Todo estudiante de física sabe que resolver un problema de mecánica newtoniana pasa por identificar las fuerzas presentes en un sistema, para componerlas después y aplicar la ley fundamental de la dinámica. Ahora bien, respecto a la pregunta ¿qué son las fuerzas? la pedagogía al uso -centrada más bien en la memorización de definiciones y la resolución mecánica de problemas tipo- hace oídos sordos. Veamos. El concepto físico de fuerza nos remite, por el uso cotidiano de la palabra, a nuestra propia sensación de esfuerzo muscular. Esta reminiscencia, de tintes antropomórficos, bien pudo haber sido el origen de la idea aristotélica de que las fuerzas son la causa agente del movimiento de los cuerpos, si bien, el estagirita no llegó a clarificar esta definición más allá de hacerla descansar sobre una analogía: las fuerzas son causa agente del movimiento de la misma manera en que un artista, partiendo de un bloque de mármol, da forma a una escultura1. Esta idea nos lleva al concepto de aitía del antiguo griego, del cual provienen las nociones de causa y culpa. Se sugiere pues que las fuerzas son las “culpables” o, dicho de otro modo, responsables del movimiento de los cuerpos. Por remota y superada que pueda parecernos esta noción metafísica de fuerza, sus connotaciones antropomórficas –dominantes durante unos dos mil años- han dejado una huella en el abstracto y matemático concepto de fuerza newtoniano de la que a todo estudiante resulta difícil sustraerse por completo.
Entre los conceptos de fuerza de Aristóteles y de Newton, media una transformación conceptual fundamental operada por el llamado principio o ley de la inercia –primeramente intuida por Galileo y, después, corregida por Descartes y reformulada por Newton como la primera de sus tres leyes para el movimiento- según la cual todo cuerpo libre, esto es, no sometido a fuerza alguna, permanece indefinidamente en reposo o bien con movimiento rectilíneo y uniforme2. Este principio supone una ruptura radical con la idea aristotélica de que el reposo es esencialmente discernible del movimiento rectilíneo y uniforme, revolucionando nuestra comprensión de la relación entre las fuerzas y el movimiento. Para Aristóteles, un cuerpo o sistema libre habría de permanecer indefinidamente en reposo, existiendo una relación directa entre la magnitud de la fuerza aplicada a un cuerpo y la velocidad que este adquiere. De acuerdo con la ley de la inercia, no es necesaria la acción de una fuerza neta para que un cuerpo o sistema material esté en movimiento siempre y cuando, claro está, dicho movimiento sea inercial o, lo que es lo mismo, rectilíneo y uniforme. Este tipo de movimientos no requiere pues de ninguna causa para justificarse, de ningún agente culpable del mismo. Por otra parte y dado que, según la ley de la inercia, la existencia de una velocidad en un cuerpo no requiere de la presencia de ninguna fuerza causante, las fuerzas ya no deben relacionarse directamente con las velocidades sino con el cambio en la velocidad, es decir, con la aceleración. Y en este punto, el principio de inercia prepara el camino para la segunda ley del movimiento de Newton o ley fundamental de la dinámica, según la cual, cuando sobre un cuerpo actúa una fuerza, éste adquiere una aceleración que es directamente proporcional de la fuerza e inversamente proporcional a la masa del mismo2. Lo que, matemáticamente, suele expresarse en la popular forma propuesta por Euler:
F=m·a [1]
Dado que Newton no aportó una definición precisa para la fuerza, desde la perspectiva del positivismo matemático con G. Berkeley, H. Poincaré y E. Mach a la cabeza, se considera que la anterior expresión no es tanto una ley física genuina cuanto una definición operacional de fuerza3. Esta percepción instrumentalista del concepto de fuerza nos lleva a plantearnos dos interesantes cuestiones. En primer lugar, si se acepta que la noción de fuerza se introduce en física de manera totalmente arbitraria y convencional, ¿en qué sentido puede decirse de las fuerzas que son reales? Esta pregunta es un caso particular del llamado problema del referente de las teorías científicas, en torno al cual encontramos la diatriba entre filósofos realistas e instrumentalistas. Mientras que los primeros defienden que existe una correspondencia directa entre los conceptos científicos y el mundo real objeto de estudio, los segundos distinguen tajantemente entre el mundo real y los conceptos teóricos que son sólo convenciones, más o menos útiles, a la hora de realizar predicciones científicas. Así, desde la óptica instrumentalista o positivista, se niega que a abstracciones físicas tales como “fuerza”, “átomo” u “onda electromagnética” pueda concedérseles el estatus de realidad propio de objetos cotidianos como “silla”, “mesa” o «árbol”. Ahora bien, si se piensa que ni siquiera palabras como “silla”, “mesa” o “árbol” pueden ser explícitamente definidas en términos de contenidos sensoriales sino que son, en última instancia, construcciones conceptuales, sólo podrá concederse una diferencia de grado (no esencial) entre estos términos y otros más elaborados y abstractos como “fuerza”, “átomo” u “onda electromagnética”. Lo que subyace pues al debate entre realistas y positivistas no es sino una concepción diferente de lo que se está dispuesto a aceptar como realidad. En suma, la cuestión relativa a la realidad de las fuerzas puede quedar reducida -a mi modo de ver- a un asunto puramente lingüístico: decir que «las fuerzas son reales» o que «las fuerzas no son reales» son afirmaciones igualmente legítimas que simplemente descansan sobre definiciones diferentes de «lo real», esto es, se trata sólo de formas diferentes de hablar.
Más enjundiosa parece, en mi opinión, una segunda cuestión relativa a la propia conveniencia del concepto de fuerza pues si, dado un cuerpo de masa m que se mueve con aceleración a, podemos en virtud de la fórmula [1] decir que sobre el mismo actúa una fuerza F, ¿qué se ha ganado con ello? ¿No estamos en verdad complicando la explicación al introducir un ente nuevo -la fuerza- que, sin explicar el porqué del movimiento, debe él mismo ser explicado? La respuesta a estas preguntas pasa por considerar que, en su obra, Newton no se limitó a introducir el concepto de fuerza a través de la fórmula [1], sino que aportó una definición alternativa dada por su célebre ley de la gravitación universal. De acuerdo con esta ley, entre dos cuerpos masivos cualesquiera, se ejerce una fuerza de atracción que es directamente proporcional al producto de sus masas e inversamente proporcional al cuadrado de la distancia que los separa4. Lo cual puede expresarse matemáticamente de la forma:
F= G·M·m/r2 [2]
donde F es la fuerza de atracción entre los cuerpos, M y m las masas (gravitatorias) de los mismos, r la distancia que los separa y G un número, llamado «constante de la gravitación universal» cuyo valor aproximado es de 6,67·10-11 N·kg-2·m-2.
Al combinar esta ley de la gravitación universal con su leyes del movimiento, Newton ofreció una potente síntesis del universo, capaz de dar cuenta tanto del movimiento de caída libre de una manzana como de la rotación de la Luna en torno a la Tierra o el de planetas y cometas alrededor del Sol, así como la explicación de las mareas o el fenómeno conocido como la precesión de los equinoccios.
Para profundizar en el modo y manera en que opera la mecánica de Newton, analizaremos un ejemplo sencillo: la explicación newtoniana de la popular ley de caída de los graves de Galileo Galilei. De acuerdo con esta última se tiene que, en el vacío, todos los cuerpos caen con una aceleración constante e independiente de su masa. Esta ley nos describe cómo ocurre la caída libre pero no explica por qué los cuerpos caen de ese modo; sin embargo, la mecánica de Newton puede dar una explicación para ello. En efecto, sabemos que según la ley de la gravitación universal un cuerpo que se deja caer en la superficie terrestre se ve sometido a una fuerza atractiva dada por [2]. Al mismo tiempo, la segunda ley del movimiento nos dice que el cuerpo adquiere una aceleración cuya relación con la fuerza viene expresada por [1]. Igualando los segundos miembros de las ecuaciones anteriores y despejando en valor de la aceleración nos queda lo siguiente:
a= (G·M·m)/(r2·m) [3]
En esta última expresión puede verse que la masa m del cuerpo aparece tanto en el numerador como en el denominador, por lo que se simplifica, quedando un valor de la aceleración constante e independiente de la masa del cuerpo, tal y como reza la ley de caída de los graves. En resumen, puede decirse que cuando un cuerpo cae se ve sometido a una fuerza gravitatoria que es directamente proporcional a su masa, pero como su aceleración resulta asimismo inversamente proporcional a la misma masa5, ambos efectos se cancelan, resultando que la aceleración de caída será la misma para todos los cuerpos.
Tal y como se ha mostrado en el ejemplo anterior, lo que se ha hecho es formar un sistema con las ecuaciones correspondientes a la segunda ley del movimiento y a la ley de la gravedad, operando de tal manera que la variable «fuerza» es eliminada al igualar los segundos miembros de las citadas ecuaciones. Por consiguiente y, como se ha evidenciado, se parte siempre de enunciados relativos a datos experimentales (masas, aceleraciones, distancias, etc.) entre los que no se incluye la noción de fuerza y se llega a otros enunciados con datos experimentales contrastables pero en los que tampoco se incluye el concepto de fuerza. En suma, la idea de fuerza se revela como un mero intermediario sobre el cual pesa la sospecha acerca de la conveniencia de su omisión para no incurrir en lo que parece una violación del principio de economía intelectual que, en su versión conocida como la «navaja de Ockham» recomienda no multiplicar los entes innecesarios. ¿No sería lo más apropiado prescindir de la noción de fuerza para no complicar innecesariamente el problema? Es más, el uso de tal concepto nos tienta a caer en lo que el filósofo L. Wittgenstein denominó como «trampa sustancialista»6, esto es, la creencia espontánea en la existencia de una sustancia asociada a un sustantivo.
Afeitar las barbas metafísicas de la mecánica fue el propósito de la formulación propuesta por Ernst Mach en su «Ciencia de la Mecánica»7. Esta formulación perspicua nos permite escapar al hechizo al que nos someten las connotaciones metafísicas y antropomórficas del concepto de fuerza, que inducen en nosotros la opinión de que las fuerzas constituyen una explicación esencial para el movimiento de los cuerpos. Imaginemos a una persona que ve un carro moverse pero que, desde su posición, no puede ver el caballo que tira del mismo. Si, perplejo ante el movimiento del carro, esta persona preguntase por el origen del mismo, podría sentirse plenamente respondido por alguien que consiguiera hacerle ver que hay un caballo tirando del carro. Solamente por analogía con esta situación, puede darse por respondido alguien al que al preguntar a qué se debe la caída de una manzana se le respondiese «a la fuerza de la gravedad». Como he tratado de argumentar, lo que esto último significa no es otra cosa que la descripción matemática y resumida de un hecho general, a saber, que cuando dos cuerpos están en mutua interacción exhiben aceleraciones cuya dirección es la de la recta que une a ambos y cuyos sentidos son opuestos, siendo constante la relación entre dichas aceleraciones. Pero si ese alguien -obstinado por llegar al fondo de la cuestión- preguntase por qué las cosas ocurren de ese modo, no obtendría otra respuesta que la decepcionante invitación a aceptar que las cosas ocurren así.
El concepto newtoniano de fuerza habría de encontrar su crítica más letal no en el ámbito de la filosofía positivista, sino en el de la propia física. Fueron las geniales intuiciones de M. Faraday, expresadas en forma matemática por J. C. Maxwell y transmutadas después en curvatura del espacio-tiempo por A. Einstein, las que acabaron reemplazando el concepto de Newton de la fuerza de acción a distancia por el más elaborado y abstracto concepto físico de campo de carácter local. Ahora bien, en tanto que la mecánica de Newton siga enseñándose en institutos y universidades como una necesaria introducción a la física, no estaría de más acompañar las clases de una reflexión crítica acerca del concepto de fuerza. De haberlo hecho así mis profesores, habrían ahorrado a éste que escribe algún que otro dolor de cabeza.
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[1] Aristóteles, Física, Ed. Gredos, S.A. (1995), Libro III, Capítulo 3, «Las causas», p. 76-79
[2] Isaac Newton, Philosophie naturalis principia mathemática, Ed RBA Coleccionables S.A. (2002), «Axiomas o leyes del movimiento» pp. 135-153.
[3] Henri Poincaré, Ciencia e Hipótesis, Espasa Calpe, S.A. (2002), Tercera Parte: «La Fuerza», Capítulo VI «La mecánica clásica» p137-154.
[4] Isaac Newton, Philosophie naturalis principia mathemática, Ed RBA Coleccionables S.A. (2002), Libro tercero: «Sobre el sistema del mundo», Proposición VII p231-232.
[5] En realidad, debe diferenciarse entre la «masa inercial» introducida por la segunda ley del movimiento y la «masa gravitatoria» a la que se refiere la ley de la gravitación universal. La coincidencia entre ambas masas es un hecho no trivial conocido como principio de equivalencia que llevaría a Albert Einstein a formular su Teoría de la Relatividad General
[6] L. Wittgenstein, Los cuadernos azul y marrón, Madrid, Tecnos (1968), p 51.
[7] Ernst Mach, The Sciencie of Mechanics, trad. por T.J. Mc Cormack (la Salle: Open Court, 1960)