Dos visiones del poder: Borgen y House of Cards
Las actuales maniobras que por la formación de gobierno (por la obtención de poder) se están produciendo en la primera línea política española, no del todo acostumbrada a tanta zozobra, han hecho que más de un medio de comunicación mencione el título de una serie televisiva (quizás no de gran popularidad pero sí con un entusiasta círculo de incondicionales), a propósito de la necesidad de negociaciones entre nuestros partidos políticos. Se trata de la danesa Borgen, serie compuesta por tres temporadas de diez capítulos cada una, emitidas en su país de origen entre 2010 y 2013. Quienes la hemos descubierto en estas últimas semanas nos hemos tropezado, en efecto, con sugerentes paralelismos —y considerables divergencias, claro— con la situación española y su posible desarrollo futuro. Es muy curioso compararla con otra serie, mucho más conocida, no en vano es norteamericana, titulada House of Cards, que actualmente también cuenta con tres temporadas exhibidas, pero que, al contrario que la anterior, todavía no está cerrada: es uno de los éxitos más reconocibles de esta coetánea edad de oro de la televisión de Estados Unidos.
Ambas comparten el mismo escenario: son dos ficciones construidas en torno a las intrigas que se desarrollan en las más altas instancias del poder político (el ejecutivo y el legislativo) de sus respectivos países. Ambas cuentan el ascenso a la máxima magistratura de sus protagonistas, si bien en Borgen se alcanza en el inicio de la serie y en House of Cards al final de la segunda temporada. En las dos se presta una especial importancia al papel de los mass media en esta sociedad de la información en que vivimos.
Resulta de lo más interesante (algunos considerarán incluso instructivo) comparar ambas series y, a partir de ahí, establecer sugestivas extrapolaciones sobre las características generales tanto de la política como del sentido narrativo y dramático de sus respectivas «culturas», la yanqui (centrada antes en lo espectacular) y la europea (que presume, en apariencia, de mayor seriedad). Con el riesgo que siempre producen las conclusiones fáciles, no digo que, en un primer nivel de interpretación, la comparación entre ambas no sea significativa.
Así, Borgen destaca por su propósito de erigirse en un estudio realista de las interioridades políticas en los aledaños del máximo poder, incluso con abiertas pretensiones didácticas. La serie arranca, precisamente, con la celebración de elecciones legislativas, que gana el partido en el poder (el Partido Liberal, la derecha) pero sin los votos suficientes para formar gobierno. La segunda formación en votos, el Partido Moderado (una organización centrista y de no larga trayectoria, de ahí el parangón que algunos efectúan con nuestro Ciudadanos, aunque en esta ficción se trata de un partido de corte mucho más social), y cuyo líder es una mujer, Birgitte Nyborg, decide dar el paso de realizar negociaciones para formar un gobierno de coalición con el gran partido de la izquierda, el Laborista, y con algunos más minoritarios.
A partir de aquí, la serie ofrece un dibujo bastante verosímil de la difícil convivencia diaria en un gobierno de este tipo, que obliga a constantes transacciones e incluso sacrificios (siempre desde el punto de vista de su personaje protagonista, la primera ministra Nyborg), puesto que, como suprema exposición realista, lo que restalla ante todo en sus episodios es tanto la ambición profesional o política como la vanidad personal enfrentada a la necesidad de un mínimo idealismo muchas veces ultrajado por el pragmatismo. En especial, la serie insiste en la relación entre el poder político y los medios de comunicación —las tramas se las reparten en cada episodio personajes de uno y otro mundo, en ocasiones unidos por lazos ya sentimentales ya de pura enemistad—, que sirve además para dar la idea de que Dinamarca es un estado tan pequeño como civilizado (es fácil que la primera ministra acuda, repentinamente, al principal telediario de la noche para ser entrevistada)… suponiendo que la realidad se corresponda con la ficción.
En el caso de House of Cards, entran en escena otros intereses dramáticos. Lo que nos enseña la serie en su deambular por el Capitolio, la Casa Blanca o las lujosas pero muy frías mansiones de Washington es la vieja idea de que el poder es tenebroso. Su personaje principal, Francis Underwood, que empieza siendo congresista y acaba como presidente (dentro del Partido Demócrata, lo cual es buena idea para derribar etiquetas), es dibujado como una especie de superhombre nietzscheano que no se arredra ante nada y cuya voluntad e inteligencia (unido, claro, a la debilidad de quienes se oponen en su camino) lo llevan a donde desea, sin importarle recurrir incluso al asesinato, ¡y personalmente! Es más, la imagen que se da de la prensa participa de la misma idea: los periodistas sirven a los políticos o se sirven de ellos (o son destruidos).
Borgen es profundamente verosímil en términos de rigor político; House of Cards lo es en términos narrativos. En ambas, el espectador acaba creyéndose completamente los personajes que desfilan ante ellos, aunque una reflexión más tranquila sin duda lleva a la conclusión de que los guionistas estadounidenses tensan al límite la credibilidad de los suyos. Es probable que la primera guste especialmente entre un determinado espectro del público (no etiquetaré cuál, para que quien quiera guste incluirse o excluirse de él) y que la segunda llegue a un abanico más amplio; no en vano la televisión actual es heredera directa del Hollywood clásico que ha construido en gran medida la cultura visual del mundo. Los actores de Borgen desprenden una considerable cotidianeidad (ayuda mucho, claro, el que sean completamente desconocidos fuera de su país); los de House of Cards claramente componen unos «tipos» a partir de las características de los dos conocidos actores que los encarnan. Kevin Spacey crea un villano maquiavélico al estilo de los que recreara en Sospechosos habituales o Seven; Robin Wright encarna a una mujer de apariencia fría y distante, y de la que ciertamente parece imposible adivinar sus pensamientos o motivaciones, lo cual, en el fondo, la hace más inquietante que el esposo (el cual, además, se «comunica» con el espectador hablando directamente a la cámara, lo que contribuye a dotarlo de mayor cercanía).
Comparar seriamente a Birgitte Nyborg y Francis Underwood con nuestros Rajoy, Sánchez, Rivera o Iglesias sin duda no conduce a ningún lado. Pero mientras se deciden a superar el impasse político en que nos tienen sumidos, es de lo más estimulante alternar el visionado de ambas series.
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Imagen| El actor Kevin Spacey fotografiado en una imagen promocional de «House of Cards.» Netflix