El adversario que hay en ti y en mí…

El adversario que hay en ti y en mí…

Imagen | Rebeca Madrid

Comencemos resumiendo la historia en la que se inspira la indagación de esta novela periodística –en el mejor sentido del término: que busca descubrir la verdad–: el 9 de enero de 1993, Jean-Claude Romand mató a sus padres, a su mujer y a sus dos hijos. Y, sin suerte, no logró darse muerte a sí mismo. La investigación fue revelando que Jean-Claude Romand no era médico, tal como representaba, ni trabajaba donde decía, ni muchas otras cosas. Mantenía el relato de sus mentiras en frágiles andamios desde los 18 años. Bajo la apariencia de una persona responsable y de éxito laboral y familiar, sus padres, su tío y una amante le habían confiado ahorros que él despilfarró. Cuando vislumbró que podía ser descubierto, prefirió matar a aquellos que podían acabar con la representación de su vida, aunque estos fueran sus padres, su mujer y sus hijos.

El autor se siente fascinado por el personaje, donde se entretejen realidades y ficciones, lo novelesco con lo caricaturesco, pero al mismo tiempo siente que si no acierta a encontrar el punto de vista adecuado puede fracasar en su aventura literaria. Por ello, y porque la novela es la exploración verbal en busca de quiénes somos, de nuestra identidad, Carrère se centra en comprender quién es Jean-Claude Romand, por qué actúa de esa manera, cómo ha llegado hasta ahí. Esto se advierte en la primera carta que le escribe el escritor al asesino, fechada el 30 de agosto de 1993: “Quisiera, en la medida de lo posible, tratar de comprender lo que ha ocurrido…” (Emmanuel Carrère, El adversario, traducción de Jaime Zulaika, Barcelona, Anagrama, 2016, p. 29).

Y un poco más adelante, añade: “Lo que usted ha hecho no es, a mi entender, la obra de un criminal ordinario, ni tampoco la de un loco, sino la de un hombre empujado hasta el fondo por fuerzas que le superan, y son esas fuerzas terribles las que yo desearía mostrar en acción”. Como a todo verdadero escritor, le mueve antes la intención de comprender que la de juzgar. Gracias a ello podemos comprender conductas que de otro modo prejuzgaríamos quizá simplificadora y precipitadamente. Aún más: esta actitud del novelista genera una confianza inusitada en el condenado, como se desprende de esta confesión del autor: “Entendí que contaba más conmigo que con los psiquiatras para hacerle inteligible su propia historia, y más que con los abogados para hacerla comprensible al mundo. Esta responsabilidad me aterraba, pero no era él quien había venido en mi busca, yo había dado el primer paso y consideré que debía atenerme a las consecuencias” (pp. 33 y 34).

Me pregunto cuánto contribuye la literatura a ampliar y profundizar la psiquiatría y la psicología. No es casual que Freud frecuentara a Shakespeare, Goethe, Dostoievski, Sófocles… Después de todo, algunos de los psicólogos más penetrantes de eso que llamábamos “alma” son escritores. Y de una manera quizá menos evidente, pero complementaria –desde la comprensión de las motivaciones sentimentales al juicio de las acciones humanas– cabe decir lo mismo con respecto a los abogados y los jueces: la literatura puede mejorar la calidad de nuestras deliberaciones y juicios, como ha subrayado la filósofa Martha C. Nussbaum en Justicia poética. La imaginación literaria y la vida pública. Desde otro punto de vista, más próximo a la reciente neurología, también es interesante el ensayo de Jorge Volpi, Leer la mente. El cerebro y el arte de la ficción.

Con lo anterior no quiero decir que Carrère eluda los juicios morales, en cierta forma imposible; más bien nos ofrece un caleidoscopio compuesto de diversos testimonios y perspectivas a fin de que percibamos el juego infinito de las apariencias humanas, tantas veces indescifrables. Uno de los testimonios más conmovedores es el de su amigo Luc Ladmiral. Se conocen desde que estudiaron juntos medicina en Lyon, y la vida laboral y familiar de ambos marchan paralelas, salvo con menos éxito, aparentemente. Al principio encontramos este hermoso y justo elogio de la amistad: “Un amigo, un verdadero amigo, es también un testigo, alguien cuya mirada permite evaluar mejor la propia vida, y desde hacía veinte años, sin desmayo ni grandes palabras, ambos habían cumplido esa función recíproca” (pp. 10 y 11).

Respecto a los “síntomas” que presenta Jean-Claude Romand para actuar tal como lo hace, este es precisamente el propósito de la novela, y no puedo resumirla sin traicionarla. No obstante, ofreceré algunas pinceladas con la cautela de no incurrir en un juicio psicológico, ya que si esta novela nos depara una comprensión más profunda es porque evita este tipo de juicios: digamos que es un hombre al que le cuesta aceptar la realidad, y se refugia en las mentiras, maquilla lo real tal vez para estar a la altura de las expectativas de los otros y/o de sí mismo, sin pensar en las consecuencias que tiene a la larga. Naturalmente, el personaje evoluciona con el tiempo, y van apareciendo numerosos mecanismos de defensa, quizá a fin de sostener los andamios de sus mentiras (constantes negaciones, amnesia consciente o inconsciente, incapacidad de emplear el pronombre `yo´ y, por consiguiente, atribuirse la responsabilidad de sus acciones…).

Todo ello mezclado con cierto sentimentalismo e inocencia, que no sé si sería más exacto denominarlo “banalidad de la simpleza”, y amabilidad. Durante el juicio, su amigo Luc le indicó al magistrado: “Parece una idiotez decirlo, pero ¿sabe?, era un hombre profundamente amable. No cambia en nada lo que ha hecho, lo hace todavía más terrible, pero era amable” (p. 145). Y, aunque con dosis de sentimentalismo e inocencia o candor, tenía ráfagas de lucidez e introspección, como cuando en una carta le hace Jean-Claude Romand a Carrère la siguiente observación:

“Me parece también que esa imposibilidad que usted tiene de decir `yo´ a propósito de mí procede en parte de mi propia dificultad de decir `yo´ respecto a mí mismo. Aunque consiga franquear esta etapa, será demasiado tarde, y es cruel pensar que si hubiese tenido, a tiempo, acceso a ese `yo´ y, en consecuencia, al `tú´ y al `nosotros´, habría podido decirles todo lo que tenía que decirles sin que la violencia hiciera imposible la continuación del diálogo” (p. 161).     

Como con los dirigentes de los campos de concentración y exterminio nazis, que eran cultos, un aspecto que nos sorprende del personaje de Jean-Claude Romand es que no es, en principio, ni un “monstruo” ni un “criminal” ni un “tonto”, pero acabó matando a sus padres, a su mujer y a sus hijos antes de que descubrieran su verdadera identidad, no la que había levantado en torno a ellos, que la sostenían.

“Sin duda le costaba asimismo desprenderse del personaje que había interpretado todos esos años, porque utilizaba todavía, para granjearse simpatías, las técnicas que habían fraguado el éxito del doctor Romand: calma, mesura, una atención casi obsequiosa a las expectativas del interlocutor (…) tenía la inquietante sensación de hallarse delante de un robot privado de toda capacidad de sentir, pero programado para analizar estímulos exteriores y adaptar a ellos sus reacciones” (p. 140).

Hacia el final, confiesa el narrador: “Pensé que escribir esta historia sólo podía ser un crimen o una plegaria” (p. 172). Tal vez ambas cosas. ¿Se puede comprender a un hombre que ha cometido estas atrocidades? Quizá a riesgo de justificar su conducta, al menos en parte. Pero no, esta novela no es “un crimen”, sino más bien una plegaria, porque logra mediante el poder de la literatura que nos identifiquemos con Romand, aunque sea por momentos alguien “monstruoso”, no deja de ser un humano como cualquiera de nosotros. Es más, nos avergonzamos profundamente de su conducta. Y, como la vergüenza es un sentimiento moral, con ello aprendemos a rechazar comportamientos que pueden desembocar en “la banalidad del malvado”.

Como toda obra que se adentra por los inquietantes senderos del mal, no ha estado exenta de controversias y polémica. El ensayista francés Ivan Jablonka publicó en 2016 una novela en la que disecciona el secuestro y  asesinato de Laëtitia Perrais en enero de 2011, titulada justamente Laëtitia. “Pero la posición que adopta Jablonka es la opuesta: el protagonista no es el asesino, sino la víctima”, pues según este autor: “No hay gran criminal: todo criminal es pequeño, deleznable…”. De ahí que pida: “Que nuestra fascinación y nuestra ternura se dirijan a los inocentes”.

¿Se cometerían menos crímenes, habría menos violencia, si las artes de la ficción no adoptasen la perspectiva de los criminales? ¿Adoptar la perspectiva del criminal implica necesariamente una apología del mismo? Sospecho que esto depende no tanto de la perspectiva, sino de cómo se escriba, de cómo sea la obra. No obstante, como observaba Marc Bassets, “releído hoy, hay algo perverso en El adversario. Porque Jean-Claude Romand es el autor de un crimen abyecto y, además de criminal sanguinario y de metódico mentiroso, un estafador. Y sin embargo, ya será, ya es, para siempre, para siempre y para los libros de historia de la literatura, el protagonista de una de las grandes novelas europeas contemporáneas: un gran personaje de la literatura francesa” (“Una literatura sin verdugos”, Babelia, El País, 22/9/2018, p. 9).    

Desde el año 2000, fecha de la publicación de El adversario, de Emmanuel Carrère, a 2014, fecha en la que se publica El impostor, de Javier Cercas, pasando en 2002 por Imposturas, de John Banville, tres de los mejores escritores contemporáneos vivos exploran este espinoso asunto acerca de nuestra frágil identidad, entretejida de realidades y ficciones, de aspectos novelescos y caricaturescos: ¿es un síntoma de nuestros tiempos o acaso es un rasgo de la condición humana?

En “La era de los impostores”, un certero artículo acerca de la novela de Javier Cercas, Mario Vargas Llosa se refería a Enric Marco, que se había pasado la vida simulando ser quien no era, que “su enfermedad es una enfermedad de nuestro tiempo, la de una cultura en la que la verdad es menos importante que la apariencia, en la que representar es la mejor (acaso la única) manera de ser y de vivir”.

No sé si en la cultura de nuestro tiempo “la verdad es menos importante que la apariencia”, pues al fin y al cabo necesitamos seguir distinguiendo entre la una y la otra. Lo que parece indudable es que los límites de las fronteras entre la verdad y la apariencia se han diluido hasta tales extremos que resultan en no pocas ocasiones borrosos. De ahí la desorientación en la que andamos. Y en vista de que parece que no hay verdad –definitiva, se entiende–, los efectos que producen las apariencias resultan más efectivos y a la postre verdaderos que casi cualquier otra cosa.

Así pues, en el tablero filosófico, la apariencia o, si se prefiere, lo verosímil, ha suplantado a la verdad. Nietzsche le ha ganado la partida a Platón. Pero, ¿podemos vivir sin verdades? ¿Cómo elegir y tomar decisiones si no hay una jerarquía de valores y razones? ¿No es esto síntoma decadente de una cultura desorientada por un relativismo extremo y malentendido? 

Volvamos, por último, a la anterior pregunta: esas imposturas, ¿son un síntoma de nuestros tiempos o acaso es un rasgo de la condición humana? Como tantas disyunciones, quizá convendría transformarla en una conjunción: es un síntoma de nuestra época, pero por encima de ello es un rasgo de nuestra torcida condición humana. Sea como sea, en mayor o menor medida, todos tenemos que luchar con el impostor que hay en cada uno de nosotros, con el adversario que habita en nosotros y que nunca se rinde. Esta novela periodística de Emmanuel Carrère nos ayuda a observarlo de cerca y a mantenernos en guardia.  

Leer más en HomoNoSapiens |Conocerte a través del arte, de Sebastián Gámez

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About Author

Sebastián Gámez Millán

Sebastián Gámez Millán (Málaga, 1981), es licenciado y doctor en Filosofía con la tesis La función del arte de la palabra en la interpretación y transformación del sujeto. Ejerce como profesor de esta disciplina en un instituto público de Málaga, el mismo centro donde estudió, el IES “Valle del Azahar”. Ha sido profesor-tutor de “Historia de la Filosofía Moderna y Contemporánea” y de “Éticas Contemporáneas” en la UNED de Guadalajara. Ha participado en numerosos congresos nacionales e internacionales y ha publicado más de 270 ensayos y artículos sobre filosofía, antropología, teoría del arte, estética, literatura, ética y política. Es autor de "Cien filósofos y pensadores españoles y latinoamericanos" (2016), "Conocerte a través del arte" (2018) y "Meditaciones de Ronda" (2020). Asimismo, ha colaborado en otros 15 libros, como "La filosofía y la identidad europea" (2010), "Filosofía y política en el siglo XXI. Europa y el nuevo orden cosmopolita" (2009) y "Ensayos sobre Albert Camus" (2015). Escribe en diferentes medios de comunicación (Cuadernos Hispanoamericanos, Claves de la Razón Práctica, Descubrir el Arte, Café Montaigne, Homonosapiens, Sur. Revista de Literatura...) y le han concedido algunos premios de poesía y ensayo, como el Premio de Divulgación Científica Ateneo-UMA (2016) por "Un viaje por el tiempo" (inédito), y la Beca de Investigación Miguel Fernández sobre poesía española actual (2019, UNED) por "Cuanto sé de Eros. Concepciones del amor en la poesía hispanoamericana contemporánea", que verá la luz durante 2021. Colabora con el MAE (Museo Andaluz de la Educación) y ha comisariado algunas exposiciones de arte, filosofía y educación. Si la corriente imprevisible de la vida se dejara condensar en una filosofía, se inclina por “hacer lo que se ama, amar lo que se hace”.

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