Imagen |Rafael Guardiola
Como fiera ominosa el sueño bordea su cama, las líneas del libro comienzan a borrarse (también las hojas del sauce, y aquel cisne), el paisaje se oscurece, ya no sabe uno muy bien dónde ha podido caer ese abanico. Y entonces, antes de que el protagonista de la novela doble la vereda del estanque (y recoja el abanico, o se arrodille, o declame), este lector a punto de quedarse dormido deja el libro sobre la mesilla de noche, apaga la lámpara y se abraza lánguido al cuerpo sin brazos de la almohada
Todas las noches lo mismo: las últimas líneas del libro que lee se pierden por alguna región de su retina, los personajes se desvanecen, mientras que allá lejos –pero qué remotamente lejos– el cerebro apenas se percata de nada, inerme ante la fiera del sueño que se acerca. Es justo entonces, en el instante en el que las brasas de la conciencia se extinguen y el sueño rompe la última rama (el leve chasquido que precede al zarpazo), cuando este lector abandona la lectura.
¿Cómo continuar leyendo en esas condiciones? Este lector detesta los comentarios de aquellas personas que –y lo dicen sin avergonzarse– leen para dormirse. ¿Existe grosería mayor que esa? Él lee y se duerme, lo que resulta algo bien distinto. Lee a esa hora porque no tiene otra para hacerlo, porque sus tediosas ocupaciones en la oficina le impiden escoger otro momento del día en el que abrir su pequeño mundo al mundo inmenso que cada libro le propone. Pero de ningún modo lee para dormirse; al contrario: al internarse en ese paisaje que la lectura le desvela no desea –explorador meticuloso– perder de él ni una imagen, ni un color, ni un aroma. Prefiere interrumpir el gozo de la lectura antes que malgastar un solo átomo de lo que lee. Por eso cierra el libro cuando, desleídos en la hemorragia del cansancio, comienzan a escapar de él aromas, imágenes o colores.
Nada valora más este lector que lo que cada noche le muestran los libros. Por eso, un momento antes de que el sueño le venza, le gusta rememorar –como quien la paladea– alguna de las escenas leídas. Y dentro de esa escena se complace en destacar un detalle, quizás un pañuelo, o los colores apagados de una vidriera, o los junquillos de plomo de esa vidriera (donde el polvo de los años ha dejado su rastro). Solo entonces se hunde en la inconsciencia, sabiendo que se encuentra ya en la mejor compañía. El trabajo en la oficina se borra de su mente fatigada, también el ronroneo monótono del fax, y la tos del Gerente cuando, en vez de toser, pretende advertir de algo (y tose para ello, en vez de hablar).
Lo que tal vez no sospecha este lector es que, mientras duerme, continúa leyendo. No el mismo libro que dejó sobre la mesilla de noche, sino otro en el que los personajes, liberados al fin de los decretos de su autor, juegan a vivir otras vidas distintas, unas vidas que son en parte la propia vida del lector dormido. Estas nuevas vidas, estos personajes algo cambiados (los ojos de la protagonista son siempre negros; todos los niños muestran la misma cicatriz en la barbilla), se alimentan de él, viven de sus propios recuerdos y, en cierto modo, cada uno de ellos forma alguna provincia de él, aunque sea lejana.
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