El cuento más bello del mundo lo escribió Ray Bradbury
Sucedió en los años 90. El estreno de la (muy decepcionante) Parque Jurásico, de Steven Spielberg, primera película en demostrar que los efectos digitales eran capaces de hacer real cualquier cosa, puso de moda a los entrañables dinosaurios. Por supuesto, no era la primera vez que aparecían por el cine, de tal modo que el fenómeno dio pie a publicar toda una serie de libros y artículos que recordaban la vasta progenie de las criaturas de Crichton y Spielberg. Los eruditos hablaron de El mundo perdido, de Conan Doyle, o de King Kong. Pero también de un modesto y olvidado film de 1953 titulado El monstruo de tiempos remotos, que versaba acerca de las andanzas de un dinosaurio que emergía de las aguas y se plantaba en la mismísima Manhattan. La recuperación de esta película reveló que era un film antes simpático que conseguido, cuyos mayores valores se hallaban en el hecho de haber sido el primer largometraje en que el gran Ray Harryhausen, el mago del stop motion —esa entrañable técnica de animación consistente en filmar fotograma a fotograma los movimientos de unas figuritas de pequeño tamaño—, lució sus increíbles habilidades. También se habló de su valor arqueológico: es indudable que este título inspiró la creación del famoso dinosaurio radiactivo Godzilla, con el cual los japoneses animarían a la chiquillería de los cines de barrio durante varias décadas.
Pocos recordaron, eso sí, que el origen de la película de Harryhausen se encontraba en un brevísimo relato de uno de los clásicos reconocidos de la ciencia-ficción literaria, Ray Bradbury. Se trata de La sirena en la niebla (The Fog Horn en el original), publicado inicialmente el 23 de junio de 1951 en el Saturday Evening Post y luego incluido en su primera colección de relatos, Las doradas manzanas del sol, en 1953. El autor, cuya carrera se había iniciado en las antes denostadas y ahora mitificadas revistas pulp, contaba entonces con 31 años y se encontraba en un momento especialmente dulce de su trayectoria: el año anterior había conocido su fulgurante revelación gracias a las inolvidables Crónicas marcianas, y dos después daría a la imprenta otra de sus obras más conocidas, Fahrenheit 451, convirtiéndose en uno de los pocos autores de ciencia-ficción respetados fuera del ámbito de su «especialización». De ello da buena fe que John Huston confiara en él para que le ayudara a redactar el guion de Moby Dick (1956), que por cierto constituye uno de los mejores trabajos de adaptación que el cine ha dado a partir de una obra literaria de prestigio indiscutible.
La sirena en la niebla es un cuento de tan solo seis páginas. Su trama, por tanto, se resume con pocas palabras. El escenario es un faro situado en una agreste bahía que el autor llama Desolada, a muchos kilómetros de cualquier lugar habitado. Dos son los protagonistas: McDunn, el veterano farero, y Johnny, el joven narrador. La noche en que se registran los hechos del cuento, el veterano instruye al muchacho sobre los insondables misterios del mar, como preámbulo a lo que él sabe que va a suceder en esa fecha, como lleva sucediendo los tres últimos años: un monstruo antediluviano, un dinosaurio, atraído por la luz del faro y, sobre todo, por el lastimero sonido de su sirena en la noche, emergerá de las profundidades del océano para reunirse, fascinado, con esa torre que él toma por un congénere. Y en efecto, ante el espanto de Johnny, eso es lo que sucede. Solo que esa vez es diferente: el dinosaurio intenta abrazar a lo que él toma por uno de los suyos y destruye el faro, salvándose a duras penas de la muerte sus dos ocupantes.
Seis páginas tan solo, una trama sencilla que en su desnuda recensión difícilmente parece que pueda aspirar a ese epíteto, sin duda algo pomposo, que le he dado en el título de este artículo. De hecho, tal vez deba rectificar. Hay cuentos tan bellos como La sirena en la niebla —y puedo citar algunos: El abeto, de Andersen; El pueblo blanco, de Arthur Machen; Mendel el de los libros, de Stefan Zweig; El altar de los muertos, de Henry James… —, pero ninguno más bello.
La belleza del cuento reside, por supuesto, en el lirismo con que Bradbury baña una reflexión cuya entraña es, al mismo tiempo, profunda y sencilla, incluso profundamente sencilla (bajo este oxímoron se encuentran, para mi gusto, las obras que más me han hecho pensar en la vida). El escritor de Illinois aborda un tema muy propio de la narración pulp (o, si habláramos de cine, de la ciencia-ficción en clave de la antigua serie B), pero renuncia a las formas narrativas habituales en este tipo de relatos: a su frontalidad nada sofisticada. Y lo hace mediante una atmósfera y una cadencia narrativa propias del cuento de hadas clásico: es el cuento que el inolvidable Hans Christian Andersen habría escrito de vivir un siglo después.
En primer lugar, hay un narrador, un storyteller (los hombres de mar —y un farero es un marinero anclado, para su desgracia, a la costa— siempre tienen fama de ser buenos narradores), McDunn, cuya alma se proyecta en el relato, y que tiene el acierto de preparar la revelación más impactante (la inminente visita del monstruo) colocando a su joven y fascinado oyente bajo el estado de ánimo más adecuado para la recepción de un misterio sagrado. Revestido por la voz de la experiencia, por el peso de incontables días (y sobre todo noches, noches como esa con el mundo que les rodea transmutado por la niebla en un espacio onírico en el que cualquier cosa puede pasar) asomado al mismo mar, McDunn le habla de la experiencia que vivió allí mismo nueve años atrás, cuando todos los peces subieron a la superficie y se quedaron contemplando durante horas la torre con su alta luz, como adorando a un dios inaccesible.
Es cuestión de tono y de elección de palabras y, sobre todo, de atmósfera, eso que es tan difícil de definir pero que, cuando existe, consigue que aceptemos cualquier ficción literaria. Y La sirena en la niebla posee una atmósfera inolvidable que parece conducirnos a experiencias perdidas en nuestro propio interior, que pugnan por salir a las capas superiores de nuestra memoria, a medida que el relator McDunn sabe despertarlas mediante el uso apropiado de las palabras.
El dinosaurio de Bradbury, en el fondo, es un dragón triste, despojado de su cualidad ominosa, aunque sigue siendo destructivo, aun sin quererlo, como demuestra su derribo final del faro. Ese pobre dinosaurio, último de su especie, atraído por la esperanza que le infunde esa voz preternatural que llega hasta las profundidades donde vive, constituye para mí el más bello símbolo de la soledad que encierra la literatura. Bradbury remarca esa condición solitaria, esa unicidad tan insondable como el fondo del mar donde habita, mediante diversos detalles (la edad que McDunn otorga al aislamiento de ese dinosaurio: un millón de años como poco); el largo viaje que para una criatura de sus dimensiones supone la ida y la vuelta desde lo más profundo del profundo océano; el venerable reparo con que, los años anteriores, ha nadado en la noche en torno al ser que quiere que sea otro como él; y la forma en que la salida del sol lo ha asustado, haciéndolo retornar, hasta ir fraguando otra vez el incontenible deseo de responder a su llamada durante todo un año… Del mismo modo, no hay que olvidar que un faro es también una metáfora de la soledad, como asimismo lo es la sirena con que inunda la noche cada breve intervalo: ¿quién no comprendería que, para alguien aislado en la infinita vastedad de un mundo monótono, pueda adquirir la sustancia de una voz, de una llamada lastimera en busca de un alma gemela?
El relato contiene, también, una de las frases más estremecedoras que he leído nunca, una sencilla oración de tres palabras que, en su lírica ingenuidad, elimina de un plumazo el antropocentrismo del mundo, la absurda pretensión del hombre de ser la criatura trascendente por excelencia de la creación. Cuando, arrastrado por las palabras de esta Scheherezade revestida ahora bajo el avatar del viejo farero McDunn, el muchacho asiste a la increíble aparición del monstruo, no puede evitar exclamar: «¡Es imposible!». A lo que el farero, con la reflexiva lucidez de toda una vida con mucho tiempo para pensar, responde: «Nosotros somos imposibles». Pues es el monstruo el que no ha cambiado, el que ha permanecido inalterable al paso de las eras, desterrado de la superficie de la Tierra: eso sí (y de ahí la leyenda de su extinción), mientras por encima de él todo se sucedía y se alteraba. «Nosotros y la Tierra cambiamos, nos hicimos imposibles», aduce el farero con implacable serenidad: «Nosotros».
El ser que permanece fiel a lo que siempre ha sido, el ser inmanente, se convierte en monstruo cuando su número declina, y por tanto su normalidad se convierte en extrañeza. Otro gran autor de ciencia-ficción, coetáneo de Bradbury, como es Richard Matheson, construyó poco después una espléndida novela en torno a esta misma idea. En Soy leyenda (1954), el autor propone una Tierra en la que se ha producido una catástrofe mundial de la que no se da ninguna explicación y de la que solo sobrevive un hombre, Robert Neville, su protagonista. Neville recorre de día las calles vacías de esas ciudades antaño humanizadas, sin un átomo de esperanza más allá de los precarios días que le queden por vivir, sin más objeto que buscar lo necesario para su supervivencia, sabiendo que una vez agotados los recursos, él por sí solo no podrá renovarlos. Pero por la noche, el mundo rebulle otra vez de vida: pues los hombres no murieron todos, sino que se transformaron en vampiros, que odian al único habitante de la Tierra que no es como ellos. En esas condiciones, el patrón de normalidad ha cambiado de modo terrible, y Neville se ha convertido en el monstruo. Bajo la apariencia de una transgresión de las leyes del cuento de terror, Matheson lo que indica (como antes Bradbury en su cuento) es que lo ortodoxo no es más que un punto de vista que se ha impuesto sobre otro, sin importar ni su preeminencia en el tiempo ni ninguna cualidad cuantificable.
La ciencia-ficción buena de verdad, por mucho que sitúe a sus personajes en los ámbitos más alejados en el tiempo y en el espacio o en las situaciones más increíbles, siempre habla sobre el hombre coetáneo, lo cual quiere decir sobre el hombre universal: sobre sus esperanzas y desolaciones, sobre sus miedos, sobre sus miserias y sus grandezas. Un dinosaurio en busca de un semejante que alivie su angustia existencial y un farero capaz de comprender el desamparo de un monstruo porque, en el fondo, la sustancia de la soledad es idéntica en todo ser vivo son las grandes aportaciones que, en este bellísimo cuento, hizo Ray Bradbury a esa reflexión sobre la condición humana que siempre será la buena literatura.
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Quien es el narrador testigo?
Quien es el narrador testigo
McDunn, el farero, lo llama alternativamente «Johnny» o «muchacho», y él no da dato alguno de sí mismo. Clásico personaje-portavoz de un escritor para la narración en primera persona.
Ray Bradbury el gran Maestro de la prosa poética, el único escritor que me hace llorar de emoción en cada uno de sus hermoso relatos.