Imagen| Fernando Ivorra
Si a partir de los atentados terroristas del 11-S el mundo en que vivimos dejó de ser el mismo, al menos en cuanto a ciertas libertades privadas que se han visto considerablemente restringidas a favor de la seguridad, parece que tras la crisis provocada por la Covid-19 corremos el serio riesgo, incluso en democracias asentadas, de seguir perdiendo márgenes de libertad. ¿Hasta qué punto es legítimo ese uso del poder por parte del Estado? ¿Es posible alcanzar un equilibrio, tan necesario como a lo que se ve imposible, entre seguridad y libertad?
Quiero reflexionar sobre estas y otras cuestiones políticas de plena actualidad con uno de los mayores escritores vivos, John Maxwell Coetzee (1940), que ha cumplido 80 años. Quizá su obra literaria no es innovadora desde el punto de vista de retorcer la lengua, a la manera de Rimbaud, Joyce, Beckett, Céline o César Vallejo. Como declara en Verano, el tercer volumen de su autobiografía, autocriticándose a través del testimonio de una de sus amantes: “En general, yo diría que su obra carece de ambición. El control de los elementos es demasiado férreo. En ningún momento se tiene la sensación de un escritor que deforma su medio para decir lo que nunca se ha dicho antes, que, a mi modo de ver, es lo que distingue a la gran literatura”.
Como en los diálogos de Platón, donde no sabemos a ciencia cierta quién habla a través del personaje de Sócrates, si el maestro o el discípulo, aquí no sabemos si es la voz real de un testimonio de una amante de Coetzee o es él, si bien sospechamos que si el otro era Platón, este es Coetzee. Con esta ambigüedad artística se enmascara y revela más esclarecedoramente los matices inaccesibles de la verdad. A pesar de su estilo frío, sereno y clásico, la obra de Coetzee es profundamente innovadora desde la perspectiva de las estructuras narrativas. Acabamos de sugerirlo por la original perspectiva que adopta en el tercer volumen de su autobiografía, donde reconstruye su figura mediante los testimonios de un biógrafo y personas que le conocieron, pero también lo hace en otras obras, como Diario de un mal año, que puede ser el título de innumerables diarios de este 2020, y en el que encontramos también unas interesantes reflexiones sobre la gripe aviar.
Esta obra posee una singular estructura: por una parte, bajo enunciados descriptivos a modo de título se reflexiona sobre cuestiones intelectuales muy variadas, que pueden ir desde temas sociales a políticos, pasando por la literatura, las artes y las ciencias; mientras por otra parte se narran vivencias. Se diría en términos de Wittgenstein que se sirve de dos juegos de lenguaje: el argumentativo, como si fuera la voz de su pensamiento racional, y el narrativo, como si fuese la voz con la que relata a sí mismo y a los otros lo que le sucede mientras vive. ¿Acaso el relato de estas vivencias es algo más vital y decisivo que el pensamiento? Permítanme reservar los beneficios de la duda.
La primera reflexión trata justamente “sobre los orígenes del Estado”: “Toda la explicación de los orígenes del estado parte de la premisa de que “nosotros” (no los lectores, sino algún nosotros genérico, tan amplio que no excluya a nadie) participamos en la creación del estado. Pero lo cierto es que el único “nosotros” que conocemos (nosotros mismos y las personas que nos rodean) nacemos en el estado; y nuestros antepasados, hasta tan lejos en el tiempo como podamos remontarnos, también nacieron en el estado. El estado está siempre ahí, antes que nosotros”. Al menos desde Hume sabemos que las teorías de los filósofos contractuales (Hobbes, Locke, Rousseau) son “ficciones” (al fin y al cabo, nadie ha firmado ningún contrato para este uso y a menudo abuso de poder), pero como las verdaderas ficciones, producen efectos de realidad y efectos en la realidad.
De modo que el Estado es ineludible: “En el mito de la fundación del estado expuesto por Thomas Hobbes –continúa Coetzee– nuestra caída en la impotencia era voluntaria: a fin de escapar a la violencia de la interminable guerra intestina, individualmente y por separado cedíamos al estado el derecho a emplear la fuerza física (el derecho es poder, el poder es derecho), introduciendo así el dominio (la protección) de la ley. Quienes eligen permanecer al margen del pacto quedan fuera de la ley”. Pero, ¿quién puede elegirlo? ¿Dónde contamos con más amplios márgenes de libertad, dentro o fuera del Estado?
Según Coetzee, “desde el momento en que nacemos somos súbditos. Un distintivo de esa condición es el certificado de nacimiento. El estado perfeccionado detenta y protege el monopolio de certificar el nacimiento. O bien te dan el certificado del estado (y lo llevas contigo), con lo que adquieres una identidad que durante el curso de tu vida le permite al estado identificarte y seguir tu rastro (dar contigo), o bien vives sin identidad y te condenas a vivir fuera del estado como un animal” (…) Más abajo añade unas líneas acerca de un asunto que iluminó Kafka y que es de controvertida vigencia: “Que el ciudadano viva o muera no es algo que preocupe al estado. Lo que le importa al estado y sus registros es saber si el ciudadano está vivo o muerto”. A tenor de lo formulado, parece que la inmensa mayoría de los ciudadanos se mueve antes por miedo que por libertad. Hobbes confesó que la pasión dominante de su vida fue el miedo. ¿No es el temor ante las inseguridades de la naturaleza lo que nos impulsa a aceptar el poder del Estado, con frecuencia despótico y opresivo?
Luego Coetzee ofrece una sugerente interpretación de Los siete samuráis de Kurosawa como teoría del origen del estado. Posteriormente cuestiona expresiones como “extender la democracia”, que equivale según sus defensores a “extender la libertad”. ¿Acaso una nueva forma de colonialismo? Después de estas interesantes reflexiones acerca de por qué el Estado puede y suele abusar de su poder contra los individuos, lo que pone en tela de juicio su legitimidad, se pregunta, procurando arremeter contra los límites de la lengua y del pensamiento establecido: “¿Por qué no puede existir ningún discurso sobre la política que no sea en sí mismo político? Para Aristóteles la respuesta estriba en que la política es inherente a la naturaleza humana, es decir, forma parte de nuestro destino, como la monarquía es el destino de las abejas. Esforzarse por lograr un discurso sistemático o suprapolítico acerca de la política es inútil”.
Sin embargo, después de pasar por el anarquismo, vuelve sobre “la “democracia, que es una de las palabras sagradas de nuestro tiempo. Otra de ellas es “la ciencia”. No dudo de su necesidad; simplemente dudo acerca de las desmesuradas expectativas, de la fe que depositan no pocos individuos en estas palabras; dudo acerca de la idea que tienen de la ciencia como algo poco menos que infalible. Basta recordar que es una práctica humana, al igual que la política, para percatarse de sus contingencias y limitaciones, irremediablemente humanas.
Comienza con un argumento por analogía: “De la misma manera que en la época de los reyes habría sido ingenuo pensar que el primogénito varón del rey sería el más capacitado para gobernar, así en nuestro tiempo es ingenuo pensar que el dirigente democráticamente elegido será el más adecuado”. A la vista de algunos presidentes, como Trump o Bolsonaro –los demás nombres de una larga lista los dejo al libre vuelo de la imaginación de cada lector–, parece que Coetzee no está exento de razón aquí.
Agrega que “el gobierno de sucesión no es una fórmula para identificar al mejor gobernante, es una fórmula para conferir legitimidad a uno u otro y prevenir así el conflicto civil. El electorado, el demos, cree que su tarea consiste en elegir al mejor hombre, pero lo cierto es que se trata de una tarea mucho más sencilla: la de ungir a un hombre (voz populi vox dei), no importa a quién”. Entiendo la provocadora inteligencia de Coetzee, pero, con el debido respeto, disiento de estas afirmaciones.
Primero, evitar un conflicto civil no es poco ni irrelevante: es lo más civilizado, pues sin paz no hay seguridad ni libertad. Segundo, que se elija al mejor grupo de gobernantes públicos, mejor que hombre, lógica de la responsabilidad frente al poder carismático, no se debe a la maquinaria del Estado, sino a la formación e información con la que cuentan los ciudadanos. Si bien parece que los diferentes partidos políticos muestran bastantes resistencias para permitir las llamadas listas abiertas, lo que ampliaría la libertad y legitimidad de los ciudadanos, en los que no olvidemos que recae la soberanía.
Coetzee sostiene que “la democracia no permite una política fuera del sistema democrático. En este sentido, la democracia es totalitaria”. Disiento de nuevo: además de la necesaria separación de poderes, señalada por Montesquieu, como han argumentado algunos de los más destacados filósofos políticos contemporáneos, desde Rawls, pasando por Muguerza, a Habermas, la desobediencia civil es una piedra de toque del Estado democrático de Derecho. Por eso, aunque nadie está por encima de la ley, expresión de la simetría de la igualdad y de la justicia, así como de la voluntad popular –otra ficción operativa con efectos de realidad y efectos en la realidad–, hay que prestar la debida atención a los auténticos desobedientes civiles, que tal vez puedan estar apelando a una conciencia moral inspirada en el fundamento de los Derechos Humanos, o sea, de valores como la libertad, la igualdad, la justicia, la solidaridad o la tolerancia.
En contra del sentido común, que a la luz de las dos Guerras Mundiales y otras terribles masacres del siglo XX podía creer que hemos presenciado el siglo más violento, en su ambiciosa investigación, repleta de datos y estadísticas, Los ángeles que llevamos dentro. El declive de la violencia y sus implicaciones, Steven Pinker defiende que “puede que estemos viviendo en la época más pacífica de toda la existencia de nuestra especie”. Curiosamente, Pinker se inspira, entre otros, en el sociólogo Norbert Elías, cuya idea del “proceso de civilización” se centra en el hecho de que la violencia se reduce cuando los Estados monopolizan el uso de la fuerza.
Casi en las antípodas de la posición de Coetzee –¿o acaso es una imagen de sí desprendida de su escritura?–, el historiador de las ideas políticas Michael Ignatieff mantiene que “cuando estalló el desastre, lo primero que nos preguntamos todos fue quién nos iba a proteger ahora. Y la respuesta universal fue: nuestro Estado Nacional. No la Unión Europea, ni Naciones Unidas, ni la Organización Mundial de la Salud. (…) el Estado nacional seguirá siendo la fuente principal de seguridad vital para las personas aterrorizadas por las pandemias, el cambio climático, y sus males concomitantes, como la emigración masiva”.
Ciertamente, la pandemia provocada por la Covid-19 ha dado un poderoso golpe en el tablero de la globalización, cuestionando sus excesos, y su lógica eminentemente capitalista. Ignatieff advierte que “la consecuencia será la reafirmación del nacionalismo, porque los nacionalismos sostendrán que solo podemos protegernos si tenemos nuestro propio Estado. Paradójicamente, el nacionalismo –cuando adopta la forma de separatismo– es destructivo para los Estados, de manera que la pandemia puede jugarnos otra mala pasada: debilitar los Estados, que son los que nos ofrecen mejor protección”.
A decir verdad, no conozco ningún nacionalismo que no sea separatista o excluyente. Son pleonasmos o redundancias. Su lógica es: “o conmigo o contra mí”, lo que es incompatible con uno de los pilares de las democracias modernas: el pluralismo ideológico. Quizá Ignatieff se refiere con ello al patriotismo, que defiende lo próximo (¿acaso por haber nacido en un lugar tengo que sentirme más próximo a sus escritores y artistas que, pongamos, a Montaigne, Bach o Goya?), lo que es común a una cultura, pero reconociendo una patria más amplia, el mundo. Sin embargo, a menudo el patriotismo degenera en patrioterismo, y no es lo mismo: mientras el segundo, al igual que el nacionalismo, no deja de mirar entre ceja y ceja al terruño donde uno ha caído, el primero, al levantar la vista y reconocer otros paisajes y costumbres, ejerce la autocrítica desde una perspectiva cosmopolita, que es fundamental. ¿Sabremos estar la ciudadanía a la altura de las circunstancias de la era pos-covid-19? ¿Nos esforzaremos suficientemente en alcanzar un equilibrio razonable entre la seguridad y la libertad?
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