El oficio más antiguo

El oficio más antiguo

Imagen |Rebeca Madrid

No, no es la prostitución. Al menos no si tomamos ‘antiguo’ en el sentido de ‘pasado de moda’, calificación que, desgraciadamente, no se puede aplicar al proxenetismo y la trata de blancas. No: el oficio más antiguo, el más desfasado, el que no tiene lugar en la sociedad de hoy, es el del crítico. Sí, esto es una jeremiada, un lamento, un canto de cisne por unos tiempos que jamás existieron, en los que la cultura era respetada y tenida por instrumento de promoción social. Quizá alguna vez soñamos un futuro así y, al constatar la imposibilidad de su realización, lo situamos en un pasado inasible.

La figura del crítico pertenece a este pasado evanescente y es un exiliado del futuro probable. Ha tenido un verdugo y tiene un reemplazo. El primero es la equiparación de toda forma de cultura, procedente del pecado original de esta: su incapacidad para asegurar un efecto, sea ético o estético, en su receptor. Si una novela no te hace mejor persona tras su lectura, si no existe tal cosa como unanimidad en la valoración estética de una obra de arte, cualquier manifestación cultural es susceptible de ser estimada por algún mérito. El juicio del crítico nunca será, por tanto, concluyente. Siempre podrá ser desafiado y, en último término, despreciado desde perspectivas puramente utilitarias, puesto que nada hay más inútil que el conocimiento inconcluyente.

La fatal consecuencia es la sustitución de la objetividad (o la pretensión de objetividad) del crítico por la subjetividad del lectoespectador. Dos muestras: ante el aparentemente periclitado boom de Pokémon Go, cualquiera que alzara la voz para alertar de la absoluta banalidad que suponía como forma de entretenimiento se enfrentaba a los feroces contraargumentos basados en los beneficios que suponía, como, por ejemplo, forma de ejercicio físico y, en última instancia, en la libertad de los ‘pokemongeros’ para hacer con su tiempo lo que les diera la real gana. Como si 1) afirmar que una manifestación cultural es pobre fuese lo mismo que sostener que no tiene absolutamente ningún beneficio, 2) Pokémon Go no fuera criticable también como forma de practicar deporte y 3) Cualquier ataque contra las formas de entretenimiento fuera un ataque contra la libertad de aquellos que los practican; ¡pobre libertad es aquella que no soporta la crítica, que debiera ser su fundamento!

Esta subjetividad de afán totalizador, que quiere acabar con cualquier atisbo del prestigio que otrora ostentara la objetividad de la crítica cultural, tiene un síntoma aún más claro, un epítome que pasará (con suerte) a la historia de la infamia televisiva: el programa de Mercedes Milá Convénzeme (escrito con z en un sedicente homenaje al escritor Stephan Zweig, muy querido por la presentadora). Con el entusiasmo propio de los neófitos a una causa, Milá, que afirma haber descubierto recientemente el placer de la lectura, pretende dar voz a los ‘lectores’, presuntamente silenciados por un sanedrín de críticos que han impuesto su opinión. Desde estos postulados, el programa muere antes de nacer, porque Milá, o bien es incapaz de encontrar un número suficiente de lectores puros (más allá de los clips de videoblogs que se intercalan en el programa), o bien necesita del tirón que otorgan ciertos personajes como escritores, editores o miembros de la farándula como la monja Lucía Caram, a los que acoje en su plató-librería. Si pretendía epatar a la clase ilustrada de este país, ha fallado. Pero lo interesante es lo que dicen aquellos ‘lectores puros’, los que no son sospechosos de pertenecer a esa malvada organización para silenciar la opinión del lector común: lo usual es que aquellos libros que estos recomiendan lo sean por el único motivo de haberles ayudado en algún momento crucial de sus vidas (y no, no hablan solo de libros de autoayuda o su versión más primitiva, obras de Coelho, si no incluso a obras que forman parte del canon de la Gran Literatura), mientras que en aquellos libros que son vilipendiados  se recurre a supuestos defectos de la obra (siempre desde el punto de vista de la subjetividad del lector, no vayamos a caer por un instante en ese vicio execrable de la pretensión de objetividad). Por ejemplo, para una lectora (aspirante a escritora, por otra parte)  El Principito era un libro sobrevalorado porque mostraba a los adultos como seres ajenos a la creatividad (se ve que la chica leyó la obra en clave realista), mientras que para otro Rayuela, de Julio Cortázar, adolecía del defecto insalvable de su carencia de argumento.

Defenestrado el crítico, ¿quién ha tomado su lugar? ¿Quién tendrá el valor de actura de cicerone, profesional o amateur, y ser vilipendiado y puesto bajo la sospecha de objetivista? La respuesta no es un quién, sino un qué: lo único aparentemente objetivo de nuestro mundo, el principio regulador del microuniverso-en-constante-expansión que es Internet, el Gran Arcano del siglo XXI: el Logaritmo. La operación es sencilla: haces una búsqueda de un ítem en cualquier web y el Logaritmo, cuyos designios son inexcrutables, pone a tu disposición, en la sección de publicidad, una selección de los productos similares (que no mejores) al que has visto. La lógica es exquisitamente incuestionable: si otras personas que han comprado ese producto han visitado/comprado otro, será porque son similares. Nada hay aquí de valoración del producto, sino una simple relación de correlación que permite al Logaritmo cumplir la función económico social que, si no su orgien, explica su expansión. En la época de mayor producción cultural que ha visto la Humanidad, los criterios que nos guían no se basan en los méritos, sino en las tendencias de consumo. Si la historia de la literatura española del siglo XX se hubiera escrito de igual forma, los nombres que recordaríamos serían los de la novelista Corín Tellado y el del dramaturgo Alfonso Paso, en lo que sería una historia de la literatura cuantitativa. Si los nombres que hoy honramos y los textos que leemos son los de Antonio Buero Vallejo o Luis Martín Santos es por la labor de los críticos, quienes transformaron esa apreciación cuantitativa de la cultura de su tiempo en una historia cualitativa de la misma. Y, mientras no haya un programa informático capaz de dibujar un mapa coherente de la producción cultural de nuestros días, cabe la esperanza de que los nombres que nuestros nietos recordarán serán los de los mejores entre nosotros, y no los de aquellos que más vendieron.

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About Author

José Corrales Díaz-Pavón

José Corrales Díaz-Pavón es coordinador editorial de HomoNoSapiens. Filólogo Hispánico, cree, con Eco, que la lectura es una inmortalidad hacia atrás, y ,con Kafka, que un libro debe ser el hacha que rompa el mar helado dentro de nosotros.

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