Acabo de regresar a casa después de asistir a un entierro. Un ritual nada ajustado al recuerdo de un asturiano lleno de vida como Esteban Fernández, con el que, lamentablemente, compartí pocos momentos. Momentos con fabes y sidriña, con el calor de la amistad, la hospitalidad y deseos solidarios y cosmopolitas que ha glosado hoy con acierto una de sus hijas, mi amiga Beatriz. Y es un secreto a voces que el aumento significativo de la frecuencia con la que visitamos los cementerios pone de manifiesto el inexorable paso del tiempo y el incremento inquietante de nuestra cercanía a la muerte en términos estadísticos.
Hoy es miércoles, y el lunes pasado disfruté escuchando al poeta barcelonés Eduardo Moga sobre cosas tan vivas como la muerte, en un feliz encuentro de los placeres de los sentidos con los placeres de la imaginación y el entendimiento, en la Casa de Gerald Brenan de Churriana-Málaga, en el marco de un seminario sobre la imaginación y bajo los auspicios de la Fundación “Rafael Pérez Estrada”, un ilustre poeta malagueño. Dice Eduardo Moga que escribir sobre la muerte –con una amplia paleta de colores, añado yo- le sirve para mitigar los efectos paralizantes del miedo a la nada. Los versos del poeta convierten la muerte en hermana de un dulce y vibrante sueño eterno, como sucede en las representaciones griegas de los gemelos Hipnos y Tánatos, en un singular y sonoro exorcismo. Platón anima a los gobernantes de la República a expulsar de ella a los poetas, puesto que no son más que “cazadores de sombras”, adoradores incontinentes de las apariencias, del pérfido engaño de los sentidos. Les confieso que a mí no me cuesta trabajo sucumbir a la seducción de las imágenes poéticas que se suceden en cascada, imágenes que tal vez estén más cerca de la kantiana “cosa en sí” que el lenguaje científico. No en vano, filósofos como Nietzsche tienen el convencimiento de que la realidad se conoce únicamente, y en su plenitud, en la experiencia estética que proporcionan los productos culturales que calificamos como artísticos. ¿Qué es más verdadero, la ciencia o el arte?
Eduardo Moga le dice a su mujer “no te preocupes, porque tú no te morirás”. No podemos concebir ciertas pérdidas, porque en ello nos va la vida, una vida transida por esa incertidumbre que deja un sabor agridulce en el paladar existencial. Y se nota, por sus palabras, por sus versos, tan flexibles y aéreos como telas de araña, que Eduardo Moga tampoco quiere morirse, sino que, más bien, ansía embriagarse con la llama del deseo, con el buen vino del que hacía gala mi amigo Esteban y con el que obsequiaba a sus invitados de cualquier lugar y cualquier tiempo. La soledad del que se siente mal acompañado, invadido por una red asfixiante de relaciones sociales que hace prácticamente imposible la reflexión, la toma de conciencia de la realidad propia y ajena es otro de los pilares del universo poético de Eduardo Moga. Mucho tiene que ver en ello su estancia en el pasado en una ciudad como Londres, en la que los vecinos de la misma calle no se conocen, lo que no impide que se odien. ¿El infierno son los otros, como subrayaba el existencialismo de Jean-Paul Sartre?
A estas alturas, empiezo a sospechar que la verdad está más en la música de los versos o en la respiración de los personajes de una novela o un cuento, que en el principio de acción y reacción de Newton. Y tal vez, como afirmó el escritor y periodista Juan José Millás en el mismo acto al que me refiero, y a propósito de su último libro, Mi verdadera historia[1], lo real es un delirio, es el fruto de la imaginación más osada, y por ello, “todo es escritura” en su abigarrada metafísica. Sentimos una profunda extrañeza ante el lenguaje y estamos a su merced como instrumentos obedientes en una especie de alucinación empirista, a lo Berkeley. Para Millás, todo es escritura y ésta nace propiamente en el conflicto, en una suerte de dialéctica indeterminista. El escritor creativo juega con el asombro y tiene el firme propósito de transmitir los gestos de lo verosímil, saliendo del circuito de lo cotidiano. Conviene recordar, en este punto, cómo los formalistas rusos[2] hicieron de la “desautomatización” y el “extrañamiento” los goznes de su cuidada poética, al igual que parece hacerlo Millás, casi sin saberlo. La escritura creativa se hermana con lo imprevisible y con la novedad, con ese carácter transitorio que lo nuevo tiene dentro del todo social, siempre en movimiento, norte de la modernidad[3]. Y juega con los zapatos también nuevos de la infancia, gracias a la fascinante dialéctica de la realidad y la apariencia que impregna el pensamiento occidental desde sus griegos orígenes. Lo real crece hasta asemejarse a un gigante en manos de los escritores bastardos –esos que cuestionan lo real de la propia realidad, a golpes del cincel de la imaginación y acaba subyugado por ésta. Por eso Millás piensa que “todo es escritura” y se niega a escribir como un triste funcionario aturdido por lo que acaece. ¿Deberíamos escribir, entonces, de las cosas “que no sabemos”?
Millás está convencido, con Freud, de que el yo “manda muy poco”. Las pulsiones del “ello” –y en especial la de naturaleza sexual- tienen un papel destacado en la toma de decisiones conscientes, hasta el punto de que se podría decir que “somos marionetas en nombre del inconsciente”. Por tanto, nos haría falta disponer de más pronombres personales para describir con precisión y amplitud de miras el signo de los hechos y los avatares de cualquier biografía. Vivimos bajo los efectos de una ilusión egocéntrica, pensando que todo depende del ejercicio de la voluntad y, por consiguiente, nos sentimos responsables de lo que ocurre. ¿Y si no fuera así? La asunción del imperio del “ello” nos libera de la responsabilidad y hasta de la culpa, y disuelve gran parte de las preocupaciones, las que provienen del pasado. El futuro es otra cosa. Pues “una persona libre –como declara Fernando Savater en una entrevista reciente- nunca se pregunta qué va a pasar, sino qué vamos a hacer”[4].
Millás está empeñado, también, en llevar la contra a los estoicos: la existencia no está presidida por el destino, sino por el azar. Por eso, la novela que nos ha presentado hoy se despliega a partir de un hecho fortuito: un adolescente arroja una canica de cristal desde un puente y provoca un trágico accidente de tráfico de manera involuntaria. Y aunque, precisamente los estoicos, nos recuerdan que no debemos preocuparnos por todo aquello que es independiente de nuestra voluntad, tanto en el pasado como en el presente y el futuro, resulta difícil convencer a la conciencia para que desista de sus propensiones deterministas, generando responsabilidades y culpas no fundadas cuando nos empeñamos en reconstruir en vano lo acontecido: ¿qué habría pasado si hubiera sucedido esto, lo otro o lo de más allá? Definitivamente, como afirmara el filósofo atomista Demócrito de Abdera, “todo lo que existe en el universo es fruto del azar y de la necesidad”.
Imagen| Rafael Guardiola, «El azar y la necesidad».
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[1] Millás, Juan José, Mi verdadera historia, Barcelona, Seix Barral, 2017.
[2] El “Formalismo Ruso” es una escuela de crítica literaria y análisis del lenguaje poético que propugnó, en su búsqueda de la especificidad del arte y de la literatura, en particular, centrarse en el lenguaje mismo, con el propósito de descubrir sus leyes internas. Surge como reacción frente a las metodologías de crítica literaria dominantes en el siglo XIX (positivistas, psicológicas, sociológicas y filosófico-religiosas), fruto de la conjunción de dos escuelas de jóvenes educados en un pensamiento antipositivista y husserliano: el “Círculo Lingüístico de Moscú” (1915) y la “Sociedad para el estudio de la lengua poética” (Opoiaz) (1916). Los miembros del primero, como Roman Jakobson, se dedicaron al estudio del lenguaje en todas sus manifestaciones (el “poético, una de ellas). Los críticos literarios de Opoiaz, entre los que se encontraba Viktor Shklovski, se volcaron en el análisis de las literaturas de vanguardia.
[3] Dice Charles Baudelaire: “La modernité, c’est le transitoire, le fugitiv, le contingent, la moitié de l’art, dont l’autre motié est l’éternel et l’immuable”.
[4] El Diario Vasco, miércoles 15 de noviembre de 2017.