Imagen | Eugène Delacroix
No sé si la naturaleza está escrita en caracteres matemáticos, como señaló Galileo, o más bien las matemáticas nos ayudan a calcular, predecir y dominar hasta cierto punto los fenómenos naturales. Pero para comprender las cuestiones humanas no basta con los números, seguimos necesitando historias. Permítanme, pues, comenzar con una de ellas para ilustrar el poder emancipador de la educación: un niño nace en Mondovi, Argelia, el 7 de Noviembre de 1913. Un año después pierde a su padre en combate durante la Primera Guerra Mundial. Se cría gracias al sacrificio de su madre, casi sorda y analfabeta, y su abuela. Contra la opinión de esta última, que pretende que el niño se incorpore de inmediato a un trabajo para ganarse la vida, un maestro lo prepara para que pueda optar a una beca en el liceo Bugeaud de Argel. El niño tenía entonces once años.
Treinta y tres años más tarde, al recibir la noticia de haber obtenido el más prestigioso reconocimiento que puede concedérsele a un escritor, el Premio Nobel de Literatura, el filósofo, periodista, novelista y dramaturgo Albert Camus, le escribirá a aquel maestro:
Querido señor Germain:
Esperé a que se apagara un poco el ruido que me ha rodeado todos estos días antes de hablarle de todo corazón. He recibido un honor demasiado grande, que no he buscado ni pedido. Pero cuando supe la noticia, pensé primero en mi madre y después en usted. Sin usted, sin la mano afectuosa que tendió al pobre niño que era yo, sin su enseñanza y ejemplo, nada de esto hubiese sucedido. No es que dé demasiada importancia a un honor de este tipo. Pero ofrece por lo menos la oportunidad de decirle lo que usted ha sido y sigue siendo para mí, y le puedo asegurar que sus esfuerzos, su trabajo y el corazón generoso que usted puso continúan siempre vivos en uno de sus pequeños discípulos, que, a pesar de los años, no ha dejado de ser su alumno agradecido.
Le abrazo con todo mi corazón.
Albert Camus.
Añade el humanista Nuccio Ordine que “la vida de un joven estudiante puede ser transformada de muchos modos: educando en la legalidad, la tolerancia, la justicia, el amor al bien común, la solidaridad humana, el respeto a la naturaleza y al patrimonio artístico, se realiza, en silencio y lejos de los focos, un pequeño milagro que se repite cada día en cada escuela de cada país, rico o pobre, del mundo”.
¿Qué se requiere para que tenga lugar tal transformación? El anhelo profundo de transformarse por medio de la formación. Educarse es, en primer lugar, como indicaba Gadamer, “querer educarse”. Y sin esa perseverante voluntad del que está abierto a aprender y se esfuerza constantemente, poco se puede hacer. Sin pretender eludir responsabilidades, sigo pensando que un buen alumno puede hacer más por un profesor malo que un buen profesor por un mal alumno. Cómo somos capaces de recibir cuanto nos rodea es más determinante que el mundo en sí; pero debemos estar suficientemente preparados y cultivados para “ver un mundo en un grano de arena, / un cielo en una flor salvaje / mantener el infinito en la palma de la mano / Y la eternidad en una hora”, como escribió el poeta y pintor William Blake.
En contra de una visión muy extendida, lamentablemente apoyada por el currículo académico, no formamos a trabajadores, por más que sea conveniente en nuestro sistema educativo fomentar la formación profesional, sino que más bien educamos a personas. Me explico: primero, porque la respuesta técnica de un trabajador dependerá de cómo sea la persona que de momento ha logrado ser; y, en segundo lugar, porque no podemos saber de antemano qué puesto laboral ejercerá el día de mañana. El científico Albert Einstein escribió acerca de este asunto: “La escuela debe siempre plantearse que el joven salga de ella con una personalidad armónica y no como un especialista. En mi opinión, esto es aplicable incluso a las escuelas técnicas, cuyos alumnos se dedicarán a una profesión totalmente definida. Lo primero debería ser, siempre, desarrollar la capacidad general para el pensamiento y el juicio independiente y no la adquisición de conocimientos especializados”.
Por tanto, nada es más rentable que formar “personas”. Y lo afirmo desde una perspectiva amplia en la que la “rentabilidad” no se reduce únicamente al beneficio económico, sino también al personal y social. En países con un aire de familia mediterránea como el nuestro, pongamos Italia, “la corrupción cuesta alrededor de sesenta mil millones al año, y la evasión fiscal unos ciento veinte mil millones”. (…) “Invertir en enseñanza y en cultura, argumenta Ordine, significa educar a los jóvenes en el respeto a la justicia, en la solidaridad humana, en la tolerancia, en el rechazo de la corrupción, en la democracia, con el fin de mejorar además el crecimiento económico y civil del país”.
Quería pronunciar un elogio a la educación por su capacidad de transformarnos en seres más libres y responsables, justos y civilizados. Pero, habiendo situado en la piedra de toque a los alumnos, este elogio estaría incompleto si no reconociéramos el papel de los profesores… En una película que todos ustedes recordarán, pues en ella se capta magistralmente la ambigüedad y la ambivalencia de existir, el horror y la maravilla de ser, La vida es bella, escuchamos estas sabias palabras: “Los girasoles se inclinan ante el sol, pero si los ves demasiado inclinados significa que están muertos. Uno sirve, pero no se es un sirviente; servir es el arte supremo (…)”.
¿Por qué considero que “servir –lo que no debe confundirse nunca con ser un siervo– es el arte supremo? Porque la naturaleza, a través de la herencia genética, produce el milagro de la transmisión biológica. Mas esa cadena del ser no se completa sin la transmisión cultural. Y de esto se ocupan los maestros y profesores… Si bien en realidad no hay nadie que no pueda ejercer como tal, ya que todos podemos aprender y enseñar. “La tribu entera educa”, dice un refrán africano. Al fin y al cabo, solo lo que se da no se pierde. Y sólo llegamos a ser nosotros a través de los otros… la educación no acaba nunca, y quizá menos aún en esta época definida como “modernidad líquida” donde tenemos que adaptarnos continuamente a las demandas del mercado y de la globalización.
Podrá mudarse ante las inevitables contingencias de la vida la presencia y la compañía de los seres queridos, la tierra, la casa, el oficio, el coche, el patrimonio acumulado… Lo que acaso tenemos y representamos. Pero nada ni nadie podrá arrebatarnos lo que somos, lo que hemos llegado a ser por medio del imprescindible valor de educarse que nos hemos dado, lo que en todo tiempo nos acompañará.
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