Imagen| Rafael Guardiola
No hay novela que lea este lector proyectivo en la que no encuentre, aunque sea de forma velada, alguna referencia a su persona. No importa que la acción transcurra en Móstoles o en Johannesburg, en la época más rabiosamente contemporánea o entre las termas del Imperio Romano (donde Sexto conspira, sin rabia, sobre una toalla). El lector proyectivo advierte que todo está lleno de alusiones que el autor de turno dirige precisamente a él. A lo que él es ahora, o a lo que ha sido siempre, o incluso a lo que alguna vez será o sueña ahora que podría llegar a ser. Detecta esas señales en un rasgo caracterológico del protagonista de la novela, o en las dos líneas con las que se despacha a un personaje secundario (normalmente algún tic, o un paraguas); a veces las ve en un paisaje, o en el modo de hablar de un pastor que cuida su rebaño de ovejas, junto a un arroyo nemoroso. Una vez se vio reflejado en el escaparate que miraba sin mirar un personaje siniestro: Sam Cawley, oscuro asesino con mondadientes. El estado de ánimo de Eugenio cuando le abandona su mujer es idéntico al que experimentó él cuando le dejó Manuela. La idea que expresa el profesor Müller junto a la pizarra parece extraída de las páginas de su diario. Hasta sus sentimientos más reservados, nunca compartidos con nadie, aparecen claramente de manifiesto en la extraña conducta de la que hace gala Bernard Gounot en aquel restaurant a las afueras de Zúrich. Estas gotas de lluvia son sus lágrimas.
Tantas coincidencias no pueden ser simples coincidencias. Tal vez todas las novelas que lee hayan sido escritas por una sola persona, alguien que le conoce íntimamente. Pero, ¿puede un ser humano llegar a conocer a otro hasta ese extremo? A no ser que no se trate en realidad de dos personas –la que escribe y la que lee–, sino de una sola: él mismo, que escribe todos esos libros con diversos seudónimos para poder verse reflejado más tarde entre sus páginas. Tal vez más allá de este lector proyectivo no haya nada ni nadie. Quizás el universo entero sea una ficción ideada por él en algún párrafo perdido. Y esta página que ahora lee el espejo diáfano donde finalmente se está viendo tal y como es, sin rodeos ni subterfugios, libre al fin de proyecciones.
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¿No lo somos todos?
La lectura nos transporta a otros mundos, otras vidas, otros problemas, otras situaciones… Como respuesta, la reacción ante los estímulos que nos llegan, no solo a través de los sentidos, nos hace partícipes de cada experiencia.
¿Se puede leer sin adquirir experiencia?