los hilos de su propio jersey, este no verde-esmeralda. Hacía calor en el compartimiento, o eso le pareció, mientras fuera el cielo se tiznaba de nubes.
El estudiante desparramó un apresurado “buenos días” mientras colocaba su equipaje sobre la red (pero no el baúl de su cortedad, que le acompañaba siempre como un fatigoso río que va a dar a la mar que es el morir); luego se sentó entre la ventanilla y una señora que le recibió con una tos puntiaguda. En realidad, la señora no paraba de toser y, cada vez que lo hacía, improvisaba un canuto con los dedos de una mano por el que deslizaba todas aquellas excrecencias biológicas. El asiento de enfrente se lo repartían entre un matrimonio unánimemente enjuto y un caballero que, por lo pronto, tan sólo era un periódico abierto y un par de manos velludas, cuyas uñas destacaban sobre la sección de Sociedad. En su propio asiento, y en la vertiente opuesta a la señora (en cuya tos sobresalía ahora un célebre motivo de la Quinta de Beethoven), un viajero simulaba haberse quedado dormido, lo que un movimiento recurrente de una de sus rodillas desmentía a cada momento. Ya había logrado el estudiante hacerse con la atmósfera general del compartimiento, por lo que sus músculos comenzaron a relajarse mientras el pesado caudal del río de la vergüenza aflojaba un poco su curso y formaba a su paso dos vistosos meandros.
Cerró un momento los ojos para zambullirse una vez más en la estela del jersey verde y de su propietaria (los labios rasgados por el frío, el brillo de su mirada aquel día en el campus), pero cuando volvió a abrirlos se quedó bruscamente paralizado: el señor del periódico había bajado este al pasar una de sus páginas, momento en el que dejó ver su rostro entre las esquelas mortuorias. Ante tal visión el corazón del estudiante sufrió un vuelco nada filológico. El hilo que hasta ese momento lo mantenía unido al pasado se rompió de golpe, quedando atrapado en la caverna hermética del presente más inmediato. Pues lo que vio entonces entre los requiescat in pace no fue la cabeza de un hombre, sino la testa horrenda de un toro. Trató de corroborar aquella impresión cotejándola con el reflejo de la ventana, pero tan sólo tropezó allí con su desamparo. Sin embargo, estaba seguro de haber visto lo que había visto. Pero en ese caso, ¿qué hacía allí el matrimonio cenceño, sentado en el mismo asiento donde descansaba el monstruo? ¿Y el resto de los viajeros? ¿Cómo es que no echaban todos a correr? Los miró con disimulo y sólo entonces comprendió el porqué del nervioso movimiento de rodilla del viajero dormido, la frecuencia de la tos de su inmediata compañera (en la que en ese momento asomaban ciertos ecos lúgubres del Réquiem de Mozart), así como la inmovilidad de museo de cera del matrimonio delgado. No sólo él, todo el compartimiento estaba sumido en el horror.
Y bien, ¿qué hacer? ¿Huir de allí, arriesgándose a que aquella fiera lo descuartizara antes incluso de haberse levantado? Pero, ¡seamos serios! ¡Los minotauros sólo medran en los libros de mitología! ¿Estaría soñando? ¿Le engañaban sus sentidos? Posó sus ojos sobre los ojos de la mujer enjuta, que pareció confirmarle en silencio la realidad de lo que veía, al tiempo que se arrinconaba entre la pared y su marido como una loncha de jamón entre las tapas de un sándwich. Al otro lado del periódico comenzó a escucharse entonces una especie de mugido que hizo que casi todos los viajeros rompieran por fin su recato: hasta el señor dormido se incorporó sobre su asiento y se puso a abrir y cerrar frenéticamente la cremallera de su bolsa de viaje. La tensión era tan grande que cuando el minotauro dejó por fin el periódico a un lado y mostró a las claras su horrible rostro de leyenda, la señora de la tos soltó su canuto y se puso francamente a llorar, la cara oculta entre las manos.
En ese momento el minotauro se removió con una brusquedad destemplada y muy animal. Miraba al otro lado de la ventanilla al tiempo que la velocidad del tren disminuía y un rebaño de vacas se ponía a pacer seductoramente en el lúbrico prado de su campo visual. Al verlas allí rumiar, herbívoras tentadoras de curvos flancos, sus mugidos se hicieron más recios y vigorosos. “¿No ha pasado todavía el revisor?”, preguntó entonces el estudiante. “Todavía no”, respondió el señor dormido. “Se está retrasando un poco”, pronunció con un hilo de voz la mujer enjuta. “A veces pasa eso”, añadió su cónyuge. La mujer de la tos logró embridar su llanto. Dando la espalda al minotauro, que comenzaba a golpear el cristal de la ventanilla con sus astas, señaló: “El caso es que me pareció verlo antes”. “Tal vez pudiéramos salir a buscarlo”, sugirió el marido escuálido. “¡Yo puedo ir!”, gritaron los viajeros al unísono. Pero en ese momento el minotauro se puso en pie y cubrió de sombras toda la escena. “Parece que va a ponerse a llover de nuevo”, propuso el estudiante (más locuaz que nunca). “¡Pero si ya lo ha hecho!”, advirtió el señor dormido. “En esta época ya se sabe”, sentenció alguien. “Recuerdo que el invierno pasado pasó lo mismo”, puntualizó alguien. “¿Vendrá bien esta lluvia para el campo?”, preguntó alguien. “Seguro que sí”, respondió alguien. “Así engorda la aceituna”, aclaró alguien. “Sí, este año la cosecha va a ser buena”, dijo alguien. “Como el año pasado”, dijo alguien.
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