El lector NS/NC

El lector NS/NC

Imagen| Cráneo Prisma

Mientras más lee, menos sabe. Sabe que la cantidad de lo que no sabe es mucho mayor de lo que en un principio se imaginó y, por lo tanto, aunque en términos absolutos sabe más que antes, si comparamos lo que ahora sabe con el creciente volumen de lo que sabe que no sabe, lo cierto es que a él le parece que cada vez sabe menos. De modo que para él la lectura es un modo infalible de ir acrecentando su ignorancia. Es cierto que, en realidad, sabe un poco más; pero ¿importa eso algo ante la certeza de la muerte, que reducirá finalmente la suma de todo lo leído a una cifra insignificante? ¡Sí, sí que importa! Tal vez a la muerte inmensa no le interese, ni tampoco al universo inmenso (del que la muerte no es sino su sombra). Pero a él sí que le importa. Es por eso por lo que lee, mientras lucha una y otra vez contra el asedio del desánimo, que amenaza con desbaratar a cada momento sus desguarnecidas defensas.

Lee de todo. Desde los hábitos alimenticios de los mejillones hasta la monotonía de las  funciones matemáticas, cuyas curvas –sobre un fondo de ejes cartesianos– le conmueven como el relieve de una mujer. Desde el contenido de un balance de cuentas hasta el trasiego del sodio y del potasio a lo largo de las membranas neuronales. Se interesa por la disputa de los universales en algún oscuro vericueto de la última Escolástica, pero también por el milagro cotidiano de la fotosíntesis, capaz de trasmutar con su alquimia la materia muerta en sustancia viva. Observa en un espectrograma la explosión de una oclusiva alveolar para, unas horas más tarde, detenerse en el estudio del lento proceso por el que se han ido formando las rocas sedimentarias. Lee las luchas fratricidas de Lotario, lee los arcanos de la flotación sucia de las monedas, así como el recorrido de la electricidad por un arco reflejo, o el alocado curso del río Congo (que se enrosca en medio de la jungla como una serpiente), o la estructura atómica del cobre, o el baile de los astros alrededor del sol, o el guiño burlón que parecen hacer algunas estrellas allá a lo lejos.

Y entonces, mientras surca su dedo un mapa celeste, irrumpe de nuevo el desánimo en la frágil fortaleza de su confianza. Es cierto que los conocimientos van trenzando en su memoria largas mallas de tejido sináptico; pero el tiempo pasa, la muerte se acerca, y sabe que sabe que nunca podrá saberlo todo. Una vida apenas da para nada, se dice; un cerebro es un minúsculo agujero en el que nunca cabrá el mar. Y además, ¿no se estará desviando de la verdadera senda del conocimiento? ¿Es posible llegar a la comprensión del todo mediante el conocimiento fortuito y como a trompicones de la suma de cada una de sus partes? ¿Cómo entender cualquiera de estas partes si no es a la luz del todo al cual pertenecen? Cualquier elemento del universo se encuentra tan imbricado en el conjunto de sus relaciones que parece imposible conocer con certeza cualquier otra cosa que no sea el todo. Y si no se conoce el todo, en realidad no se conoce nada.

Levemente esperanzado, emprende a esas alturas de su vida estudios metafísicos. Tal vez he andado equivocado hasta ahora, se dice. Tal vez si conozco eso que todos los objetos tienen en común pueda descubrir lo que es realmente el universo, sin tener que dar esos largos rodeos por arcos reflejos y Lotario. Estudia el ser, estudia la nada, el movimiento, la sustancia y toda su extensa cohorte de accidentes… y cuando lleva así algún tiempo comprende que lo único que está haciendo es darle vueltas a las palabras, como un prestidigitador que intenta engañarse a sí mismo hurtando con una mano lo que su otra mano retiene. Con enorme pesar se da cuenta de que no hay atajos y –después de repeler un nuevo ataque del desánimo– regresa triste a los mejillones. Una vez más debe admitir que no sabe nada, o que lo que sabe está tan carcomido por la herrumbre de lo que no sabe que es como si no lo supiera.

Por eso, aunque en realidad sea una persona bastante instruida, los encuestadores siempre alojan sus respuestas en la misma casilla del impreso: NS/NC.


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Categories: Lectores, Leer

About Author

José Zafra Castro

José Zafra Castro (Córdoba, 1962) se licenció en Filosofía por la Universidad de Granada con plena conciencia de que sus actitudes pedagógicas se aproximaban a cero. Así que se hizo funcionario y aprendió –parafraseando a Machado– a filosofar a solas con el hombre que siempre va con él. En sus ratos libres se adentró en el campo de la literatura infantil, donde ha publicado tres libros: “Historias de Sergio” (1996), premio Lazarillo de 1995; “El Palacio de Papel” (1998); y “Cuentos de cuando yo era” (2002), finalista del Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil en su edición de 2003. Actualmente castiga a sus paisanos con artículos de opinión en la prensa local. Lo que nunca ha hecho en todos estos años ha sido dejar de escribir.

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