Durante los últimos treinta años de su vida, Albert Einstein fue progresivamente aislándose de la vanguardia científica de su época y enfrascándose en la búsqueda personal de una teoría del campo unificado que diera cuenta global de las dos interacciones conocidas por entonces -la gravitatoria y la electromagnética- y constituyera un marco fundamental en el que encontrar la explicación para cualquier fenómeno físico [1]. Visto en retrospectiva, su empeño se nos antoja hoy trágicamente condenado al fracaso por dos motivos principales. En primer lugar, el genio de la Relatividad no contemplaba en sus esquemas dos interacciones adicionales -las fuerzas nucleares fuerte y débil- que aún estaban por descubrir y que deben de ser tenidas en cuenta. En segundo lugar, Einstein formulaba sus ideas renegando, por convencimientos filosóficos personales, de la mecánica cuántica, una teoría que él ayudó a fundar y que hoy se ha revelado como insustituible en la descripción de los fenómenos físicos a nivel fundamental.
A pesar de su fracaso y del recelo que el trabajo final de su carrera despertaba en otros físicos contemporáneos, lo cierto es que la búsqueda de Einstein acabó por inspirar a toda una generación de teóricos lanzados en la persecución de una teoría unificada de campos -más popularizada como Teoría del Todo– que se ha convertido en el Santo Grial de la física moderna. De hecho, actualmente se dispone de una teoría (más precisamente todo un conjunto de teorías) candidata a cumplir el viejo sueño de Albert: se trata de la Teoría de Cuerdas o Supercuerdas. En síntesis, lo que esta teoría propone es que la realidad esta constituida por unos objetos últimos que son unas diminutas cuerdas elementales cuyos diferentes estados de vibración dan lugar a las diversas partículas constituyentes de la materia o portadoras de fuerza, de manera similar a como vibraciones diferentes en una cuerda de guitarra dan lugar a las distintas notas musicales. Esta elegante idea de la sinfonía cósmica, además de contar aún con enormes dificultades de tipo técnico, carece de predicciones experimentales contrastadas, por lo que hoy día aún es más una elucubración matemática que una teoría científica en su pleno sentido. Ahora bien, incluso suponiendo que llegase a admitirse como verdadera, resulta que esta teoría ya parece decepcionante a muchos físicos que esperaban de ella un marco único y coherente del que todas las propiedades de las partículas conocidas pudieran deducirse de manera inequívoca. En lugar de eso, lo que la teoría sugiere es algo llamado «paisaje de la teoría de cuerdas»: una diversidad enorme de leyes físicas que hace pensar que el nuestro es sólo uno entre una multitud posible de universos, en el que los valores de las constantes físicas resultan casualmente compatibles con el desarrollo de la vida.
Llegados a este punto, cabe ahora preguntarse si es o no racional la idea de una teoría final que constituya una descripción completa, sólida y unificada de «todo». Antes que la física, la filosofía parece haber experimentado ya una encrucijada similar. Desde que Tales propusiera al agua como principio último de todo lo real, pasando por las ideas de Platón, las mónadas de Leibniz o la realidad absoluta y racional de Hegel –entre una larga lista- la tradición occidental ha sido pródiga en teorías que aspiraban a dar la explicación última de todo y que, con el tiempo, han manifestado no ser lo que prometían. A lo largo del siglo XX, la filosofía parece haber pasado de un enfoque fundacionalista (por no decir, por sus malas connotaciones, fundamentalista) a otro de relativización y deconstrucción, desechando la idea de una verdad absoluta y una teoría fundamental y última.
Quizá la recurrente búsqueda de filósofos y científicos de una teoría global sea sólo el reflejo de la humana tendencia hacia la generalización. Quizá sea sólo el vestigio de ese sentimiento oceánico de fusión entre el uno y el todo, de indisoluble comunión e inseparable pertenencia a la totalidad que es ingrediente común del espíritu religioso y que Freud, en su monumental El malestar en la cultura, propuso como reminiscencia de una primera etapa infantil egocéntrica en la que el «yo» no se percibe de manera diferenciada del mundo [2]. En este sentido, dan que pensar las palabras que Einstein, un confeso seguidor de Spinoza, profirió a su ayudante Ernst Straus preguntándose «si Dios tuvo elección cuando creó el universo». Y también, en la misma dirección, resuenan las más recientes palabras de Stephen Hawking cuando, en su defensa de una teoría física final, arguye que ésta «representaría el triunfo definitivo de la razón humana y nos llevaría a conocer el pensamiento de Dios» [3].
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[1] Albert Einstein, «Sobre la teoría generalizada de la gravitación», Scientific American, vol.182, abril de 1950.
[2] Sigmund Freud, «El malestar en la cultura», Ed. Folio 2007,Capitulo 1, p 7- 19.
[3] Stephen W. Hawking, «Historia del tiempo. Del Big Bang a los agujeros negros», Ed. Círculo de Lectores 1988, p 264.